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—¿Tan pronto? —preguntó la pobre niña. Y miró al joven con desolación.

—Sí —repuso con indiferencia. Y notando el dolor de ella—: Sabes que detesto ver llorar. Te lo ruego, Akulina, cálmate. De lo contrario, me voy en el acto.

—No lloraré más —dijo ella enjugándose la cara mojada por el llanto. Y, esforzándose, prosiguió—: Así, pues, mañana partes. ¿Y cuándo volveremos a vernos? ¡Dios sabe cuándo!

—No te preocupes. Volveremos a vernos un día. Si no es el año que viene será más adelante. El joven señor quiere ocupar cargos en San Petersburgo. Tal vez viajemos.

—Usted me olvidará pronto, Víctor Alejandrovich.

—No, ¿por qué habría de olvidarte? Pero debes ser razonable; escucha a tu padre, y no te hagas la tonta. No te olvidaré, no.

Y estirándose, bostezó.

—Acuérdese usted de mí. Víctor Alejandrovich —repitió con súplica—. Acuérdese usted de que lo amé siempre, que me he dado enteramente a usted y que le quiero sin otra idea que el amor. ¿Escuchar a mi padre? ¿Cómo quiere usted que obedezca?

—Sin embargo, no es tan difícil —replicó Víctor, con voz que parecía salirle del vientre, porque estaba tumbado de espaldas y tenía la cabeza apoyada sobre las manos cruzadas.

—Usted sabe que sí, Víctor Alejandrovich.

Al decir esto. Akulina sollozó. Después de un silencio él prosiguió: —Tú eres, caramba, una muchacha inteligente. No te comprendo. Dices cosas que no tienen sentido. Te aconsejo para bien tuyo, y me respondes como una campesina. Lo que ocurre es que careces de instrucción. Por eso debes oírme a mí, que soy instruido, cuando te aconsejo.

—Eso me espanta, Víctor Alejandrovich.

—¡Qué locura! No hay motivo de espanto, querida. Pero ¿qué tienes en la falda? ¿Flores?

Ella le tendió un manojo de sus flores: —Son para usted.

Alejandrovich tomó las flores, las olió, las apretó entre sus gruesos dedos levantando los ojos al cielo con expresión de dignidad.

Akulina, en ese momento, le miró con ojos llenos de conmovedora ternura y devoción.

No se animaba a llorar por miedo de disgustar a este hombre en la ocasión de admirarlo por última vez. Mientras tanto él; echado con la tranquilidad de un dios, se dejaba querer con paciente condescendencia. Observé en su fisonomía la satisfacción del amor propio. Me pareció hasta el último extremo despreciable. Hablaba Akulina desde el fondo de su corazón.

A él se le cayeron las flores. Buscó en el bolsillo de su gabán un monóculo y probó, sin conseguirlo, y haciendo visajes, acomodarle a su ojo derecho.

—¿Qué es eso? —preguntó Akulina sorprendida.

—Un monóculo.

—¿Para qué sirve?

—Para ver mejor.

—Préstemelo usted, a ver si veo.

Al joven le pareció contrariar este deseo. Pero le dio el monóculo: —Cuidado con romperlo.

—No soy tan torpe.

Probó a mirar, e ingenuamente: —No veo nada.

—Pues cierra el ojo.

Ella cerró el ojo con el cual quería mirar. Alejandrovich, bruscamente, antes de que pudiese ensayar de nuevo, le quitó el monóculo —¡Ese ojo no, el otro! ¡Tonta!

Akulina se sonrojó, una sonrisa vagó en sus labios. Y volviendo algo la cabeza: —Estas cosas no son para nosotros.

—De veras.

Y limpiando el monóculo volvió a guardarle.

Ella suspiró: —¡Qué tristeza cuando usted ya no esté aquí!

—Sí, al principio.

Y con aire protector le dio algunas palmaditas en la espalda. Ella le tomó la mano y se la besó. Víctor continuó: —Al principio, es verdad, sufrirás mucho, porque eres una buena chica, pero ¿qué puedo hacer? Considera mi señor y yo no podemos quedarnos siempre aquí. Viene el invierno y tú sabes cómo se pone entonces triste la campaña. Otra cosa es en San Petersburgo. No puedes imaginarte, ni en sueños, las maravillas que allí nos aguardan. Una sociedad escogida, la instrucción, el mundo, las calles, los palacios suntuosos.

La joven escuchaba anhelante, entreabierta la boca, como le ocurre a un niño a quien leen un cuento de hadas.

—Pero ¿a qué hablarte de todo esto, puesto que no puedes comprenderme?

—¡Oh, sí!, le comprendo a usted, Víctor Alejandrovich.

—¡Ja, ja, miren eso!

Akulina se puso seria. Y bajando la vista: —Antes usted era más cariñoso y no me hablaba con tanta dureza.

Repitió él aquella palabra "antes", con un gesto de mal humor. Ambos callaron, hasta que él, apoyándose en el codo, declaró: —Ahora debo irme.

—¡Todavía no! —le rogó Akulina—. Quédese un rato más.

—¿Para qué?

—¡Un momento más!

Volvió él a tenderse en el suelo y se puso a silbar. Akulina no dejaba de contemplarle; su seno se agitaba, le temblaron los labios, sus mejillas se colorearon y palidecieron enseguida. De pronto le salió un grito: — Víctor Alejandrovich! ¡Usted hace mal! Ante Dios lo digo, ¡usted hace mal!

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó él.

—¡Ah, sí! ¡Está mal! Usted no me dice ni siquiera una palabra amistosa antes de abandonarme durante mucho tiempo, de abandonarme a mi triste suerte. ¡A mi, pobrecita!

—¿Y qué debo decirte?

—Lo sabe usted mejor que yo, pero usted no quiere decirlo. Yo no merezco que me traten así.

—Eres una muchacha rara.

—Ni siquiera una palabra...

—¡En fin, estás divagando!

Se levantó impaciente. Ella lo retuvo, tomándole por las manos y a punto de llorar.

—No estoy enojado. Pero te repito que nada puedo hacer. No pretenderás que me case contigo. ¿Qué quieres, pues?

Y se inclinó hacia ella para escuchar su respuesta.

—No pido nada. Pero usted hubiera podido despedirse de otro modo y decirme alguna palabra afable...

No pudo continuar, balbuceaba; tendió sus manos temblando, y vencida por la emoción rompió en sollozos. Muy tranquilo, el hermoso Víctor murmuró —¡Bueno, ya empezamos! Akulina seguía llorando.

—No, nada quiero. Pero ¿qué vendré a ser en casa de mis padres? Me despreciarán y me obligarán a casarme con un hombre a quien yo no querré.