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Me maravillo de cómo el vejete, sin moverse nunca de su hamaca, así siempre, podía saberlo todo. Parecía que adivinara, o que los ojos y oídos de los sirvientes hubieran estado espiando a la colonia para tenerlo a él bien al tanto. ¿Sabría lo mío también? Bueno, ya él está bajo tierra. Por lo demás, sería absurdo suponerle virtudes sobrehumanas. Pero, de cualquier manera, no dejaba de resultar asombroso que ¡ya entonces!, cuando nadie pensaba en ligar la apuesta del inspector general con el caso Robert, predijera con tanta certidumbre: «Tendremos boda». Más tarde se supo que Ruiz Abarca, hombre prepotente y astuto, sí, pero al mismo tiempo incapaz de refrenar sus impulsos, se había sincerado ante un grupito de sus íntimos, o quienes podían pasar por tales, y, para cohonestar sus intenciones curándose en salud, había dado a conocer, con el tono del que habla ex abundantia cordis, su propósito de demostrarle al mundo y demostrarle a ella -ella, naturalmente, era Rosa-que nadie se le resistía a él ni podía impedirle que se saliera con la suya. «Soy testarudo -parece que había proclamado, entre otros alardes y bravatas-, y no va a arredrarme dificultad ni convencionalismo alguno, así tuviera que suscribir un contrato de matrimonio; me río de formalidades, de papeluchos y demás pamemas», había deslizado entonces, disfrazando de ruda franqueza su cálculo. Si no se casaba, pues, con nuestra común amiga, no sería por falta de arrestos. Se ve que estaba muy resuelto a hacerlo; y quizá fuera verdad lo de las proposiciones, instancias y súplicas con que -según ella me confió en su ocasión- la asediaba; por lo visto, era verdad.

VI

No se casó, sencillamente, porque, cuando vino a dar con ella, la encontró casada ya.

Contra los pronósticos de quienes no creían que el inspector general se reintegrara a su puesto, Ruiz Abarca ha regresado; llegó esta mañana a la colonia. Muchos se sorprendieron al divisar su pesado corpachón sobre la cubierta del Victoria II que entraba en puerto, y la noticia corrió en seguida hasta difundirse por todas partes, antes aún de que hubiera podido desembarcar. Fácil es figurarse la impaciencia con que aguardábamos su aparición en la terraza del Country Club. Como es natural, para nosotros han sido las primicias.

En el tono ligero de quien ocasionalmente, al relatar otros detalles de su viaje, trae a colación un episodio curioso, nos refirió -«¡Hombre, por cierto!»- que había tenido la humorada de averiguar el paradero del falso matrimonio Robert, «pues, como ustedes saben -puntualizó con repentina gravedad-, tenía cuentas que ajustarle a la famosa pareja. Pero, señores -e intercaló aquí una risotada fría-, mis cuentas personales, así como las de todos ustedes, están saldadas; se lo comunico para general satisfacción». Hizo una pausa y luego reflexionó, sardónico: «¡Lo que es la conciencia, caballeros! En el fondo, era un hombre de honor, y lo ha demostrado. ¿Saben ustedes que nuestro apreciado director de Expediciones y Embarques, el ilustre señor Robert, se ha endosado los cuernos que nos tenía vendidos, al contraer a posteriori justas nupcias con la honorable señora doña Rosa Garner, hoy su legítima y fiel esposa?… Su conducta -explicó- es comparable a la de quien expide un cheque sin fondos para luego acudir al Banco y apresurarse a hacer la provisión. Lo hemos calumniado, fuimos precipitados y temerarios en nuestros juicios; pues con este casamiento ha demostrado a última hora ser una persona decente e incapaz de defraudar al prójimo».

Hizo otros chistes, convidó a todo el mundo con insistencia, bebió como un bárbaro; repartió a los mozos del Club montones de dinero, y no ha parado hasta que, borracho como una cuba, cayó roncando sobre un diván. Allí sigue, todavía.

(1952)

Violación en California

De El rapto (1965)

– Lo que es en esta dichosa profesión mía -dijo a su mujer en llegando a casa el teniente de policía E. A. Harter- nunca termina uno, la verdad sea dicha, de ver cosas nuevas.

A cuyo exordio, ya ella sabía muy bien que había de seguir el relato, demorado, lleno de circunloquios y plagado de detalles, del caso correspondiente; pero, por supuesto, no antes de que el teniente se hubiera despojado del correaje y pistola, hubiera colgado la guerrera al respaldo de su silla y, sentado ante la mesa, hubiera empezado a comer trocitos de pan con manteca mientras Mabel terminaba de servir la cena e, instalada frente a él, se disponía a escucharlo.

Sólo entonces hizo llegar, en efecto, a sus oídos medio atentos una nueva obertura que, en los términos siguientes, preludiaba un tema de particular interés:

– Los casos de violación son, claro está, plato de cada día -sentenció Harter-; pero ¿a que tú nunca habías oído hablar de la violación de un hombre por mujeres? Pues, hijita, hasta ese extremo hemos llegado, aunque te parezca mentira e imposible.

– ¿Un hombre por mujeres?

– Un hombre violado por mujeres.

Después de una pausa, pasó el teniente a relatar lo ocurrido: cierto infeliz muchacho, un alma cándida, viajante de comercio, había sido la víctima del atentado que, sin aliento, acudió en seguida a denunciar en el puesto de policía. Según el denunciante -y su estado de excitación excluía toda probabilidad de una farsa-, dos mujeres a quienes, por imprudente galantería, había accedido a admitir en su coche mientras el de ellas, dizque descompuesto, quedaba abandonado en la carretera, lo obligaron, pistola en mano, a apartarse del camino y, siempre bajo la amenaza de las armas, llegados a lugar propicio, esto es, un descampado y tras de unas matas, lo habían forzado a hacerle eso por orden sucesivo, a una primero y a otra después. Sólo cuando hubo satisfecho sus libidinosas exigencias lo dejaron libre de regresar a su automóvil y huir despavorido a refugiarse en nuestros brazos.

– ¿Y ellas, mientras?

– Eso le pregunté yo en seguida. Le dimos un vaso de agua para que se tranquilizara y, algo repuesto del susto, pudo por fin ofrecer indicaciones precisas acerca de ellas. Indicaciones precisas, detalles: eso es lo que deseábamos todos. ¿Te imaginas la expectación, querida? Yo ya me veía venir la reacción de los muchachos; me los conozco; era inevitable. Siempre que nos cae un caso pintoresco -y no escasean, por Dios- sucede lo mismo en la oficina; cada cual se hace el desentendido, finge ocuparse de alguna otra cosa, y sólo interviene de cuando en cuando con aire desganado y como por causalidad, para volver en seguida a hundir las narices en sus papelotes, dejándole a otro el turno. Una comedia bien urdida para sacarle a la situación todo el juego posible, sin abusar, y sin perjuicio de nadie, bien entendido; pues para algo estoy ahí yo, que soy el jefe… «¿Y ellas?», preguntó el sargento Candamo, como lo has preguntado tú. «¿Y ellas?», pregunté yo también. Todos teníamos esa pregunta en los labios. El asunto prometía, desde luego, dar mucho juego. ¿Y ellas? Pues ellas, dos jovenzuelas entre dieciocho y veintitantos años, desaparecieron también echando gas en otro automóvil que tenían escondido un poco más allá, prueba evidente -como yo digo- de su premeditación. «Se largaron por fin aliviadas», comentó Lange; pero esta frase le valió una mirada severa, no sólo mía, sino de sus propios compañeros: no había llegado aún el momento; bien podía guardarse sus chuscadas, el majadero. Lo que procedía ahora era fijar bien las circunstancias para procurar, dentro de su cuadro, la identificación de aquellas palomas torcaces. No había duda, por lo pronto, de que el lance lo habían premeditado cuidadosamente. En primer lugar, las dos amigas, cada una en su respectivo automóvil, se dirigen al punto previamente elegido como escenario de su hazaña, y allí dejan, medió oculto entre los arbustos, el de una de ellas, volviendo ambas con el otro a la carretera. Se detienen, simulan una avería del motor, y cuando ven aparecer a un hombre solo en su máquina le hacen señas de que se detenga, piden su ayuda y consiguen que las suba para acercarlas siquiera hasta la primera estación de servicio. ¿Cómo podía negarse a complacerlas nuestro galante joven? Charlan, ríen. Y la que está sentada junto a él le dice de improviso con la mayor naturalidad del mundo: «Mire, amigazo; la señorita, ahí detrás, tiene una pistola igual que esta -y le enseña una que ella misma acaba de extraer de su bolso- para volarle a usted los sesos si no obedece en seguida cuanto voy a decirle». Hace una pausa para permitir al pobre tipo que, aterrado, compruebe mediante el espejito retrovisor cómo, en efecto, el contacto frío que está sintiendo en la nuca proviene de la boca de una pistola; y acto seguido le ordena tomar la primera sendita a la derecha, ésta, sí, por acá, eso es, y seguir hasta el lugar previsto. Allí, una vez consumada la violación, las dos damiselas abordan el automóvil que antes se habían dejado oculto, y regresan al punto donde abandonaron el otro con la supuesta avería, para desaparecer cada cual por su lado.