—No —repliqué—, hemos de quedarnos, y por poco dinero nos darán algunos manojos de paja.
Aprobó Jermolai y volvimos a golpear la puerta.
—¿Qué queréis, pues? —gritó el muchacho con irritación—. ¡Ya se os ha dicho que no!
Le explicamos nuestro deseo. Fue a consultar con su amo y al rato se abrió la casa y salió el molinero.
Era hombre de estatura alta, cara espesa y gorda, vientre ancho y rollizo. Accedió a mi petición.
Cerca del molino había un cobertizo abierto a los cuatro vientos. Se nos trajo paja y heno, el muchacho colocó el samovar sobre la hierba de la orilla y en cuclillas sopló en el improvisado fogón; prendió el fuego en los carbones y las llamas iluminaron su rostro y figura juveniles.
El molinero me propuso al fin que durmiéramos bajo su techo. Rehusé, porque preferí quedarme al aire libre. Fue a despertar a su mujer y a los pocos minutos vino con leche, huevos, pan, y, además, té.
Vapores espesos se levantaban del río. Oíase, distante, el grito rápido de la polla de agua, y hacia las ruedas del molino un ruidillo alternado, isócrono, producido por el goteo de la esclusa. Hicimos fuego de vivac, y mientras Jermolai cocía algunas patatas, yo me dormí. Me despertó bien pronto el rumor de una conversación cerca de mí. Levanté la cabeza: junto al fuego la molinera charlaba con mi cazador.
Pude advertir, por los giros de su lenguaje y por la pronunciación, que no pertenecía ni a la clase de loe campesinos ni a la de los burgueses. Era, indudablemente, una "dvorovi". La observé con atención. Parecía de unos treinta años. Su semblante pálido y enflaquecido conservaba aún los vestigios de una gran belleza. Me gustaban sobre todo sus ojos de mirada triste y llena de melancolía. Sentado junto a ella, Jermolai se ocupaba en echar virutas a las brasas.
—Hay todavía peste en Jelsoukhino —dijo la molinera—. Las dos vacas del padre Iván se han muerto. ¡Que Dios nos ampare!
—Y a propósito, ¿cómo andan vuestros puercos? —preguntó Jermolai.
—Bien.
—Deberías regalarme por lo menos un lechón. Nada respondió la molinera. Luego de un minuto la molinera le preguntó: —¿Con quién has venido aquí?
—Con el señor de Kostamarova.
Echó Jermolai al fuego algunas ramas secas y con el chisporroteo un humo espeso le dio en la cara.
—¿Por qué tu marido no quiso dejarnos entrar en su casa?
—Tiene miedo.
—Vean eso, maldito panzón..., tiene miedo... Querida Arina, anda y tráeme algunas gotas de aguardiente.
Se levantó la molinera y desapareció en la sombra. Jermolai canturreó: De tanto ir a cazar gasté la bota y la suela.
Arina Tirmofeiovna volvió con una jarra y un vaso.
Se persignó el cazador y bebió de un trago.
—Esto me gusta —dijo con placer.
La molinera fue a sentarse en el mismo sitio de antes.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Jermolai—. Tienes mal aspecto.
—La tos me rompe; hace noches que no puedo cerrar los ojos.
—Bueno, no se te ocurra consultar a los médicos.
Si no te encuentras bien es mejor que vengas a verme.
—Cuidado, Jermolai; despertad a vuestro amo, las patatas están cocidas.
—Que duerma en paz —dijo él con tono burlón-; está muerto de cansancio, que duerma.
Me incorporé sobre el heno, con la mayor tranquilidad. Jermolai se aproximó y me dijo suavemente: —Amo, las patatas están cocidas, ¿queréis levantaros y comer?
Salí del cobertizo.
Quiso Arina alejarse, pero la interpelé con viveza: —¿Hace mucho tiempo que tenéis alquilado este molino?
—El día de la Trinidad serán dos años.
—¿De dónde es tu marido? No me respondió.
—Tu marido, ¿de dónde es?
—De Beleva: burgués de esa ciudad.
—¿Y tú?
—Yo pertenecía a un señor.
—¿A quién?
—Al señor Zverkof. Ahora soy libre.
—Ese Zverkof, ¿no es Alejandro Silich?
—Justamente, yo era "dvorovi" de su mujer. Miré con curiosidad a Arina. —Conozco al que era tu amo.
—¡Ah! —repuso a media voz y bajando la cabeza.
Esta mujer me inspiraba mucha compasión. Por lo siguiente. Me relacioné con el señor Zverkof mientras estaba en Petersburgo. Ocupaba un cargo bastante alto y generalmente se le tenía por hombre instruido y discreto.
Estaba casado con una mujer espesa, hinchada, malhumorada y llorona, cuyo trato se dulcificaba solamente para hablar a su hijo, niño mimado e insoportable.
Lo físico del señor Zverkof prevenía muy poco a su favor. Figura larga y casi cuadrada, nariz también larga, que terminaba en gruesas fosas nasales, cabellos grises formando cepillo sobre una frente llena de arrugas. Sus labios delgados se agitaban de continuo con un movimiento convulsivo. Y acababan de hacer antipático su aspecto la baja estatura y el feo modo de caminar.
No recuerdo la ocasión en que me hallaba con él, un día, viajando en coche. A guisa de hombre serio, me dio toda clase de buenos consejos.
—Permítame usted, señor, comunicarle una observación. La nueva generación habla de todo y no sabe de nada. Usted no conoce su país, porque emplea usted el tiempo en leer libros extranjeros. Por eso hace usted una sarta de razonamientos con respecto a esto y aquello; quiero decir que con respecto a sirvientes siervos habla usted de ellos sin conocerlos.
Se interrumpió en esto el señor Zverkof, se sonó las narices con energía y tomó rapé.
—Sobre dicho asunto —continuó—, voy a contarle una anécdota que quizá le interese. Mi mujer, según sabe usted, trata a sus camareras con una bondad incomparable. Lo único que no acepta es que sean casadas. Está eso en sus principios. Y tiene razón. Convendrá usted conmigo en que una camarera no puede servir debidamente a su ama si necesita ocuparse de sus niños, y de esto, y de aquello. Vea usted lo que sucedió. Atravesábamos un día una de nuestras aldeas mi mujer y yo, cuando nos llamó la atención la hija del "starosta". Era bonita y hasta de fisonomía que prevenía a su favor. "Coco —dijo mi mujer—, quisiera llevarme esta chiquilla a San Petersburgo para hacer de ella mi camarera." "Con muchísimo gusto, querida" —la respondí.
Todo se arregló a satisfacción; el "starosta" se deshizo en agradecimientos, la muchachita lloró algo. Usted sabe, en las aldeas la gente es tan tonta...; nos la llevamos.