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Se hizo tarde y fue necesario volver a la orilla y poner fin a nuestras hazañas. Pero esta partida de placer terminó con una mala ventura.

Desde que advertimos que el bote hacía agua, Vladimiro la echaba afuera con una escudilla. Eso anduvo bien durante cierto tiempo. Pero al caer la tarde, los patos, como si hubieran querido desazonarnos, volaban por encima de nuestro bote en tal número, que olvidamos nuestra situación. Nos costó caro. Al querer atrapar un pato herido, Jermolai se inclinó de tal modo que su peso hizo zozobrar la embarcación, que se fue a fondo. En dos segundos nos vimos sumergidos en el agua hasta el pescuezo, circundados por los patos que con tanto trabajo habíamos cazado.

No puedo dejar de reírme cuando recuerdo las caras deplorablemente cómicas que tenían mis compañeros de infortunio. Sin duda, también mi facha era lamentable. Sin embargo, cuando ocurrió el accidente, no estaba para bromas. Cada uno había dado un grito de espanto y alzado la escopeta, instintivamente, por encima de su cabeza. Sutchok, habituado a imitar a todo el mundo, también alzaba su pértiga.

Jermolai fue el primero en romper el silencio.

—¡Maldición! —gritó escupiendo al agua, como hacen los rusos de clase inferior como expresión de despecho y desprecio. Y mirando a Sutchok, añadió: "¡Tú, viejo diablo, tienes la culpa!"

Luego, furioso, encarándose con Vladimiro: —Y tú, animal, ¿qué dices ahora? Debías haber sacado toda el agua, tú, tú, tú...

Vladimiro había perdido su elocuencia. Temblaba, daba diente con diente, parecía loco. No sólo había olvidado su facundia, sino también su dignidad. Yo tocaba con los pies el bote.

En el momento de nuestra zambullida el agua me pareció muy fría, pero a la larga dejé de notarlo. Cuando me repuse algo, miré a mi alrededor; cerca de nosotros la masa de juncos ligeros, y más allá, lejos, la aldea.

—¿Qué haremos ahora? —pregunté a Jermolai.

—Vamos a verlo. No es cosa de pasar aquí la noche.

Y dirigiéndose con dureza a Vladimiro: —Tú, toma mi escopeta.

Vladimiro, sin decir una palabra, obedeció humildemente. Jermolai continuó: —Voy a buscar un vado, si lo hay.

Y convencido de que sí lo había, y tanteando con la pértiga de Sutchok, caminó resueltamente en dirección a la orilla. Yo le grité: —¿Sabes nadar?

—Ni por asomo —repuso, mientras desaparecía entre los juntos.

—Se ahogará —dijo fríamente Sutchok.

Éste se había repuesto completamente del susto. Y ahora, al ver que no estábamos enojados contra él, había recobrado su impasibilidad. Y sólo de cuando en cuando soltaba alguna exclamación.

Vladimiro, entonces, me dijo que a su juicio mi cazador se exponía inútilmente.

Jermolai, al cabo de algunos minutos, ya no respondía a los gritos que le dábamos de vez en cuando. O habíamos dejado de oírle.

Sonó el toque de oración en la aldea. Después el silencio a nuestro alrededor se hizo absoluto. Evitábamos mirarnos.

A cada instante volaban patos salvajes por encima de nosotros. Buscaban un sitio donde posarse. Pero al vernos, remontaban otra vez el vuelo, lanzando roncos gritos. Nos entumecíamos. Una hora transcurrió después de la partida de Jermolai. A Sutchok se le cerraban los ojos, cómo si tuviese sueño. Yo había perdido las esperanzas, cuando reapareció Jermolai.

—¿Has encontrado algo? —le pregunté. —Vuelvo de la orilla. Encontré un vado. Venid. Antes de hacernos pasar, Jermolai sacó de su bolsillo una cuerda, con la que ató los patos que flotaban a nuestro alrededor. Luego sujetó la cuerda con los dientes y tomó la delantera. Vladimiro le seguía. Yo en segundo lugar, Sutchok el último. La distancia que nos separaba de la orilla era más o menos un cuarto de "versta". Jermolai avanzaba resueltamente sin vacilación; se sabía de memoria los menores accidentes de este nuevo camino y de tiempo en tiempo gritaba: —¡Por la izquierda! —o bien—: ¡Cuidado que hay un agujero! ¡Más a la derecha!

A veces el agua nos llegaba a la boca. Sutchok, el más bajo de nosotros, se hundía, con peligro de ahogarse; se debatía, tragaba agua. Jermolai le gritaba severamente.

—¡Ánimo, ánimo, adelante!

Y esforzándose, y estirándose, el pobre viejo iba ganando terreno. Debo advertir que en ningún momento la turbación le hizo olvidar las conveniencias hasta el punto de prenderse a mi chaqueta. Llegamos sanos y salvos a la orilla, empapados hasta los huesos, como puede imaginarse, cubiertos de greda, barro, hierbas; estábamos irreconocibles.

Dos horas después, en una granja, más o menos lavados, nos disponíamos a la cena, con gran apetito. El cochero, hombre de mucho reposo, obsequiaba con rapé al viejo Sutchok, que le tomaba con frenesí.

Vladimiro estaba melancólico, inclinada la cabeza. Jermolai limpiaba las escopetas. Husmeaban los perros una sopa de avena que, se cocía para ellos, y movían alegremente el rabo. En el establo, los caballos piafaban y relinchaban sintiéndonos.

X EL BOSQUE Y LA ESTEPA

Tal vez haya fatigado al lector con mis relatos de cacería. Que se tranquilice ahora; he señalado el término de estas páginas. Solamente le pido autorización para añadir algunas observaciones cinegéticas.

La caza con escopeta está llena de atractivos por sí misma, "für sich", como solía decirse cuando estaba de moda la filosofía de Hegel. Si el cielo no os ha hecho cazador, no por eso dejaréis de ser amigo de la naturaleza. Por lo tanto, algo que podéis envidiar a los discípulos de San Huberto. ¿0 acaso no llegáis a comprenderme?

¿Conocéis los goces que se experimenta cuando se parte para una cacería al romper el alba de un hermoso día primaveral?

Estáis en la escalinata; el color del cielo es todavía un gris sombrío, brillan aún algunas estrellas, corre un viento suave, como una ligera onda; perduran los murmullos discretos y confusos de la noche, están los árboles envueltos en una especie de velo. En el carro se coloca la alfombrita, el tarro de té, el samovar.

Los caballos se estremecen, piafando; una pareja de gansos, apenas despiertos, atraviesan silenciosamente el camino. Detrás de una cerca, el guardián ronca tranquilamente. En la atmósfera fresca no hay un solo sonido que no se incruste nítidamente y quede como grabado.

Os instaláis en el vehículo, los caballos arrancan a un tiempo, se pasa frente a la iglesia, se baja la pendiente, luego se dobla a la derecha, junto al dique: el estanque está cubierto de neblinas blancuzcas; sentís frío, os alzáis el cuello de vuestro abrigo. Los caballos atraviesan con gran ruido los charcos de agua, mientras el cochero silba en el pescante.