Frieda se burlaba de esta pequeña historia sin importancia, y Bruno ni siquiera hacía caso de ella. Así como otros chicos apedrean las lunas de los escaparates, él rompía la plancha de cristal que cubre el lago, cansado de deslizar la vista en un paisaje raso, donde sólo era grande un barco prisionero en el agua desde los últimos días del otoño.
De todo esto habían pasado varios años, y hasta la Trude misma estaba hecha ahora una chica formada.
El bosque dormía aplastado, con ese tono inefable de las altas cristaleras y de los paisajes nórdicos. De espacio en espacio saltaba Erika por entre los pinos, de cuyas ramas caían, desgajados, al suelo, o tal vez sobre su cabeza, maduros racimos de nieve, que se desgranaban en la nieve homogénea.
Delante, Erika. Y siguiéndola, sus tres compañeros, peregrinando con los esquís por las sendas del bosque, intactas. Nadie hablaba, nadie reía. Como gorriones friolentos, saltaban los cuatro de espacio en espacio, sin hablar ni reír. Atrás quedaba una estela de bufandas azules.
Un tren pequeñito los había llevado -los esquís, entonces a la espalda, les daban aspecto alífero- hasta dejarles al pie de la montaña. El cielo estaba desconchado, sucio de algodones y bilis. La tierra resplandecía fúnebre. En ella, sólo los pinos de abatidos brazos. Nada más en ella. Alguna vez acaso cruzaba lejos, ciervo increíble, cualquier solitario deportista.
Los cuatro amigos seguían rutas nuevas, largas. Los cuatro sin hablar ni reír, ligeros: Erika, Frieda, Bruno y Trude.
Bruno había llevado una máquina fotográfica para hacer más desesperado y más fijo el silencio.
Dijo Trude, la pequeña:
Hoy domingo no asoma Dios.
Y era verdad. Taciturno como nunca, escondía su secreto angustioso, mientras ellos volaban de altura en altura.
El cuerpo de Erika se dobló, viró con el ímpetu y la ceguera de su pecho abierto. Hubo un ruido agrio, de tablas rotas. Una pina, un corazón seco, había rodado sobre la nieve. Sobre la nieve quedó tendida la muchacha, con los brazos vueltos, con los ojos vueltos.
Los tres hermanos la rodearon, con sus altos bordones y sus suelas larguísimas. Le desabrocharon el traje para frotarle su carne de violetas magulladas. Sus labios sonreían.
– ¡Qué blanca la Erika! -observó Bruno.
Sus hermanas callaban, junto a ella. Jazmines rotos, fríos soles sin sol, todo callaba junto a ella. El cielo, torvo, comenzó a escupir en la nieve.
Aquel domingo, Dios, el Buen Dios, quería ignorar.
(1930)
Historia de macacos
De Historias de macacos (1955)
I
Si yo, en vista de que para nada mejor sirvo, me decidiera por fin a pechar con tan inútil carga, y emprendiera la tarea de cantar los fastos de nuestra colonia -revistiéndolos acaso con el purpúreo ropaje de un poema heroico-grotesco en octavas reales, según lo he pensado alguna vez en horas de humor negro-, tendría que destacar aquel banquete entre los más señalados acontecimientos de nuestra vida pública. Memorable, de veras memorable iba a ser en efecto, por razones varias, esa cena de despedida; y, en su caso, no resultaría exagerada la habitual fraseología del periodiquín local, ni las hipérboles y ponderaciones con que pudiera el inefable Toñino Azucena reseñar en la radio el social evento. Ya el mero hecho de reunirse, o reunirnos, los capitostes para festejar a uno de los nuestros con motivo de su regreso «al seno de la civilización», bastaba y sobraba; era de por sí toda una sensación en el empantanado tedio de nuestra existencia, aunque no hubiera habido detrás lo que había, ni hubiera descubierto lo que descubrió, ni tenido las consecuencias que tuvo. Pero es que, además, este banquete de despedida presentaba desde el comienzo características muy singulares. Por lo pronto, era el propio director de Expediciones y Embarques quien ofrecía a los demás el agasajo en lugar de recibirlo. Había insistido en su deseo de retribuir así las innumerables atenciones que, durante su «campaña africana», recibieron de nosotros tanto él, Robert, como, sobre todo, su esposa. Y no hay que decir el efecto que esta idea -un poco extravagante de cualquier manera- debía producirnos a todos y cada uno de nosotros, dados los antecedentes del caso. Como bien podía preverse, dio pábulo a la chacota general, y en este sentido se distinguió, amparado en su jerarquía, el inspector general de Administración, Ruiz Abarca, incapaz siempre de aguantarse las ocurrencias violentas o mordaces y reducirse a los límites -no demasiado estrictos, al fin y al cabo, pues vivíamos en una colonia-, pero, ¡caramba!, mantenerse siquiera dentro de los límites mínimos exigidos por el decoro de su cargo. Lejos de eso (eso no estaba en su genio), incurrió en impertinencia al provocar y prolongar, para ludibrio, un cortés altercado con Robert sobre quién invitaba a quién, durante cuyo debate no cesó de emitir, con miradas oblicuas a la divertida galería, frases de estilo, tales como: «¡En modo alguno, amigo Robert! Nosotros somos quienes tenemos recibidas excesivas atenciones de ustedes y, muy en particular, de la señora. Creo poder afirmar en nombre de todos que nuestra doña Rosa ha sido una bendición del cielo para este inhóspito país. Tanto, que no sé ni cómo vamos a arreglárnoslas ahora sin ella. Usted, querido colega, de seguro que no puede imaginarse cuánto vamos a echarla de menos»; y otras pesadeces semejantes, que el director de Embarques escuchaba, elusivo, complacido en el fondo o irónico, medio asintiendo a ratos, con el vaso de whisky empuñado y protestas en los labios contra la amable exageración del querido amigo. Aseguraba, sin embargo -y a los espectadores agrupados alrededor de ambos jerarcas se les reían los ojos-, aseguraba muy serio -y algunos querían reventar de risa-, que no; que las ventajas del trato fueron recíprocas, lo reconocía; pero que ellos, su esposa y él, resultaron sin duda los más gananciosos; de manera que por favor, no pretendiera nadie ahora privarle de este placer; no se hablare más del asunto: definitivamente, él pagaría la fiesta de despedida… Ruiz Abarca fingió entonces darse por vencido, aunque de mala gana, en la porfía. Y Toñito Azucena, entrometido profesional, se atrevió a terciar con una gracieta que tuvo poca aceptación; nadie le hizo caso, y el propio Robert lo miró como a un sapo. Los demás se regodeaban ya en su fuero interno, anticipándose opima cosecha de comentarios jocosos y de risotadas sin que faltara tampoco -sospecho yo- alguno que, con un residuo de vieja caballerosidad apenas reprimida por la obsecuencia, sintiera bochorno y hasta un poco de sublevación moral ante lo que ya parecía en verdad demasiado fuerte. En cuanto a mí, que asistía a todo con ánimo neutral (mis motivos tenía para considerarme neutral hasta cierto punto), estaba un poco asombrado y me preguntaba cómo aquel sujeto, Robert, de quien tanto hubiera podido decirse, pero no que fuese ni tonto ni un infeliz, no captaba el ambiente de soflama que lo envolvía. Ya era mucho que durante un año largo no se hubiera percatado de nada. Con razón dicen que los maridos son siempre los últimos en enterarse, aunque de mí sé decir… Demasiado engolfado en amasar dinero por cualquier medio, y quizás también demasiado poseído de sí -pues era un tío soberbio si los hay- para que le pasara siquiera por las mientes la posibilidad de que alguien osare hollar su honor profanando el santuario de su hogar, menos aún podía notar el director de Embarques la sorna alrededor suyo en esos momentos. Yo lo contemplaba y me hacía cruces. Aunque el tipo tenía cara de palo, se me antojaba a ratos descubrir en su expresión un no sé qué de forzado y violento, o de irónico, o de triste. Sea como quiera, se veía un poco pálida su cara de palo. O quizás eran sólo mis aprensiones de observador neutral.
Llegó la fiesta. Cómodo en esa mi actitud de espectador, me instalé en una esquina de la mesa (mi empleo en la compañía es más bien modesto, y tampoco soy yo de los que se desviven por destacar), muy dispuesto, eso sí, a presenciarlo todo desde la penumbra, mientras que las miradas convergían hacia la cabecera, ocupada, como es natural, por el gobernador, con la reina de la fiesta a su derecha y, a continuación -lo que ya no es natural, sino, por el contrario, inaudito, indignante-, ese títere de Toño Azucena, ¡un locutor de radio! Al otro lado, oficiaba nuestro anfitrión y director de Embarques, y, sin orden, seguían luego por las dos bandas los jefes principales de la colonia.
La señora de Robert era la única mujer presente. Consistía la fiesta en una cena «para hombres solos» que ofrecía el matrimonio, ahí en el Country Club, la víspera de su partida a Europa. Otra extravagancia, si se quiere; pero, bien mirado, resultaba lo más discreto. Desde luego,' Robert era persona que sabía apreciar las circunstancias, que hilaba fino; y el haber hecho «invitación de caballeros» eliminaba de entrada muchas cuestiones. Piénsese: en la colonia es bastante irregular la situación doméstica de casi todo el mundo. La mayor parte de los funcionarios que manda la compañía, resignados por necesidad extrema a este exilio en el África tropical, vienen solos; y aun cuando la mayor parte acaban, o acabamos, por dejarnos aquí el pellejo, cada cual piensa y calcula que su «campaña» será breve, un sacrificio transitorio, lo indispensable para juntar alguna plata y salir de penas y rehacer su vida; pero los meses pasan, y los años, las cartas a casa ralean, los envíos de dinero también se hacen raros y, mientras tanto -sin llegarse al caso extremo de Martín, ese extrañísimo y abyecto personaje, encenegado en su negrerío-, va brotando en la colonia una ralea mestiza al margen de situaciones más o menos estables, pero jamás reconocidas ni aceptadas. En resumen: que la mayoría somos aquí «hombres solos». Y de otro lado, las mujeres de aquellos pocos que, por fas o por nefas, se trajeron consigo a la familia, suelen, las muy necias, desarrollar aquí en África una soberbia intratable, que da risa cuando se consideran las penurias y aprietos pasados antes de ahora por estas pretendidas reinas en el destierro, y hasta la ínfima extracción que, acaso, traiciona en su lenguaje, gustos y maneras la digna consorte de algún que otro ilustre perdulario. Así, pues, en este corral de gallinas engreídas, la señora doña Rosa G. de Robert, nuestra encantadora directora de Expediciones y Embarques, había llegado a tener demasiado mal ambiente, no sólo por obra de la envidia hacia sus buenas prendas, belleza, mundo, etc., sino también -justo es confesarlo- porque las cosas trascienden, y ¿qué más quiere la envidia sino encontrar manera de dignificarse en escandalizada virtud?… Convidar hombres solo evitaba, en todo caso, complicaciones y enojos, o los reducía al mínimo inevitable; era medida prudente.