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Puede calcularse la estupefacción que este discurso -tímido al comienzo, y ahora ya emitido con indignante aplomo y claras inflexiones burlescas- suscitaba en los oyentes. Era inaudito semejante cinismo; nadie sabía cómo tomarlo. Las dos alusiones a su excelencia, a cuál más audaz, fueron golpes maestros calculados para paralizarnos. Había atraído en seguida el rostro del señor gobernador las miradas, sin encontrar la suya; pues los ojos de su excelencia, habitualmente vivaces, inocentes, reidores y en modo extraño muchachiles en aquella su cara barbuda, se concentraban ahora, fijos en la fuente de frutas que ocupaba el centro de la mesa. Nadie sabía cómo tomar aquello. Por lo demás, era dato bien conocido el de quienes tenían embargado el sueldo, y por qué; mencionar deuda o empeño era nombrarlos. Hubo rumores, alguna risa; y el irritado susurro que se oía en varios lugares de la mesa estaba a punto de elevarse hasta rumor y clamor; mas ya el orador, cerrando su pausa, retomó la palabra a tiempo para concluir en tono ingenuo, amable, bonachón, con la traca final que nos dejaría tambaleantes. Estas fueron sus últimas palabras: «Por supuesto -dijo-, de igual manera que yo he sabido, durante este, ¡ay!, largo término, aparentar distracción, ustedes han tenido también el tacto de fingir que continuaban creyendo a esta mujer esposa mía, según yo me había permitido presentarla, usando de una pequeña superchería, a mi llegada. Una pequeña superchería, sin consecuencias; pues estoy seguro de que, el conocerla más de cerca y poder apreciar su modo de conducta, su habilidad y experiencia, su sentido de las conveniencias y su escrupuloso respeto de las jerarquías, tan alejado todo ello de la necia arbitrariedad e insipidez que suele caracterizar a nuestras mujercitas burguesas, les permitiría a ustedes advertir en seguida y darse cuenta inmediata de lo que en realidad es ella: una profesional muy eficiente, en la tradición de las antiguas cortesanas. Y no otro es, señores, el pequeño secreto que, aun seguro de que ya lo habrían adivinado tiempo ha, me he creído en el deber de revelarles. Largo e intensivo entrenamiento había preparado a nuestra amiga -y señaló hacia Rosa con el cigarro- para estas arduas lides cuando, hace poco más de un año, le propuse que se asociara conmigo y corriera la aventura tropical a la que hoy ponemos feliz término y coronación. No me resta, por consiguiente, apreciados colegas, sino informales por encargo de nuestra querida Rosa de que, con sus ahorros, se propone -ya que su juventud triunfante le desaconseja la sosegada existencia del rentista- instalar un establecimiento de galantes diversiones que, seguro estoy, ha de ser modelo en su género, y donde, por descontado, serán recibidos ustedes como en su propia casa cuando alguna vez deseen visitarlo. Entretanto, que el Señor les colme de prosperidades». Y nada más. Hizo una reverencia, y volvió a sentarse.

¡Qué desconcierto, Dios mío! Aquello era un mazazo. Nadie sabía qué pensar, ni qué decir, ni qué hacer. Rosa, encantadora, enigmática, ajena, distante, impertérrita, sonreía, muy digna en su puesto. ¡Si era cosa de frotarse los ojos para creerlo!…

Y otra vez fue Abarca, nuestro nunca bien ponderado inspector general de Administración, quien, al sentirse así burlado, se dejó llevar impetuosamente de su primer impulso: levantó el puño y, rojo de ira, lo descargó sobre la mesa, a la vez que su oscuro vozarrón profería: «¡Ah, la grandísima…!» El insulto fue como un pedrusco lanzado con violencia enorme a la cara tan compuesta de la ninfa. Mudos, aguardamos el impacto… Lo sucedido hasta ese instante había tenido, todo, un raro aire de alucinación; daba vértigo. Pero lo que ocurrió entonces… Sin perder su apostura ni alterar el semblante, la dama contestó a la injuria de aquel bestia presentándole, tieso, el dedo de en medio de su mano diestra, que se mecía en el aire con suave, lenta, graciosa oscilación, mientras la siniestra, apoyada en el antebrazo, refulgía de joyas. Tal fue su respuesta, la más inesperada. Y el ademán obsceno, en cuya resuelta energía no faltaba la delicadeza, vino a romper definitivamente la imagen que, a lo largo de un año seguido, nos teníamos formada de la distinguida, aunque ligera, señora de Robert.

Sin embargo, una vez más hubimos de rendirnos y reconocer su tino, y admirarla de nuevo cuando, más adelante y ya en frío, se discutió el asunto., Pues ¿hubiera podido acaso dar más sobria respuesta a la insolencia de un borracho que el silencioso pero concluyente signo mediante el cual corroboraba al mismo tiempo, confirmaba, refrendaba y suscribía el informe rendido in voce un momento antes, acerca de su verdadera condición y oficio, por el director de Embarques? Éste -¡qué habilidad la del hombre!- evitó lo peor; consiguió que la tormenta se disipara sin descargar, y disolvió la reunión después de haberse despedido en particular en cada uno de nosotros, desde el gobernador para abajo, sin excluir al propio Ruiz Abarca («Vamos, Rosa, que el señor inspector general quiere besarte la mano, y no son momentos éstos para rencores»), dejándonos desconcertados, divididos en grupitos, sin que nadie escuchara a nadie, mientras que la pareja se iba a dormir a bordo ya esa noche.

II

Un mazazo, capaz de aturdir a un buey: eso había Sido la revelación de Robert. Su famoso discurso nos había dejado tontos. Ya, ya irían brotando, como erupción cutánea, las ronchas que en cada cual levantaría tan pesada broma; pues -a unos más y a otros menos- ¿a quién no había de indigestársele el postre que en aquella cena debimos tragarnos? Cuando al otro día, pasado el estupor de la sorpresa y disipados también con el sueño los vapores alcohólicos que tanto entorpecen el cerebro, amaneció la gente, para muchos era increíble lo visto y oído; andábamos todos desconcertados, medio huidos, rabo entre piernas. Tras vueltas, reticencias y tanteos que ocuparían las horas de la mañana, sólo al atardecer se entró de lleno a comentar lo sucedido; y entonces, ¡qué cosas peregrinas no pudieron escucharse! Por lo pronto, y aunque parezca extraño (yo tenía miedo a los excesos de la chabacanería), aunque parezca raro, la reacción furiosa contra la mujer, de que Ruiz Abarca ofreciera en el acto mismo un primer y brutal ejemplo, no fue la actitud más común. Hubiera podido calcularse que ella constituiría el blanco natural de las mayores indignaciones, el objeto de los dicterios más enconados; pero no fue así. La perfidia femenina -corroborada, una vez más, melancólicamente- no sublevaba tanto como la jugarreta de Robert, ese canalla que ahora -pensábamos- estaría burlándose de nosotros, y riendo tanto mejor cuanto que era el último en reír. Durante meses y meses nos había dejado creer que le engañábamos, y los engañados éramos nosotros: esto sacaba de tino, ponía rojos de rabia a muchos. Pues, en verdad, la conducta del señor director de Expediciones y Embarques resultaba el bocado de digestión más difícil; pensar que se había destapado con desparpajo inaudito -mejor aún, con frío y repugnante cinismo- como un chulo vulgar, rufián y proxeneta, suscitaba oleadas de rabia y tardío coraje, quizás no tanto por el hecho en sí como por la vejación del chasco. ¡Señor director de Embarques! ¡Buen embarque nos había hecho! Eran varios ya, y crecían en número, los que pretendían haber sospechado algo, callado por prudencia algún barrunto o pálpito, acaso tener pronosticado (y no faltarían testigos) cosa por el estilo. Otros, no menos majaderos, se aplicaban a urdir -¡a buena hora!- remedios ilusos; y tampoco dejaban de oírse voces que reprocharan al gobernador su lenidad en permitir que aquella pareja de estafadores («estafadores de la peor calaña») embarcara tan ricamente, sin haber recibido su merecido o, al menos, vomitar los dineros que, sorprendiendo la buena fe Ajena, se habían engullido.

Pero hay que decir que la opinión sensata acogía con reserva y aun con ironía desahogos semejantes, y que, muy por el contrario, se sintió un general alivio cuando, en la emisión de las cinco y media, cerró Torio su noticiario radial mediante las palabras sacramentales: «…y un servidor de ustedes, Toñito Azucena, les desea muy buenas tardes», sin haber hecho mención alguna del acontecimiento que ocupaba todas las mentes y alimentaba todas las conversaciones. Y es que la manera como El Eco de la Colonia traía la noticia aquella mañana resultaba inquietante por demás. «Anoche, según lo anunciado – informaba el diario-, tuvo lugar en la elegante terraza del Country Club el banquete de homenaje y despedida al señor director de Expediciones y Embarques, don J. M. I Robert, y a su digna consorte, la señora Rosa G. de Robert. Al cerrar esta edición, adelantamos la noticia sin que nos sea posible relatar en detalle las interesantes incidencias del destacado acto. En nuestro número de mañana encontrará el lector, reseñados con la debida amplitud y comentarios pertinentes, los sabrosos detalles del evento». No decía más; y ¡bueno fuera -me había dicho yo aquella mañana, leyendo la insidiosa gacetilla, mientras se enfriaba mi taza de café-, bueno fuera que, tras el chaparrón de anoche, nos enfangáramos todavía en un innecesario escándalo! Por mí, eso me importaba poco. Le importaría al gobernador, le importaría al jefe de la Policía colonial, le importaría al secretario de Gobierno, le importaría al propio Ruiz Abarca, tan inspector general de Administración, después de todo; y, fuera de estos dignatarios responsables, le importaría a los pocos empleados, altos o bajos, que tienen aquí la familia. A mí, en el fondo, me traía muy sin cuidado. Pero esto no quiere decir que fuera indiferente al asunto; no lo era; me interesaba, desde luego, aunque apenas me sintiera implicado, y lo viviera un poco en espectador. Recuerdo que aquella misma noche, caldeado sin duda mi caletre, había fabricado un sueño, tan absurdo como todos los sueños, pero que reflejaba la impresión recibida durante la escena del banquete. Soñé que me encontraba allí, y que Rosa ocupaba, tal cual en realidad la había ocupado, la cabecera de la mesa, junto al gobernador. Discurría la comida, y yo me sentía acongojado por la inminente partida de nuestra amiga, cuando, de pronto, el inspector general, Abarca, sentado en sueños al lado mío -aunque la realidad nos asignara puestos algo distantes en la mesa; pero en sueños estaba a mi lado-, se me inclina al oído y, muy familiarmente, me susurra: «Mire, compadre, qué ajada se ve Rosa. Pensaba ella irse tan fresca; pero, camarada, en el trópico…» La miré entonces, y vi con asombro que su cara se había cubierto de arrugas, apenas disimuladas por el maquillaje; tenía bolsones bajo los ojos embadurnados, marcadas las comisuras de los labios, y los hombros vencidos; una ruina, en fin. Me limité a comentar en la oreja peluda de Ruiz Abarca: «Amigo Abarca: es el trópico; aquí no hay quien levante cabeza…» Un sueño de sentido transparente -reflexioné mientras apuraba el café de mi desayuno-: el deterioro infligido en él a la dama de nuestros afanes simboliza, es fácil darse cuenta, el hundimiento repentino de su prestigio social ante nuestros ojos. Por lo demás, era dicho corriente en la colonia -y nadie mejor que yo sabe cuán cierto- que el trópico desgasta a hombres y mujeres, los tritura, los quiebra, muele y consume…