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—Por allí.

—Os lo agradezco humildemente, monseñor.

Espoleó su cabalgadura y se alejó en la dirección que le había indicado. Le seguí con los ojos hasta que su casquete puntiagudo no se vio más entre las ramas.

Este segundo personaje parecía exactamente opuesto al primero, por su aspecto: la cara hinchada, redonda como una bola; su expresión era de bondad y timidez; venitas azules le surcaban la nariz espesa; en la parte delantera de la cabeza no tenía un solo cabello; en lo bajo de la nuca, un cerco de pelo feamente rubio. Sus ojos, que no cesaban de guiñar nerviosamente, daban la impresión de haber sido horadados por un taladro, y en sus labios gruesos y colorados flotaba una continua sonrisa. Vestía sobretodo verde con botones de cobre; los pantalones de paño no le llegaban más que a las rodillas y dejaban al descubierto la caña de sus botas y lo rechoncho de sus pantorrillas.

—¿Éste quién es? —pregunté a Jermolai.

—Ivano Ivanovich Tredopuskin, que vive con Chertapkanof.

—Debe de ser un pobre hombre.

—No es rico, y tampoco lo es Chertapkanof. No tienen un céntimo.

—¿Por qué viven juntos?

—Por afecto. El uno va adonde va el otro. Como dice el proverbio: Por donde pasa el caballo con su casco, el cangrejo pasa con sus pinzas.

Salimos del matorral. Cerca de nosotros dos perros ladraron, y entre la maleza corrió una liebre grande.

Tras ella se lanzaron los galgos. Luego llegó Chertapkanof. Procuraba en vano dirigir la jauría. De su ancha boca escapaban sonidos inarticulados e ininteligibles; se enfadaba con su cabalgadura y la hartaba de latigazos. Los lebreles buscaban, la liebre torció camino y cruzó como una flecha delante de Jermolai. Los perros salieron para otro lado.

—¡Guarda: fuego! —gritó Chertapkanof.

Jermolai disparó el arma, la liebre rodó como una bola sobre la gramilla seca; saltó un perro y la atrapó.

Chertapkanof, en un abrir y cerrar de ojos se apeó, y sacando su puñal le hundió hasta el mango en el cuerpo de la presa. Lanzó un grito de victoria y se llenó de orgullo cuando vio llegar a Tredopuskin.

—Debiéramos privarnos de la caza en esta estación del año —dije a Chertapkanof, señalándole un vecino campo de avena.

—Ese campo me pertenece —respondió con sequedad.

Le cortó las patas a la liebre y se la ató a la silla.

Y dijo a Jermolai: —Según las leyes de la caza, te debo el tiro, querido. En cuanto a vos, señor —dijo recalcando cada sílaba—, os quedo agradecido.

Montó de nuevo.

—¿Me permitís preguntaron vuestro nombre? Se lo dije otra vez.

—Me place haberos conocido. Cuando la ocasión se presente, hacedme el placer de visitarme.

Luego, con un ademán de impaciencia: —Pero ¿dónde está Fomka?

—Su caballo ha caído y reventó —dijo Tredopuskin.

—¿Cómo? ¿Reventó Orbacane? ¡Pfon pfi! ¿Dónde está?

—Más allá del bosque.

Chertapkanof salió al galope.

Tredopuskin me saludó dos veces, por su amigo y por él; y, como de ordinario, se alejó al trote a través de la maleza.

Me pregunté por qué dos seres tan diferentes por carácter y maneras podían vivir juntos, y comuniqué mi asombro a Jermolai. Éste me dio noticias que permiten, junto con otras, formarnos una idea completa sobre ambos personajes.

Pantalei Tremeich Chertapkanof tiene en el país reputación de atolondrado, de hombre peligroso y fantástico. Y con todo, es orgulloso como Artaban y un perdonavidas de lo peor. Sirvió en el ejército; motivos desagradables le obligaron a dimitir, y salió con graduación de teniente. Su familia tenía en otro tiempo grandes propiedades y vivía como viven los grandes señores de la estepa. Siempre estaba servida la mesa del castillo, nadie pedía hospitalidad sin obtenerla, y hasta los caballos de los extraños eran cuidados y alimentados a lo grande. La casa de estos ricos castellanos era numerosa: músicos, cantores, y en los días de fiesta toda la turba de los criados se hartaban de aguardiente. Iban durante el invierno a Moscú, en sus espaciosas "kolymagues". A veces, de vuelta de la ciudad, se quedaban sin un céntimo y se veían en caso de vivir con los productos de la granja y de los establos.

Pantalei, es decir, Eremei Lukich, había heredado una tierra ya empobrecida, pero no llevaba una vida menos alegre. No dejó a su hijo, al morir, más que la aldea de Beztonow, cuya población se componía de 3o hombres y 70 mujeres, todos esclavos de la corona. Le correspondía también el octavo de las tierras de Kolobradova. Como no quería saber nada de los mercaderes, con los salteadores, como él decía, el difunto había enseñado a sus siervos un gran número de oficios.

Se arruinó, precisamente, por persistir en esta mala combinación. Al menos satisfizo todas sus excentricidades. Quiso tener un día un carruaje desmesurado. Y lo tuvo, en efecto. Para hacerlo andar hubo necesidad de requisar todos los caballos y todos los hombres de la aldea. Pero al primer ensayo se abrió y se deshizo.

Eremei Lukich hizo levantar en el lugar un monumento y ya no se preocupó más del asunto. Tuvo enseguida la fantasía de edificar una iglesia sin ayuda de un arquitecto. Se encargó él mismo de diseñar los planos y fundamentos.

Para fabricar los ladrillos se quemó una selva íntegra. Luego se pusieron los cimientos. Por su solidez y extensión, aquello podía soportar una catedral. Los muros se elevaron, después la cúpula... Pero luego se derrumbó. "No es nada", pensó Eremei. "Que se empiece de nuevo." De nuevo se construyó la cúpula, de nuevo se derrumbó.

"El número 3 es divino", pensó Lukich. "Ensayemos una tercera vez." Y el mismo accidente se repitió, más terrible y más peligroso. Grandes grietas surcaron los muros de la iglesia y amenazaron su solidez.

—Han puesto algún maleficio en esta construcción —dijo el propietario—. Las brujas de la aldea tienen la culpa.

Y de acuerdo con sus órdenes, fueron azotadas todas las viejas del lugar. Después de reflexionarlo, desistió de edificar el templo. Sólo quedaron sus ruinas, que atestiguaban una fantasía del señor Lukich. Poco después decidió reconstruir todas las casas de la aldea sobre un modelo uniforme. Las juntó de tres en tres, en forma de triángulo. En el medio del triángulo había un poste que remataba en un nido de estornino.

Diariamente tenía nuevas extravagancias. Ya se hacía preparar una sopa de lampazo, ya le daba por hacer cortar las colas de todos los caballos para fabricar casquetes a sus criados. A veces quería reemplazar el lino por ortigas y alimentar los puercos con hongos. Habiendo leído un día, en un periódico de Moscú, un artículo concerniente a la buena moral de las aldeas, decretó que todo el mundo aprendiese este artículo de memoria y lo recitara con frecuencia.