—A los peces no les gusta el agua de los pantanos —dijo Jermolai con acento de hombre entendido. Yo le dije: —Busca sebo y estopa. Sin esta precaución tendríamos que zambullirnos luego a luego.
—La misericordia divina es grande —respondió Vladimiro, de cuyo coraje no estaba seguro—. Pero el estanque no ha de ser muy hondo.
—No —repuso Sutchok—, pero hay en el agua una vegetación tupida y un lodo espeso, y también agujeros.
—En tal caso no podremos remar —sugirió Vladimiro.
—No se rema con un bote chato; se le va empujando. Yo iré con vosotros, tengo una percha y, además, puede llevarse una pala.
—Pero con una pala no se tocará el fondo en algunos sitios —observó Vladimiro.
—La verdad que no sería cómodo —consintió Sutchok.
Me senté a esperar sobre una tumba. También se sentó Vladimiro, pero con muestras de respeto, a poca distancia de mí. Sutchok permaneció en pie, la cabeza inclinada hacia adelante y las manos a la espalda, como acostumbran los sirvientes rusos. Le pregunté —¿Desde cuándo eres pescador?
—Desde hace siete años —repuso con satisfacción.
—¿De qué te ocupabas anteriormente?
—Era cochero.
—¿Preferiste dejar ese empleo?
—Fue la señora quien me hizo cambiar.
—¿Quién es la señora?
—Se llama Elena Timoferivna. Nos compró hace poco; es una dama gruesa, ya no joven.
—¿Y cómo te hiciste pescador?
—Mi señora vive ordinariamente en Tambof; llegó un día aquí y ordenó que se reunieran todos los "dvorovi" en el patio. Nos pasó revista. Uno le besó la mano y, como eso pareció gustarle, todos hicieron lo mismo. A cada uno le preguntó su nombre y el trabajo que tenía en la propiedad. Cuando me llegó el turno me preguntó: "-Y tú, ¿qué hacías?" "Soy cochero." "¡Oh, qué cochero tan feo! —exclamó riendo—. Tienes mala traza para cochero. Serás pescador y me suministrarás el pescado cuando esté aquí. Cuida bien el estanque." Y se alejó. ¿Cómo queréis que haga lo que me pidió, si no hay peces?
—¿Dónde estabas antes?
—Con el propietario Serguei Sergueich Peckteref. Le habíamos tocado en herencia. Pero sólo nos conservó diez años. Allí era cochero en el campo.
—¿Eras cochero desde niño?
—No, lo fui con Serguei Sergueich. Anteriormente era cocinero, pero no en la ciudad; en la campaña siempre.
—¿Cuándo te hiciste cocinero?
—Cuando estuve en casa del tío de Serguei Sergueich, Atanasio Nefedich, que había comprado Lyove y se lo había dejado en herencia.
—¡Ah!, ¿de suerte que Atanasio Nefedich os compró?
—A Tatiana Vassilevna.
—¿Cuál es tu verdadero nombre?
—Kusma.
—¿Has sido cocinero mucho tiempo?
—No, también he sido actor.
—¡Imposible!
—De verdad, sí. Nuestra ama había organizado un teatro. Se me hacía vestir hermosos trajes, caminaba o me sentaba y repetía lo que me enseñaban a decir. En cierta ocasión hice de ciego; me habían metido no sé qué bajo los párpados, para que los tuviese cerrados. Me volvieron a apandar a la cocina, después, porque mi hermano se había escapado. Cuando estaba con el padre de Tatiana Vassilevna, también fui picador.
—¡Vaya! ¿Llevabas los perros en la cacería? —Sí. Ahora bien: un día me caí del caballo, el animal quedó herido y como castigo a mi torpeza me colocaron en casa de un zapatero.
—¿De aprendiz? Tú ya no serías un niño.
—Tenía veinte años, creo.
—¿Cuándo aprendiste a cocinar?
—Eso no se aprende; por eso todas las mujeres saben cocinar.
Al decir esto levantó hacia mí su cara chica, amarilla y arrugada.
—¡Pobre Kusma! ¡Cuántas cosas has visto en tu vida!
—No puedo quejarme. Andrés Pupir, viejo como yo, tiene que fabricar papel.
—¿Eres casado?
—No, nunca fui casado. Tatiana Vassilevna no quería casamientos. Cuando se le pedía permiso para contraer matrimonio, respondía: "Dios me guarde; soltera me he quedado yo. ¿Qué les impide hacer lo que yo?"
—Me imagino que tienes algún salario.
—No, señor; se me da una ración. Pero yo no me quejo.
Volvió Jermolai en ese momento, y declaró con brusquedad: —El bote está listo. —Y dirigiéndose al viejo: "Y tú, trae una percha."
Durante el anterior diálogo, Vladimiro no había dejado de mirar a Sutchok con expresión de lástima.
—¡Qué idiota! —me dijo luego—. Todo lo que nos dice es falso. ¿Cómo queréis que haya sido "dvorovi" semejante palurdo? ¡Qué jactancia! No es digno de la bondad que le habéis demostrado.
Dejamos los perros al cochero, que los encerró en una "isba” y nos embarcamos. Íbamos algo apretados, pero cuando se va de caza no se exigen comodidades. Sutchok, atrás, hacía andar el bote, yo estaba sentado en una tabla, hacia el medio, al lado de Vladimiro, y Jermolai iba en la proa.
Apenas nos habíamos alejado de la orilla, ya teníamos agua hasta los tobillos. Con poca fortuna hizo Jermolai el carenaje. Pero como el tiempo era bueno y el estanque estaba tranquilo, no nos inquietamos por ello. Según dijera Sutchok, el fondo del estanque estaba lleno de variada vegetación y la pértiga salía a la superficie con toda clase de plantas. Las raíces de los nenúfares y de los lirios de agua estorbaban el avance del bote; formaban como una malla alrededor de nosotros. Finalmente llegamos a los islotes y comenzó la caza.
Pánico general entre los patos. Nuestra brusca aparición los hizo volar ruidosamente. Cada tiro dejaba una víctima. El ave herida paraba su vuelo, daba en los aires una voltereta y caía en el agua. Perdimos muchas piezas, porque los patos apenas heridos se sumergían y escapaban, y otros iban a morir en medio de los juncos tupidos, donde el ojo ejercitado de mi cazador no conseguía señalarlos.
De todos modos nuestra caza fue abundante y al cabo de algunas horas el bote se iba hundiendo bajo el peso del botín. Jermolai observó con alegría que Vladimiro era un mal tirador. Cada vez que fallaba su disparo, hacía un gesto de sorpresa, miraba su escopeta, soplaba en el caño y siempre hallaba motivo que pudiese explicar lo que no era sino torpeza.
Jermolai fue hábil, como de costumbre, y yo me porté bastante bien. Sutchok nos miraba con la impasibilidad de un servidor habituado a los amos. A veces gritaba, viendo caer un ave: "¡Otro patito más!" Y muy contento se rascaba los omóplatos con ese modo peculiar de los campesinos rusos.