Después de haber caminado mucho sin cazar ni una perdiz, pasamos al corte vecino. Allí los álamos cortados yacían en el suelo sobre ramas y gramillas aplastadas. Algunos tenían todavía algún follaje verde, otros sólo extendían ramas resecas y muertas. Los hachazos resonaban sordamente, con lentitud. Se hubiera dicho que estos grandes seres tenían miedo a, la muerte.
Después de andar mucho sin encontrar caza posible, vi un rascón que levantaba vuelo desde la espesura. Disparé un tiro, el ave dio una vuelta un rato y cayó. En el momento de la detonación. Kaciano se tapó los ojos con las manos, inmóvil, mientras yo buscaba la presa. Luego examinó el sitio donde había caído el rascón y dijo: — ¡Qué pecado! ¡Es un verdadero pecado!
Nos obligó el excesivo calor a buscar sombra. Me instalé bajo un ramaje de castaño, junto al cual un joven plátano extendía sus ramitas ligeras. Kaciano se sentó en el tronco caído de un abedul. Me puse a observarle. Las cimas de los árboles proyectaban sombras verdosas sobre su cara y su cuerpecillo mísero. Fastidiado de su silencio, me tendí de espaldas y me divertí en contemplar el juego de las hojas al entrecruzarse y combinarse con movimiento suave sobre el fondo inmóvil del cielo azul.
Es un espectáculo encantador. Se puede imaginar que tenemos delante el océano, con plantas fantásticas, de hojas que cambian su verde diáfano por otro verde opaco. Islas flotantes son las nubes que pasan. De pronto, el éter radiante se agita y murmura, y hace un ruido semejante al de las olas que van a morir en la playa.
Este espectáculo llena el alma, todo ese azul hace reír de contento. En las brillantes nubes que pasan y huyen pueden imaginarse los años de felicidad, y parece que el pensamiento os llevase más y más hacia regiones donde uno quisiera quedarse.
—¡Barin, barin! —gritó súbitamente Kaciano. Me levanté sorprendido. Ahora me dirigía la palabra, este hombre que hasta entonces apenas si había respondido a mis preguntas. Y mirándome a los ojos, dijo: —¿Por qué ha matado este pájaro?
—El rascón —le respondí— es un ave de caza: se come.
—Tú no le mataste para comer, lo mataste para divertirte.
—También tú comes patos y gallinas.
—Son aves que Dios ha hecho para el hombre, y, en cambio, el rascón es un pájaro libre, un pájaro de los bosques. Hay muchos pájaros como éste y no debemos hacerles daño. Dios puso para el hombre otros alimentos, el trigo nutritivo, los animales domésticos, como tenemos también el agua del cielo.
Examiné con curiosidad a este hombre original que me predicaba así. Las palabras le salían fácilmente y tenía un aire de gran convicción.
—¿De suerte que sería asimismo un pecado matar un pez?
—Un pez tiene la sangre fría —replicó—. Es una bestia muda que nada siente, ni ve nada.
Guardó silencio un rato y luego prosiguió: —La sangre es un elemento sagrado. Por eso se esconde y no ve la luz. El santo sol de Dios nunca la baña con su luz. Es un gran pecado ponerla a la claridad del día. ¡Es algo atroz!
Suspiró y se quedó callado. Confieso que me intrigaba. Difería su lenguaje del que yo estaba acostumbrado a oír a los campesinos rusos, y hasta sobrepasaba en elegancia el de aquellos que en nuestro trato urbano consideran que hablan bien.
—Dime, Kaciano —le interrogué con actitud suplicante—, ¿en qué te ocupas?
Se turbó algo: —Vivo como Dios ordena; pero, en lo de tener un oficio, no tengo ninguno. Bien quisiera trabajar, pero no puedo. Mis manos son torpes. Durante la primavera atrapo ruiseñores en sus nidos.
—¡Cómo! ¿Cazas ruiseñores? ¿No acabas de decirme que no se debe pecar contra ningún huésped de los bosques, de los prados o de las montañas?
—No se los ha de matar, es cierto; demasiado a prisa viene la muerte a reclamar lo que se le debe, y por eso vivió poco tiempo el carpintero Martín, y su mujer llora... Contra la muerte, los hombres ni los animales nada pueden. Yo no mato los ruiseñores; solamente los apreso para el placer del hombre, para que se deleite con sus cantos, para que los ame.
—Sin duda los buscas en los alrededores de Kusk.
—Sí, aunque a veces más lejos. Paso la noche en los pantanos, duermo solo en el boscaje, junto a las espesuras del follaje. Allí escucho el canto de los pájaros, el ganguear de los patos salvajes. Observo, y al alba pongo mis trampas. Hay ruiseñores que cantan con tal dulzura, tan finamente, que me duele cazarlos.
—¿Y vendes tus cautivos?
—Los doy, barin, a gente buena.
—Además de eso, ¿qué haces?
—Y... nada, por desgracia. Soy mal obrero, y, sin embargo, sé leer y escribir.
—¿De veras?
—Sí, personas de buena voluntad, socorridas por Dios, me han enseñado lo poco que sé.
—¿Tienes familia?
—No, soy solo.
—¿Cómo es posible?
—Me faltó suerte en la vida; pero como mis desdichas agradan a Dios, no debo quejarme.
—¿No tienes ningún pariente?
—Sí..., sí y no.
—Dime, te lo ruego, ¿por qué el cochero te echó en cara que no hubieses curado a Martín? ¿Te asiste el poder de aliviar a los enfermos?
—Tu cochero es un hombre justo, pero no impecable. ¿Quién, fuera de Dios, tiene poder para sanar enfermos? Hay, es verdad, hierbas salutíferas que amenguan el mal; por ejemplo, la pimienta de agua y el llantén. De ellas se puede hablar, porque son plantas del buen Dios; otras hay, útiles también, pero no se puede decir el nombre que llevan, porque sería pecar. Además, hay palabras que se necesitan decir, y entonces...
Se contuvo, y luego añadió en voz baja: —Lo necesario, sobre todo, es la esperanza.
—¿Nada le suministraste a Martín?
—No, me previnieron demasiado tarde. De todos modos, lo que está escrito debe suceder, los marcados por la muerte deben perecer: ya el sol no les manda su calor, hasta el pan deja de servirles. ¡Que Dios tenga piedad del pobre hombre!
—¿Hace tiempo que os han traído aquí?
—Unos cuatro años —repuso Kaciano con cierta agitación—. En tiempo de nuestro difunto señor, vivíamos sin previsión ninguna. Pero la tutoría nos trajo aquí. No incurrió en falta, estaba escrito.
—¿Dónde estabais antes?
—Vivíamos en la hermosa Mecha.
—¿Lejos de aquí?