La cantina comenzó a funcionar pronto a manera de bolsa donde se concretaban las apuestas; hasta llegó a publicarse allí, sobre una pizarra ad hoc, la cotización del día. El apostar es (lo ha sido siempre) una de las pasiones y mayores entretenimientos de esta colonia; y, alrededor de la apuesta inicial entre Abarca y su ilustre antagonista, se tejió en seguida una red cada vez más tupida de otras apuestas secundarias a favor de uno y otro; se formaron partidos, claro está, y tampoco faltaron discusiones, broncas, bofetadas. Aquélla había pasado a ser ahora la gran cuestión pública, el magno debate, y hasta parecía olvidado por completo el asunto de los esposos Robert. No es de extrañar, pues, que Mario, el Cantinero, individuo vivo si los hay, oliéndose el negocio, organizara en su propio beneficio el control de las apuestas y se hiciera banquero de aquella especie de timba por cuya momentánea atracción quedaron desiertas incluso las habituales mesas del Country Club. De dónde sacó dinero efectivo para hacer frente a las diferencias de cotización, o cómo salió adelante, es cosa que nadie sabe; había oscilaciones temerosas, verdaderos vuelcos, provocados en gran parte -hay que decirlo-, o acicateados por la intervención de Toñito Azucena desde la radio. Manejado el tema en el tono semihumorístico y pintoresco de su amena «Charla social del mediodía», actuaba sobre la impresionante atmósfera de la colonia, e inclinaba las preferencias públicas ya en un sentido, ya en otro. Era aquél, desde luego, un modo escandaloso de influir sobre las apuestas, y había quien afirmaba no comprender cómo se consentían maniobras tales. Otros contaban maliciosamente que el secretario de Gobierno habla sugerido al gobernador la conveniencia de poner fin, de una vez por todas, al asunto, prohibiendo las apuestas que él mismo -era cierto, lo reconocía, no le dolían prendas- habla tenido la imprudencia de contribuir a desencadenar. Y llegaba a referirse, como si alguien hubiera podido presenciar la escena, que su excelencia sonrió tras de su barba y dijo: «Veremos», sin adoptar providencia alguna.
Así corrieron los días y llegó por fin el fijado para ventilar la apuesta. El rumor de que Abarca abandonaba el campo y se rajaba, sensación primera de aquella agitadísima jornada, no tuvo origen, sin embargo, en la emisión de Torio, ni llegó a oídos de la gente a través del éter. Parece más bien que la locuacidad de alguna sirvienta dejó trascender el dato de que nuestro hombre había comenzado a sentirse indispuesto la noche antes, con dolores de estómago y ansias de vomitar. Sonsacado el ordenanza de su despacho oficial, confirmó hacia el mediodía que, en efecto, el señor inspector general se había entrado al retrete no menos de tres veces en el curso de la mañana, y que presentaba mal semblante, más aún: que había pedido una taza de té. Fácil es imaginarse la ola de pánico suscitada por la difusión de estas noticias, y cómo se fueron por los suelos sus acciones. Ya desde primera hora de la tarde se ofrecían a cualquier precio los boletos a favor suyo, y al cerrarse las apuestas aquello resultó una verdadera catástrofe, presidida y apenas contenida por la flema de Mario, cuyos blancos y gordos brazos desnudos, se movían sin cesar tras de la caja registradora sin que se mostrara en su persona otro signo de emoción que cierta palidez de las mejillas bajo los rosetones encarnados. Atareado, taciturno e indiferente, hacía los preparativos para el acto de la cena, sin que Abarca hubiera dado en toda la tarde señales de existencia.
Ya sólo faltaba media hora, y los dependientes de la cantina, medio atontados, no daban abasto despachándoles bebidas a los curiosos que entraban para echar una miradita a la mesa, aparejada en un rincón de gran sala-comedor con su buen juego de cubiertos y un florero donde -¿alusión pícara del cantinero?- lucía una solitaria rosa escarlata sobre la blancura del mantel. Estaba dispuesto que al acto mismo de la cena sólo pudieran asistir los testigos de la apuesta, senado que integrábamos los socios del Country en representación de la colonia entera, interesada en el lance. Una espesa multitud, apiñada en la plaza, frente a las puertas de la cantina, señaló con un repentino silencio, seguido de rumores, la llegada de Abarca, que, muy orondo y diligente, conducía su automóvil despacito por entre el gentío, sin muestra alguna de dolencia ni de vacilación. ¡A cuántos que, todavía la víspera, anhelaban su triunfo no se les vino ahora el alma a los pies viendo el aire fanfarrón con que acudía al campo del honor, y maldecían el haberse dejado arrastrar del pánico!
El secretario de Gobierno tomaba unas copas, a la espera de su contrincante; y al verle entrar se levantó, un podo demudado, para acudir a saludarlo caballerescamente. Los demás, nos agrupamos todos alrededor de ambos. Abarca sonreía con aire satisfecho, como quien quiere dar la sensación de perfecto aplomo. «¿Qué hay, Mario? ¿Cómo va ese asado?», le gritó al cantinero con su voz estentórea. Y éste, confianzudo: «Se va a chupar los dedos», le prometió desde dentro.
Es una tontería, y parecerá increíble, pero había emoción pura, por el juego mismo, independiente de las consecuencias crematísticas que su resultado tendría para cada cual. Sentóse Abarca a la mesa, apartó el florero, se sirvió un vaso de whisky, y de un trago lo hizo desaparecer. Desde luego, se veía ya que iba a ganar la apuesta; la sonrisa forzada del secretario de Gobierno lo estaba proclamando sin lugar a dudas.
«¿Le traigo algunos entremeses para hacer boca?», preguntó Mario acercándose a la mesa de Abarca. El cantinero se había aseado; ostentaba impecable chaqueta blanca. «No, no -le ordenó el inspector general-. Tengo mucho apetito. Entremos por el plato fuerte; venga el asado». Se hizo un silencio tal, que hubiera podido oírse el vuelo de una mosca. Y Mario, que había hecho mutis tras una reverencia, reapareció en seguida portando con gran pompa e importante contoneo una batea, que presentó primero a la concurrencia y luego puso bajo las narices de Abarca. Descansando entre zanahorias, papas bien doradas y cebollitas, yacía ahí el macaco asado. «Miren cómo se ríe con sus dientecillos -comentó Abarca-. ¡Hola, amiguito! ¿Estás contento? Pues ahora venís tú cómo papá no te hace ascos». Y esgrimió, ante la general expectación, tenedor y cuchillo. Pero en el mismo instante Mario sustrajo la batea. «Déjeme que yo se lo trinche», decidió perentorio, autorizado, inapelable; y se la llevó a la cocina para volver al poco rato con un plato servido, en el que varias presas de carne se amontonaban con zanahorias, cebollas y papas.
Nadie supo cómo protestar, aunque en muchas miradas se leía el descontento. Y luego, más tarde, en los días subsiguientes, tampoco lograron ponerse de acuerdo las opiniones sobre si había mediado fraude o no. La razón más poderosa que se aducía para suponer que no hubo escamoteo y que la carne consumida por el inspector fue, en verdad, la del mono, era ésta: que, siendo Abarca dueño de sus actos, bien hubiera podido embolsar de cualquier manera bastante dinero, si acaso no quería comerse el mono, por el sencillo procedimiento de apostar secretamente contra sí mismo, y darse por vencido a última hora, y perder la apuesta, pero ganar con la especulación a favor de su contrincante. Caímos -demasiado tarde- en la cuenta de que aquel bruto, a tuertas o derechas, nos había metido el dedo en la boca, y se había metido él en los bolsillos, a mansalva, una cantidad sobre cuyo monto se hacían diversos cálculos, pero que, de cualquier modo, debía de ser muy considerable. Se daba por cierto que en la dolosa maniobra había tenido por cómplice a Toñito Azucena y, según costumbre, no faltaba quien hiciera insinuaciones acerca del propio gobernador.
Aunque no hace a la historia, quiero referir el final -disparatado y sorpresivo- de aquella sensacional jornada. A pesar de todas las consignas, el gentío de afuera consiguió forzar la puerta e irrumpir en la cantina, cuando a alguien, no sé bien, se le había ocurrido la argucia y estaba proponiendo -tal vez como recurso de habeas corpus para requerir de nuevo la presencia del asado ante el tribunal de la apuesta- que la mitad restante del mono se le llevara en obsequio a Martín, de quien era fama apreciaba mucho el estrambótico manjar; y la propuesta, aclamada por la plebe, fue consentida por el senado. Mario, tras un instante de vacilación, se retiró, presuroso, a la cocina y no tardó mucho en volver a salir con una fuente donde se ostentaban algunos miembros y la cabeza del zarandeado animal. Fue el payaso de Bruno Salvador, que, por supuesto, estuvo maniobrando hasta alcanzar la primera fila, quien se apoderó entonces de la fuente y encabezó la turbulenta procesión hacia la vivienda del viejo Martín, allá en el límite del negrerío. Nadie se esperaba lo que ahí íbamos a encontrarnos. El pobre Martín estaba tendido entre cuatro velas, muy respetable con su barba blanca, cruzadas las manos sobre el vientre, en el piso de la cocina. Había muerto aquella sieta, y un enjambre de muchachos admiraba por las ventanas el imponente cadáver. De los restos del asado, no sé qué se hizo en medio de la batahola.