Los asesinos, ¿serían aquella gente del carro? Y el comerciante asesinado, ¿no sería el muchacho de quien tan chistosamente referían que no pudo tenerse en pie?
Permanecí algunos días más en la aldea de Filofei. Invariablemente, al verle, le decía: —Hay un ruido, hay un ruido. Y él me respondía riendo: —Es un hombre alegre, muy alegre.
VIII LA CITA
Un día, en otoño, una lluvia fina, como polvo, caía desde por la mañana. A intervalos, débiles rayos de sol atravesaban las nubes, que se deshacían o saltaban las unas sobre las otras, descubriendo entonces: la bóveda azul, tranquila y límpida, formando como un hermoso lago de azur.
Sentado en un cómodo lecho de musgo espeso escuchaba la voz de la selva.
Sobre mi cabeza el follaje estaba casi inmóvil. Y yo percibía, en el roce apenas perceptible de las hojas, el rumor característico de la estación. No era el temblor alegre que producen, en la primavera, las hojitas nuevas; no era tampoco la blanda languidez opulenta del verano, ni los tristes adioses al comenzar el invierno, sino algo como un murmullo en un sueño.
Un viento ligero, a rachas, inclinaba unas contra otras las altas cimas de los árboles. Cuando brillaba el Sol, el interior del bosque, ligeramente velado por los vapores de la humedad, se iluminaba y parecía sonreír. Los troncos esbeltos de los abedules tenían reflejos tornasolados de raso, y las hojas, en el suelo, producían la ilusión de una lluvia de oro.
Algunos helechos, ya cobrizos, tocados por el halo del otoño, se alargaban gráciles, mientras otros pendían, bajo brillantes gotas de lluvia, hacia el musgo y le acariciaban con la punta de sus finos penachos.
En los momentos de ocultarse el sol, caía el bosque entero en una claridad medio azulada, uniforme, y era como si la vida quisiera apagarse. Solamente los abedules, sobre el fondo verde, se destacaban nítidos como columnas de nieve lisa.
La lluvia entonces recomenzaba, primero por gotas escasas, luego de un modo incesante, dulce, y se oía su murmullo regular y monótono.
Había en algunos abedules muchas hojas verdes todavía, en medio de otras ya pálidas.
Los pájaros callaban. Sólo el diminuto paro dejaba oír su grito burlón y alegre, que resonaba vibrando en el gran silencio.
Al venir había atravesado un bosque de álamos. No me gustan estos árboles, con sus troncos claros y el follaje que constantemente se agita, y con sus hojitas que se balancean en las ramas, demasiado largas. Pero confieso que al atardecer, en el estío, cuando el álamo emerge de la espesura y chispea a los rayos del poniente, como si cada hoja fuese una pepita de oro, e inunda su tronco la luz púrpura, es un árbol verdaderamente hermoso.
También es precioso el álamo cuando en los días claros un fuerte viento agita sus hojas en todas direcciones y parecen querer salir volando por los campos.
No me detuve, pues, en el bosque de álamos y preferí descansar bajo un abedul, cuyas ramas bajas me resguardasen de la lluvia.
Después de haber admirado durante un largo rato la naturaleza, silbé a mi perro, y como un verdadero cazador no tardé en dormirme. No sé cuánto tiempo dormí. Al despertarme, estaba el bosque lleno de sol y se veía, entre las ramas apartadas por el viento, el cielo azul. Ni una nube. El buen tiempo. Y yo respiraba esa sana frescura del aire que infunde bienestar y anuncia una hermosa noche.
Me levanté para cazar, cuando vi a una campesinita que aguardaba, quieta, cerca de mí. Estaba sentada, la cabeza gacha y con expresión de inquietud. De su mano distraída se deslizaba un grueso ramo de flores silvestres; lentamente las flores caían sobre su falda a cuadros, cada vez que suspiraba. Doble collar de perlas coloreadas recaía sobre una camisa blanca ceñida bajo la garganta y en las muñecas, formaba finos pliegues alrededor de su cintura. Sus cabellos, de un hermoso rubio ceniza, atados con una cinta roja, circundaban su linda cara, de frente muy blanca. Las largas pestañas de sus ojos entrecerrados ponían una sombra sobre sus mejillas, donde se había quedado una lágrima. El arco de sus cejas era fino. Algo gruesa me pareció la nariz, aunque no por eso perdiese armonía el semblante, que revelaba la tristeza ingenua de la niña que aún no sabe sufrir.
Comprendí que esperaba a alguien. Una hoja que cayera, el más ligero ruido en el bosque, la hacían estremecerse y levantar los ojos, claros y tímidos de gacela.
Atendía hacia el lugar de donde venía el rumor, suspiraba y luego su cabeza recaía como agobiada. Distraídamente jugaba con las flores esparcidas en su falda. En ciertos momentos vi sus párpados hinchados y temblarle los labios. Algunas lágrimas rodaron como perlas sobre las flores. Pasó media hora y seguía esperando, atenta siempre a los ruidos. Hubo un ligero crujido de ramas que la sobresaltó. Distintamente se advirtió un ruido cada vez más cercano. Alguien venía con rapidez. Se incorporó, ansiosa, algo confusa, temiendo alguna decepción. Pero bien pronto brilló en su mirada el júbilo. Vi entonces, entre las ramas, a un joven que se adelantaba a grandes pasos.
La niña se sonrojó, sus labios sonrieron, después se puso pálida. Tanta era su turbación, que no pudo levantarse y esperó a que el hombre se detuviese junto a ella. Lo miró de una manera amorosa y tierna, casi suplicante.
Desde mi buen escondite miré al hombre, que no me gustó. Por su traje de uniforme era algún camarero de rico señor. Vestía un gabán color bronce, cerrado hasta el mentón, llevaba una corbata ostentosa y estaba tocado con un casquete de terciopelo guarnecido de oro y encajado hasta las cejas. El cuello de su camisa se recortaba sobre sus mejillas alcanzaba a la altura de sus orejas. Sus mangas, demasiado largas, dejaban pasar las puntas de sus dedos, cortos y colorados, adornados de anillos vulgares. Tenía ese aire impertinente y contento que impone a las mujeres y fastidia a los hombres. Procuraba tomar una expresión desdeñosa y aburrida, y guiñaba sin cesar los ojos, ojos tan pequeños que era preciso buscárselos en la cara. Hacía mohínes, fingía bostezar, se pasaba los dedos entre los cabellos rojizos, feos pero bien peinados, e intentaba en vano retorcer algunos pelos que le crecían sobre el labio superior.
Así se comportó en cuanto vio a la jovencita. Pero desde ese momento caminó con lentitud hacia ella. Y al llegar a su lado se detuvo, se alzó de hombros, metió las manos en los bolsillos y, después de mirar a la pobre niña como por caridad, se sentó al lado suyo con aire de resignación.
Luego, cruzando sus largas piernas y mirando a uno y otro lado, preguntó: —¿Hace mucho tiempo que me esperas?
—Sí, Víctor Alejandrovich.
Se quitó el casquete, jugó de nuevo con sus cabellos, volvió a cubrirse y, mirando a derecha e izquierda, como persona importante, continuó: —Se me había olvidado. Además llovía. (Aquí bostezó.) ¡También, tenemos tanto que hacer! No sé cómo dar abasto. El amo se fastidia. Y a propósito: nos vamos mañana.