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Era muy lista, y a eso añadía una suma vivacidad. Ya instruida en el servicio, pronto fue la preferida entre las camareras de mi mujer.

Se la recompensó con confiarle el guardarropa, los encajes, las joyas: favores extraordinarios, en fin.

En tales condiciones, señor, sirvió Arina a la señora de Zverkof durante diez años.

Pero imagínese usted que un buen día veo entrar a la hija del "starosta" en mi escritorio sin pedir permiso.

Llega hasta mí y se me echa a los pies, manera ésta que yo no soporto, pues no admito que un ser humano falte a su dignidad. "¿Qué quieres?", le pregunté. "Padre mío, Alejandro Silich, vengo a suplicaros una gracia." "¿Qué gracia?" "Quisiera casarme." Confieso que me asombré. "Pero tú sabes, tontuela, que tu ama no tiene otra camarera que tú." "Seguiré sirviéndola como siempre." "Sabes muy bien que no aceptamos camareras casadas." "Melania puede reemplazarme." "Nada de razonamientos."

¿Qué quiere usted? Yo soy de manera que la ingratitud me pone fuera de mí, y especialmente con relación a mi mujer, verdadero ángel de bondad. Tendría consideraciones para con ella el peor de los malvados. Eché de mi presencia a la camarera y supuse que pasado algún tiempo abandonaría sus ridículos proyectos de matrimonio. Transcurrieron seis meses y la muchacha vuelve a formularme el mismo ruego. Se las dije como lo merecía. Pero me sorprendieron, luego de un tiempo, al decirme que seguía con las mismas disposiciones... Era demasiado, la despedimos.

Queda así explicado por qué la molinera, es decir, Arina, me interesaba tanto.

—¿Hace mucho tiempo que te casaste con el molinero?

—Dos años.

—¿Tu amo te lo permitió, al fin?

—Me rescataron.

—¿Quién?

—Saveli Alexevich.

—¿Quién es?

—Mi marido.

—Tal vez mi amo os habló de mí.

No sabía qué responderle, cuando laa fuerte voz del molinero gritó: "¡Arina! ¡Arina!" Ella corrió.

—Y su marido, ¿es bueno con ella? —pregunté a Jermolai.

—Bastante bueno. —¿Tienen hijos?

—Tuvieron uno, que se murió.

—Debió de gustarle mucho, pues, al molinero, para que se decidiese a rescatarla.

—No sé; lo cierto es que ella sabe leer y escribir, lo cual es muy útil en su oficio.

—¿Hace tiempo que la conoces?

—Sí, yo vendía caza a sus amos, cuando vivía el lacayo Petrucka... ¡Qué triste, esta pobre mujer no tiene salud!

Después de un silencio, Jermolai prosiguió: —¡Qué buena "tiaga" habrá de aquí a cinco o seis horas! Nos convendría dormir algo.

Una bandada de patos silvestres pasó cerca de nosotros, y los oímos caer sobre el río a treinta pasos del molino.

La noche era oscura y fría.

En el bosque el ruiseñor desgranaba el tesoro maravilloso de sus melodías.

Nos arropamos con el heno, y al rato estábamos en un sueño profundo.

II BIROUK

Regresaba de cazar, solo, en drochka. Para llegar a mi casa faltaban aún ocho verstas. Mi buena yegua recorría con paso igual y rápido el camino polvoriento, aguzaba las orejas y de vez en cuando soltaba un relincho enseguida sofocado.

Mi perro nos seguía a medio paso de las ruedas traseras. En el aire se olía la tormenta.

Lentamente, frente a mí, se levantaba una nube violácea, por encima del bosque; vapores grises corrían a mi encuentro, las hojas de los sauces se removían susurrantes.

El calor, hasta entonces sofocante, dejó paso a una frescura húmeda, penetrante.

Espoleé a la yegua, descendí al barranco, atravesé el lecho desecado, cubierto de espinos, y al cabo de algunos minutos me interné en el bosque.

El camino serpenteaba entre masas de nogales y avellanos; reinaba profunda oscuridad, y yo avanzaba al azar.

Mi pequeño vehículo chocaba contra las raíces nudosas de tilos y encinas centenarias, o bien se hundía en las huellas dejadas por otros carros.

La yegua empezó a sentir miedo.

Un viento impetuoso vino a penetrar en el bosque, ruidosamente, y sobre las hojas caían gruesas gotas de agua. Un relámpago cruzó el firmamento y le siguió el estampido de un trueno.

La lluvia se convirtió en un verdadero torrente, que me obligó a reducir la marcha; mi yegua se embarraba; yo no veía a dos pasos de mí.

Me guarecí en el follaje.

Acurrucado, tapada la cara, me armé de paciencia para aguardar el fin de la tormenta.

Al resplandor de un relámpago, distinguí a un hombre en el camino. Venía hacia donde yo me hallaba.

—¿Quién eres? —me preguntó con voz atronadora.

—¿Y tú?

—Soy el guardabosque.

Y cuando me hube identificado: —¡Ah!, ya sé, ibas a tu casa —dijo.

—¿Oyes la tormenta?

—Es tremenda —respondió la voz.

En ese momento, el destello de un relámpago iluminó a mi interlocutor, y pude verlo claramente. Al repentino resplandor siguió un trueno y arreció la lluvia.

—Hay para rato —dijo el guardabosque.

—¿Qué se puede hacer?

—¿Quieres que te lleve a mi isba?

—Con mucho gusto.

—Sube, pues, a tu drochka.

El guardabosque tomó mi yegua por la brida y sacó el vehículo de la huella pantanosa donde nos habíamos detenido.

Me agarré al almohadón del vehículo, que se balanceaba como un barco en un mar tempestuoso.

La yegua resbalaba y a cada momento estaba a punto de caer... La espoleaba Birouk pegándole con el látigo, ya a la derecha, ya a la izquierda.

Avanzaba en la sombra, como un espectro, y una vez atravesado el bosque nos detuvo junto a su choza.

—Es aquí, mi amo.

Miré. A la luz de los relámpagos alcancé a ver una pequeña isba en medio de un recinto de césped.

Después de atar el animal a la reja, el guardabosque fue a llamar a la puerta. Por una de las estrechas ventanas se filtraba un débil hilo de luz.

—¡Ya! —gritó una voz infantil, apenas hubo llamado el hombre.