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¿Y cerrado el camino al espacio y al sol?

Le impedí continuar. El médico le había prohibido hablar. Aunque no seguía el movimiento científico y literario de la época, le interesaba algo el porvenir del mundo; particularmente llamaba su atención la filosofía alemana. Le hablé de Hegel y le hice una exposición de su sistema.

—Sí —reflexionó—, comprendo; grandes ideas, grandes ideas.

Esta curiosidad infantil de un hombre a la muerte, de un infeliz abandonado, me conmovió hasta las lágrimas.

Sorokunof no se hacía ilusiones sobre su estado; sin embargo, nunca se quejaba de sus sufrimientos.

Procuré distraerle. Conversamos de Moscú, de la literatura rusa, de nuestros comunes recuerdos de juventud. Hicimos memoria de amigos difuntos.

—¿Te acuerdas de Dacha? —dijo al fin—. ¡Qué alma tenía! ¡Y cómo me quería! ¿Qué será de esa hermosa flor? Tal vez habrá enfermado la pobre...

Yo le dejaba la ilusión y no le daba noticias de Dacha. Festejada, adulada por comerciantes ricos, sólo soñaba con joyas y coches.

"Acaso, pensé, su enfermedad no es incurable y se le podría sacar de aquí."

Adivinó mi pensamiento.

—Te advierto que no llegaré al invierno. No hay que incomodar a nadie. Además, estoy acostumbrado a esta familia.

—No tienen corazón —le respondí.

—Sin embargo, no es gente mala. Algo brutos tan sólo. Por lo que se refiere a los vecinos..., uno de ellos, el señor Kasakin, tiene un encanto de hija, instruida, ella...

Un acceso de tos le cortó la palabra. —Si pudiese siquiera fumar... Pero ni eso. —Debieras escribir a tu familia.

—No, sería inútil. Cuando haya muerto lo sabrán. Le hice algunos relatos que le interesaron viva mente. Por la noche nos separamos. Ocho días después me llegó una carta del señor Gur, en estos términos: "Debo anunciaros, señor, que vuestro amigo A. Sorokunof ha entregado su alma a Dios el jueves pasado y que esta mañana se le enterró a mi costa en el cementerio de la iglesia. Conforme a sus últimos deseos, os envío sus libros y cuadernos de poesías.

"Le quedaban veintidós rublos y cosas que remitimos a sus herederos. Ha muerto en una especie de insensibilidad, hasta al despedirse de nosotros.

"Mi esposa Cleopatra os saluda; le fatigó mucho los nervios la muerte de vuestro amigo. En cuanto a mí, me gobierno la salud y me reitero vuestro muy humilde servidor.

G. Krupionikof."

Otros hechos análogos me acuden a la memoria, pero los dichos son suficientes.

Sin embargo, uno es bastante curioso y merece añadirse.

Una vieja propietaria murió en mi presencia no hace mucho tiempo. En pie, a la cabecera de su cama, el sacerdote decía las oraciones de los agonizantes. Al cabo de algunos minutos, notando que la enferma ya no se movía, la creyó muerta y acercó a su boca un crucifijo.

—No tan rápido, espere —balbuceó la vieja.

Metió una mano bajo la almohada.

Cuando la amortajaron, se encontró bajo su almohada una moneda de plata. Se había propuesto pagar ella misma al sacerdote que le administrase la extramaunción.

Sí, los rusos tienen una extraña manera de morir.

IV CHERTAPKANOF Y TREDOPUSKIN

En una cálida mañana de estío, volvía de caza acompañado de Jermolai.

Mecido por el movimiento de la "telega" estaba él adormecido y sacudía la cabeza sin poderse despertar.

Los perros roncaban tranquilamente junto a nosotros y escapaban a los tábanos que atormentaban al pobre caballo.

Nos rodeaba una nube de polvo. El cochero tomó un camino boscoso. Las ruedas del carro tropezaban a cada instante con la maleza crecida.

Jermolai acabó por despertarse y dijo: —Pero por aquí ha de haber gallos silvestres.

Con esta noticia bajamos y penetramos en la espesura.

Bien pronto mi perro encontró una banda de gallos silvestres, sobre los que Jermolai y yo descargamos nuestros fusiles.

Nos preparábamos a disparar de nuevo, cuando la enramada: abriéndose junto a mí, dejó pasar a un caballero.

—¿Con qué derecho, señor, caza usted en mis tierras? —preguntó con altanería.

El personaje que hablaba de esta suerte pronunciaba por la nariz y por accesos, precipitadamente. Le observé con atención. Nunca en mi vida se me había cruzado semejante persona. Imagínese un hombrecito rubio, de nariz respingona, torcida y de largos mostachos colorados. Tenía metido hasta las cejas un bonete persa. Llevaba un traje amarillo gastado con adornos de galones de plata en todas sus costuras. Todo denunciaba el largo uso, pues estaba sembrado de zurcidos; un cuerno de caza colgaba de sus hombros. De su cintura salía la punta de un puñal.

El caballo era flaco, hético, y asimismo los dos perros que le acompañaban.

Aspecto, miradas, movimientos y expresión del desconocido mostraban una loca audacia y un indomable orgullo. Los ojos, de un verde azulado, daban vidriosos destellos; miraban al azar, como los de un hombre ebrio.

La cabeza hacia atrás, inflaba los carrillos, se sacudía como un gallo de la India. El conjunto de sus modales recordaba muchísimo al pavo. Repitió su pregunta.

—Ignoraba que estuviese prohibido cazar en este bosque —le respondí.

—Está usted en mis tierras, señor.

—Según sus deseos, voy a retirarme.

—Permita usted, ¿es un noble a quien tengo el honor de hablar?

Me presenté.

—En ese caso —agregó—, continúe usted cazando. Me honra satisfacer el gusto de un gentllhombre. Soy Pantalei Chertapkanof.

Dicho esto, mi interlocutor se inclinó; y afirmándose en los estribos dio a su caballo un recio latigazo. El pobre animal se encabritó, echó espuma y le quebró la pata a uno de los perros, que lanzó lamentables ladridos.

Pantalei, fuera de sí, redobló el castigo al animal. Luego, saltando al suelo, examinó la pata del perro, escupió sobre la herida y le empujó. Se agarró enseguida a las crines de su caballo y puso el pie en el estribo.

El animal alargó el pescuezo y al rato desaparecían en la espesura.

Oí los latigazos que Chertapkanof seguía dando a su pobre caballo, y luego su cuerno de caza, con cuyo sonido vibrante llenaba los bosques.

En ese momento salió del matorral, cerca de mí, otro personaje: caballero bajo y grueso, que montaba un caballo bayo. Me preguntó si no había visto a un caballero que montaba un animal zaino colorado. Y como le respondiese afirmativamente: —¿Hacia dónde enderezó?