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Lo ocurrido era, en pocas palabras, que a las hermanas López, una señoritas aburridas -«ya tú sabes cómo esas gentes son»- les vino la idea, para distraer su pesado encierro, de llamar por la ventana a Martín, el tonto del pueblo -¿tampoco se acordaba Hartes del tonto Martín, irrisión de cuanto vago…? Habían llamado, pues, a Martín bajo pretexto de darle un traje desechado de su padre, pero con el sano propósito de estudiar in anima vili las peculiaridades anatómicas del macho humano, apagando mediante una exploración a mansalva la sed de conocimiento que torturaba a sus caldeadas imaginaciones. Pero sí; fíese usted de los deficientes mentales. Anima vili, quizás; pero no desde luego cuerpo muerto; el caso es que, tonto y todo, Martín se aficionó a los ávidos toqueteos de las señoritas; y pronto pudo vérsele en permanente centinela frente a su ventana. Allí, hilando baba de la mañana a la noche, pasaba el bobo su vida ociosa; impaciente, exigente, y nunca satisfecho con platos de comida ni con monedas. Tampoco parece que las amenazas lo ahuyentaran; y seguramente alguna otra ocasional concesión, lejos de calmarlo, aumentaba sus apetitos bestiales. Desde luego, los malpensados lo sonsacaban y los malintencionados lo empujaban. Gruñidos, risotadas y ademanes, y el brillo idiota de sus ojuelos -«pero, ¿no te acuerdas de él, hombre?»-, el resultado es que se descubrió el pastel, o por lo menos, amenazaba descubriese; y se comprenderá el pánico que debió apoderarse de las pudibundas vetales… Finalmente, el día menos pensado, amaneció muerto Martín, y la autopsia pudo descubrir en su estómago e intestinos pedacitos de vidrio. No hay que decir cuánto se murmuró, dando por hecho que las señoritas López lo habrían obsequiado con algún manjar confeccionado especialmente para él por sus manos primorosas, pero, ¿cómo probar nada? Ni ¿quién iba a acusarlas? ¿sobre qué base? Nada impedía tampoco que el tonto se hubiera tragado una de esas mortales albóndigas que se echan a los perros para exterminarlos; o cualquier otra cosa: de un pobre idiota puede suponerse todo. Y por lo demás, la historia con las López no había pasado nunca de habladurías, chismes y soeces maledicencias. Conque todo se quedó ahí.

– Y ¿tú crees?…

– Pues ¿quién sabe? Hoy día estarán hechas unas viejas beatas, las famosas hermanas López.

– Tú te has acordado de esa historia añeja a propósito de la violación de hoy.

– Ya ves: tu joven viajante de comercio ha salido mejor librado que aquel pobre Martín.

– Lo que tú quieres decirme con eso es que, después de todo, no hay nada nuevo bajo el sol de California.

Una boda sonada

De El rapto (1965)

Se llamaba Ataíde, Homero Ataíde; pero desde sus tiempos de la escuela le decían todos Ataúde, porque, siendo dueño su padre de una modesta empresa de pompas fúnebres, nadie renuncia a hacer un chiste fácil a costa del prójimo. Por lo demás, a él le importaba poco, lo tomaba por las buenas, no se ofendía. ¿Ataúde? Pues muy bien: Ataúde. Eso es lo que a todos nos espera, después de todo, puesto que mortales somos. Pero si su apellido sugería tal memento, ¿por qué no reparaban también en el presagio de su nombre de pila, Homero? Este nombre le había sido otorgado a iniciativa de su tía y madrina, doña Amancia, y en verdad que por una vez el horóscopo de la dama no resultó vano: el recién nacido lo había hecho, como el tiempo vendría a demostrar, para poeta; quizás no muy grande ni famoso, pero poeta de todos modos… Doña Amancia, su tía, alias Celeste Mensajero, practicaba, por módico estipendio, las artes adivinatorias en un gabinete o consultorio instalado en el mismo edificio de la funeraria, aunque -eso sí- con entrada independiente y sobre la otra fachada. Bien puede ser que la buena señora ignorase todo acerca de Homero, el de la Ilíada, y váyase a averiguar de dónde se sacó el nombrecito para su sobrino; pero si así fuera, ello confirmaría el decreto de las estrellas en lugar de desautorizarlo: las pitonisas, cuando aciertan, aciertan a tientas; y en cuanto a nuestro Homero, la cosa es que desde edad escolar había comenzado a dar muestras de su irremediable vocación lírica.

Verdad es que allí, en tan pequeña y mortecina capital de provincias, pocas oportunidades de brillar se ofrecían a su estro. El poeta Ataúde hubo de resignarse, por lo pronto, a ingresar como meritorio en la redacción de El Eco del País donde, en su calidad de tal redactor meritorio, veía publicada los domingos alguna que otra oda o soneto, mientras que durante el resto de la semana se afanaba por recoger noticias, sea en la Casa de Socorro, a veces en el Gobierno Civil y, generalmente, dondequiera que se originasen.

No hay que decirlo: jamás dejaba de acudir al teatro si por ventura había llegado una compañía en tournée, o cuando a algún temerario se le ocurría contratar, acá y allá, artistas más o menos prometedoras para montar un azaroso espectáculo de variedades. El único galardón seguro que esas ilusas podían prometerse por su parte, era la gacetilla encomiástica de Ataúde en El Eco del País, más el homenaje floral con que el poeta subrayada el testimonio impreso de su admiración, en los casos en que de veras pareciera valer la pena. Si la artista en cuestión daba muestras de cierta receptividad, si no era demasiado ostensible su indiferencia hacia la poesía, panegírico y ramo de flores acudían, infalibles, a estimular la sensibilidad lírica que pudiera albergarse en su seno; y no tardaban entonces en saber ellas de labios de Homero cuán gemelas eran sus almas, cómo habían nacido el uno para el otro, y qué gran suerte era para ambos el encontrarse y haberse reconocido en medio de aquel páramo.

Nunca faltaban, por supuesto, mal intencionados y envidiosos que se acercaran al oído de las bellezas para destruir el efecto de la galantería, con la insidia de que las flores del bouquet les llegaban de segunda mano. Sospechar que la ofrenda del vate pudiera haber sido llorosa corona fúnebre aquella mañana misma, las enfurecía a veces, y no sin razón, contra quien así osaba obsequiarlas con despojos de la muerte. Otras optaban por creer sus vehementes desmentidos; y ni siquiera faltaba alguna que, más corrida o filósofa, acogiera con risillas cínicas a Ataúde cuando, para sincerarse, acudía a visitarla en la Pensión Lusitana, que era donde las artistas solían tomar alojamiento, y le riera la gracia, estimándole a pesar de todo su buena voluntad.

Ahí, en el vestíbulo o recibidor de la Pensión Lusitana, sobre ese divancito que había presenciado varios de sus triunfos y también alguna derrota, tuvo comienzo, precisamente, el idilio a resultas del cual, la encantadora ninfa conocida en las tablas por Flor del Monte, llegaría a convertirse en esposa de nuestro Homero; ahí fue donde el sensible corazón del poeta quedó anegado por el raudal de aquellas lágrimas inocentes… Pues la que pronto pasaría a ser doña Flora Montes de Ataíde (el nom de guerre, Flor del Monte, apenas disfrazaba su verdadero nombre civil, Flora Montes y García, hija de legítimo matrimonio), esta delicada criaturita acababa de sufrir, en efecto, brutal ultraje por parte de unos señoritos imbéciles, y se mostraba, claro está, abatidísima. La injusticia que se le había hecho, y su irrestañable desconsuelo, fueron bastante para sublevar los nobles sentimientos del poeta, poniéndole resueltamente de parte suya.

Pues, hay que confesarlo, hasta ese momento él, como los demás, como la ciudad entera, había estado vacilando en sus preferencias entre la gentil rubia cuya espiritualidad triunfada, arrolladora, en sus danzas, sobre todo en la de los velos, siempre muy aplaudida, y la otra luminaria, Asunta, la Criolla de Fuego, morocha simpática que, poseyendo sin duda menos recursos artísticos, apelaba a las armas desleales del meneo y de la indecencia para derrotar a su rival.

En realidad, se trataba de dos artistas notables, cada cual en su género. Nada impedía gustar de una y de otra, y no había motivo serio, siendo tan distintas entre sí, para que la emulación se enconara hasta el extremo de engendrar bandos enemigos. Pero Asmodeo, organizador y empresario del espectáculo, astutamente había dispuesto las cosas con vistas a este resultado. Dueño de dos cines y de sendas confiterías adyacentes, el hombre era entusiasta del principio competitivo como raíz de los negocios, y poseía innegable habilidad para explotar la tendencia humana a asumir parcialidades. Si en esta aventura teatral en que se había embarcado hubiera traído al programa tres estrellas, o bien sólo una, la polarización de opiniones habría sido más difícil. Su acierto -desdichado acierto- consistió en presentar al público dos figuras de categoría equivalente, y destacarlas por igual entre números de relleno: juegos malabares, un prestidigitador, perros amaestrados y quién sabe qué más bagatelas, que a su tiempo -esto es, a la segunda semana- fueron sustituidos por un ventrílocuo, una médium, un equilibrista, etcétera, mientras que Flor del Monte y la Criolla de Fuego, la Criolla de Fuego y Flor del Monte, continuaban disputándose el favor de los espectadores. Por este procedimiento logró Asmodeo su interesado propósito: la rivalidad se había hecho ya muy aguda, dividiendo en bandos enemigos al público de la sala, a las tertulias en todos los cafés, y -dicho queda- a la ciudad entera.

Sólo el poeta Ataúde había logrado hasta el momento mantener su apariencia de ecuanimidad. En un principio repartió ditirambos y ramilletes equitativamente entre ambas. Con una y con otra había pretendido entablar, en coloquios oportunos, una solidaridad de artistas cuyas almas se encuentran y reconocen en medio de aquel páramo de vulgaridad. Y el hecho de que las dos le hubieran dispensado acogida semejante no contribuía, por cierto, a precipitar una preferencia en su ánimo: adujeron una y otra que, aparte la molesta vigilancia de sus respectivas progenitoras, don Asmodeo les exigía por contrato una conducta irreprochable mientras estuvieran actuando en la ciudad, puesto que las matinées de sábados y domingos estaban consagradas a las familias. Tan sólo en las tablas -y ello, siempre que no fuera matinée- les estaba permitido propasarse algo, como medio para pujar las respectivas banderías. Pero, fuera de esos pequeños atrevimientos, estaban obligadas a mostrarse en extremo reservadas, absteniéndose de admitir invitaciones particulares de clase alguna, aun cuando se les consintiera en cambio, como lo hacían muy gustosas, alternar con un grupo de señores serios después de la función, en la confitería del teatro.