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V

Igual que algunas otras insensateces de aquellos días, el episodio de la puesta -ya lo señalé- podía interpretarse como desahogo colectivo y válvula de escape al quedar clausurado, taponado, diríamos, y sin perspectivas de nuevo desarrollo el asunto el pseudomatrimonio Robert, que por tantos meses había sido obsesión de la colonia. Pronto pudo comprobarse, sin embargo, que la relación entre una cosa y otra no era de especie tan sutil, sino bastante más directa. Cuando Ruiz Abarca solicitó y obtuvo licencia para viajar a Europa, y tomó el avión sin apenas despedirse de nadie, ya todo el mundo sabía que marchaba en pos de Rosa, la apócrifa señora del director de Embarques. Y que para eso, precisamente, para irse a buscarla, había urdido, con entera premeditación, la trama que lo proveería de fondos y que, en efecto, debió de proporcionarle un dineraclass="underline" pues lo necesitaba; no podía privarse de aquella mujer. Por consiguiente, el viaje de Abarca volvió a poner sobre el tapete la cuestión que -demasiado pronto- habíamos dado por conclusa.

No mucho después de ventilarse la famosa apuesta, compareció Smith Matías una mañana en la cantina, donde estábamos unos cuantos refrescándonos con jugos de piña, y derramó sobre nuestras cabezas la noticia del permiso recién obtenido por el inspector general, quien, además y por si fuera parva la suma cosechada a costa de la estupidez humana -completó el faraute- acababa de malvenderle su automóvil al comisario de la Vivienda Popular, a la vez que -para colmo- levantaba en Contaduría un anticipo de seis mensualidades sobre sus emolumentos. Smith Matías se mostraba escandalizado: jamás antes habían sido autorizados préstamos semejantes, y menos a un tipo -dijo- que se ausentaba de la colonia, probablemente con ánimo de no volver más. «Eso, no; volver, vuelve», supuso, guiñando el ojo, Bruno Salvador. «Son muy sabrosos los gajes de la Inspección», corroboró otro. Y yo, por decir algo, aventuré: «Pues ¡quién sabe!» «No vuelve -aseguró entonces, rotundo, Smith (este diálogo, lo recuerdo muy bien, era mi primera noticia del nuevo curso de los acontecimientos o, mejor, de la nueva faz que mostraba el asunto)-. No vuelve -repitió, reflexivo-, a menos que…» «Que ¿qué? No se haga el enigmático, hombre», le exhorté yo con alguna impaciencia, pues es lo cierto que había conseguido tenernos pendientes de sus labios. Él sonrió: que no sabía nada de fijo. Y acto seguido, mediante innecesarias perífrasis, lanzó a la circulación la especie de que Abarca iba decidido a encontrar a Rosa aun debajo de la tierra, y a apropiársela a cualquier precio, así tuviera que acuñar moneda falsa para conseguirlo. Por lo visto, después que ella desapareció haciéndole un corte de mangas, se le había metido eso al hombre entre ceja y ceja; cuestión de amor propio, sin duda, pues la escena del banquete lo tenía humillado, y no podía digerirla. Para desquite, se proponía traer ahora a la Damisela Encantadora, y exhibirla ante nosotros, atada con cadenas de oro a su carro triunfal.

Mientras así adornaba, interpretaba y desplegaba Smith Matías la noticia de que era dueño, Bruno Salvador había compuesto en su rostro la expresión socarrona propia de quien sonríe por estar mejor enterado, hasta que, habiéndolo notado el otro, le interpeló con aspereza:

«¿Acaso no era cierto?»; y Bruno, que no aguardaba más, emitió entonces una estupenda versión personal de los hechos, versión que -seguro estoy, pues le conozco el genio- acababa de ocurrírsele en aquel momento mismo. «Cierto es -sentenció- que va en busca de la pendeja; pero no por cuenta propia»; se quedó callado: punto. «¿No por cuenta propia?»; repitió, todavía agresivo, aunque algo perplejo, Smith Matías. Todos habíamos percibido de inmediato a dónde apuntaba la insinuación; y quizá lo que más mortificaba a Matías es no haber pensado antes él en hipótesis tan bonita. «Pues ¿por cuenta de quién, si no? Dilo.» Bruno se demoró en contestar. Dominaba por instinto el arte histriónico de las pausas, suspenso y demás trucos y zarandajas. Luego, el muy mamarracho, no sé cómo se las compuso para fraguar con los pellejos de su cara un gesto que reproducía la expresión, que retrataba inconfundiblemente a nuestra primera autoridad. Esa fue su respuesta. Rompimos a reír todos -incluso Smith Matías tuvo que reírse de mala gana-, mientras él, solemne, rígido, continuaba imitando con los dedos abiertos la barba en abanico de su excelencia. Bruno Salvador es un verdadero payaso; y su hipótesis, por supuesto, descabellada. Yo exclamé: «Qué disparate!», y Smith Matías me agradeció en su fuero interno no haber dado crédito a la versión de su compinche. Pero éste, que se había entusiasmado con su propia ocurrencia, empezó a defenderla por todos los medios, desde el argumento de autoridad («Lo sé de buena tinta; si yo pudiera hablar…») hasta razones de verosimilitud montadas sobre la supuesta salacidad del viejo farsante, «que, con toda su prosopopeya, es el tío un buen garañón…» «Un buen bujarrón es lo que es», reventó de improvisto a espaldas nuestras la voz destemplada del cantinero, quien, acodado en su mostrador, había estado escuchando sin decir palabra. Ahora, de repente, va y suelta eso, y se mete para dentro de muy mal talante, dejándonos pasmados. ¡Cualquiera sabe lo que puede cocerse en un meollo así!

Y de este modo fue como yo supe que Abarca levantaba el vuelo en pos de nuestra ninfa. La noticia me sacudió hondo. Se me vino a la memoria en seguida algo que, en forma vaga, envuelta y sibilina, me había dicho el finado Martín poco antes de su repentina muerte, y a lo que yo entonces no presté mucha atención (era el momento sobresaliente de la apuesta), pero que ahora, al unirse con todo lo demás, se coloreaba y adquiría relieve. Era, repito, en los días culminantes de la apuesta, y todos los ojos estaban fijos en Abarca. Cierta noche, en que el calor no me dejaba pegar los míos, tras mucho revolverme en la cama vacilando entre el sofoco del mosquitero y la trompetilla irritante de los mosquitos, decidí por fin huir, echarme a la calle y encaminarme al puerto en busca de alguna brisa que calmara mis nervios. Por inercia, emprendí, sin embargo, la ruta acostumbrada, y en seguida (¡qué fastidio!) me encontré metido en las callejas malolientes, entre las sórdidas barracas de los negros, cargadas de resuellos. Apresuré, pues, el paso hacia más despejados parajes, y pronto me hallé en la «frontera», ante la terracita de Martín, donde, a aquellas horas, con sorpresa y disgusto, encontré a Martín mismo chupando como siempre la sempiterna pipa. Mis «buenas noches» resonaron en la oscuridad; le expliqué cómo el calor no me dejaba conciliar el sueño; aunque ya veía yo que no era a mí solo… Él sonrió; la luna fingía -o quizás, simplemente, iluminaba- en su cara una alegre mueca maliciosa. ¡Pobre Martín! Hablamos de todo un poco, no recuerdo bien, diciendo unas cosas y pensando en otras diferentes. ¿A propósito de qué deslizó él sus curiosas apreciaciones relativas al inspector general, esas frases que ahora, cuando ya la boca que las pronunció está atascada de tierra, venían a cobrar significado? Lo peor es que no consigo reconstruirlas por completo. Fue como si hubiera querido dar a entender que Abarca estaba embrujado por las artes de nuestra encantadora Rosa. «Mientras ella está lejos, y la gente duerme, y nosotros charlamos aquí, él -dijo- derrama en su escondite lágrimas de fuego», Y, en otro momento, afirmó: «Tendremos boda». Esta última frase se me quedó grabada, por absurda. Y también dijo que nos faltaba, aquí en la colonia, una reina o especie de cacica blanca, para consolar, defender y salvar a los infelices indígenas; algo así dijo también. No hice caso ninguno a sus chifladuras, pobre Martín. A él nadie iba a salvarlo: no comería ya el pastel de ninguna boda, ni probaría siquiera el asado de la apuesta. Aun su resultado iba a quedarse con las ganas de saberlo: pocos días después, estaba ya él comiendo tierra, y dispersa como puñado de moscas su patulea de chiquillos. Pero ¿cómo iba uno a imaginarse en aquel momento que ya no volvería a ver más en vida al bueno de Martín?… Apenas había prestado atención yo a lo que me decía; me desprendí de él, seguí adelante y, pronto, otro curioso encuentro me hizo olvidarlo por completo. Daba ya vuelta a la plaza desierta cuando, en aquel silencio tan grande, oigo de improviso ruido de unos goznes, y me detengo a mirar: era la cantina de Mario, que se abría para dar salida a alguien. ¿Quién, a tales horas? Desde el ángulo de sombra en que yo estaba, veo surgir por el resquicio de la puerta entreabierta una figura que, a la luna, reconocí de inmediato: era Toño Azucena; Toño riendo en falsete, con palabras confusas, mientras que a su espalda el cantinero -visto y no visto- encajaba otra vez, despacito, la puerta. Aquello me intrigó. En la manera caprichosa, imprecisa y casi espectral propia del insomnio, me puse a darle vueltas; y ya no me acordé más de las frases, también insensatas, dichas por Martín, hasta que, ahora, las novedades sobre Ruiz Abarca vinieron a descubrirme algún sentido en ellas. Pero ahora, a duras penas lograba juntar y reconstruir sus fragmentos.