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Ante exhortaciones tan cariñosas, la artista le dirigió una mirada de ansiedad y de reconocimiento: necesitaba esa confortación; mucho bien le hacía oírle decir a un hombre como él, a una persona decente y culta, que no vituperaba su proceder, e incluso lo aprobaba. Para ser franca, debía confesar que todo había sido una ocurrencia repentina. Sintió la oportunidad, y la aprovechó para acallar a la jauría que tan sin piedad le acosaba. Fue una ocurrencia súbita, una inspiración del momento. Podía jurar que no hubo en ello la menor premeditación. De no haberse dejado llevar por la cólera, es lo cierto que, en frío, jamás se hubiera atrevido a una cosa así. Y ahora le pesaba el arrebato, le daba muchísima vergüenza; 'tanto más que su mamá se había puesto hecha un basilisco, afeándole ásperamente su comportamiento. «Créame, amigo Homero: si hice mal o hice bien, no lo sé; pero lo que sí sé es que, en aquel instante, si hubiera tenido en la mano un revólver cargado, lo mismo se lo disparo encima a esos canallas…» Y lloraba, lloraba desconsolada otra vez.

Ataúde, tierna y respetuosamente, empezó a pasarle la mano por la cabecita; y ella, al sentirse acariciada, la dejó reposar en el hombro del poeta tras de haberlo recompensado con encantadora sonrisa… Total, que ahí nació un idilio destinado a sacramentarse al pie de los altares. No mucho rato había pasado, en efecto, cuando ya estaban riéndose ambos. Con los ojos todavía enrojecidos y húmedos, a Flor del Monte -¡lo que es la juventud!- le retozaba la risa cada vez que se acordaba del modo cómo les había tapado la boca a aquellos gritones. Atónitos los había dejado. Pues ¿qué se creían, los mamarrachos? ¿que iban a poder con ella? ¿A que no se aguardaban esa respuesta?… Y también le daba risa, mezclada con una sombra de preocupación, pensar en los comentarios furibundos que a aquella misma hora estarían haciendo en la tertulia de la confitería y, más que nada, las idioteces que largaría la Criolla de Fuego. «Es que la gente -reflexionó Ataúde- es de lo más infame, y conviene siempre tenerla a raya; darle una lección de vez en cuando. Enseñarles las uñas, sí. Has hecho muy bien, nena; muy requetebién has hecho. Pues ¿qué se pensaban? ¡Si sabré yo cómo se las gastan esos tipos! Son unos malasangre.» «¿Es verdad, Homero -le preguntó entonces, picarona, Florita- eso que dicen de ti, que regalas flores usadas ya en los servicios funerarios?» «Eso -protestó el poeta- es una solemne mentira. Lo que pasa es que son muy envidiosos; tienen envidia, y eso es todo. La verdad es que, con el negocio de mi padre, a nosotros las flores nos resultan mucho más baratas, somos grandes consumidores, ¿te percatas? Además, flores siempre son flores, qué demonios; y con ellas tanto puede armarse un ramillete como una corona. Puras ganas de jeringar…» Ella se reía, quitándole toda importancia a la cuestión. Y respecto de lo otro, pues sí, casi se alegraba ahora de haberlo hecho. Sería una grosería, pero si no, ¿adónde habríamos llegado? Le bastaba a ella con que a persona tan ilustrada y noble como Ataíde, un poeta, no le hubiera parecido demasiado mal. Si él lo aprobaba… Se levantó: «Voy a llamar a mi mamá para que sepa que, a pesar de todo, no me faltan amigos sinceros».

Vino la mamá, lo saludó con aire de preocupación digna, le agradeció la cortesía de su visita, deploró la desgracia (así calificaba ella el incidente del teatro), le invitó a tomar una copita de oporto, y mientras Flora iba a la pieza para buscar el vino, la señora mayor expuso sus cuitas al poeta: «Ay, señor mío, usted no sabe lo que una madre tiene que padecer. Esta niña mía es tan impulsiva… Yo siempre se lo digo, que no sea tan impulsiva; pero no hay remedio. Fíjese, la barbaridad. Lo peor ahora es que el empresario querrá aprovecharse para cancelarle el contrato. Y de cualquier manera, ¿con qué cara va ésta a presentarse otra vez mañana delante del público? ¡Qué catástrofe, señor Ataíde, qué catástrofe!». «Déjeme a mí, señora, que yo estudie un poco la situación. Todo se arreglará, descuide. Creo que todo se arreglará.» Ataúde se sentía ya protector, deseaba asumir responsabilidades. «Quizás lo mejor sea que la niña abandone esto de las varietés, que no va a darle más que disgustos, porque el público es muy bestia, y… Pero, hágame caso, ponga el asunto en mis manos. Tengo una idea.»

La idea que había tenido era, sencillamente, la de casarse con Florita, que ahora aparecía de nuevo en el vestíbulo trayendo en una bandeja, no la cabeza del Bautista, sino una botella de oporto, tres copas y galletitas. Era también un impulsivo nuestro poeta, y también fue para él la del matrimonio una ocurrencia repentina, aunque se abstuvo de soltarla a boca de jarro. Pero desde ese momento mismo supo ya que estaba enamorado de Flor del Monte, y que había de convertirla en su legítima esposa, ofreciéndole con su mano la mejor reparación pública en que hubiera podido soñar para sacarse la espina del dichoso incidente.

Lo primero que hizo a la otra mañana nuestro hombre fue consultar con su madrina, doña Amancia, no en procura de un horóscopo, sino para explorar su reacción frente a lo que ya era en él un propósito firme. Esa reacción no pudo haber sido más favorable. La pitonisa venía quejándose, cada vez con más frecuencia, de que si un día u otro se quería morir, no habría quien asumiera las obligaciones profesionales del consultorio. «¿,Quién se hará cargo de todo esto?», se preguntaba consternada, repasando alrededor suyo, con su mirada enigmática y llorona, la estatuilla de Buda, el búho disecado en el fanal de la cómoda, el cromo de las Ánimas, la bola de cristal, los naipes y demás polvorientos adminículos de su oficio. La sugestión del sobrino consistía en ofrecerle con su consorte una auxiliar a la que pronto iniciara en los misterios de la cábala, para cuyo servicio siempre se había negado Mensajero Celeste a admitir extrañas. Un ósculo sobre su frente inspirada recompensó la idea del poeta; quien, muy contento con este resultado, corrió a comunicar su decisión a la autoridad paterna. El padre no era problema. Oyó el proyecto, supo quién había de ser su nuera, y despachó al vástago con lacónica sentencia: «Toda la vida fuiste un cretino, hijo mío», dictum perentorio que éste no dudó en interpretar a modo de aprobación.

La boda se celebró con extraordinario boato. Tenía Homero empeño en hacer de la ceremonia un triunfo social para la artista, a quien unos imbéciles habían pretendido humillar con sus procacidades. ¡Podían afirmar ahora, si les daba la gana, ser fúnebres y de segunda mano aquellas flores que, abundantísimas, inundaban la iglesia, dalias, crisantemos y lirios, y aun la hermosa brazada de azucenas portada por la novia mientras el prestigioso industrial, padre del contrayente, la conducía del brazo hacia el ara! ¡Que fingieran, si ello les divertía, reconocer en el tronco de caballos blancos enganchado a la berlina nupcial a los que la Casa empleaba para transportar inocentes al cementerio! ¡Que gastaran cuantas cuchufletas se les antojase! Bien sabía Homero Ataíde que maledicencias tales son fruto podrido de la envidia. Lo cierto y lo que importa es que el evento social adquirió relieve inusitado, como él mismo había escrito de antemano en la crónica que debía proclamarlo, al día siguiente, desde las columnas de El Eco del País. Llena la iglesia de bote en bote, no se produjo, sin embargo, ninguna de esas bromas de mal gusto que, dadas las circunstancias, hubieran sido de temer: todo salió a las mil maravillas. Y lo único que lamentaron, especialmente la novia, fue que ya para esa fecha se había marchado de la ciudad Asunta, la Criolla de Fuego, con la quina que, si no, hubiera tenido que tragar.

El banquete tuvo lugar en una de las confiterías de Asmodeo, quien -justo es reconocerlo- se portó en todo este asunto como un caballero, brindando mil facilidades en cuanto se refiere a la rescisión del contrato, y llevando su generosidad hasta el extremo de pagarle a la artista la semana completa sin que actuara. En fin, que todo resultó a pedir de boca.

Y para colmo, la muchacha aportó al matrimonio más de una sorpresa agradable. La primera de ellas fue que estaba virgo. Luego, que no tenía mala mano para la cocina. Flor del Monte empezó a iniciarse en seguida en las artes adivinatorias de que era maestra Mensajero Celeste, conservando a estos efectos su nombre de guerra, e incluso aprovechó el atuendo de la Danza de los Velos para oficiar como vicaria de doña Amancia en su pequeño templo, del que pronto pasaría a ser sacerdotisa única. Pero este último no sucedería hasta después de haber dado a luz el primer fruto de sus amores conyugales, un robusto infante al que bautizaron con el nombre de Santiago, por devoción al Apóstol llamado Hijo del Trueno. Cuando ya la criatura hubo cumplido tres meses, la venerable Mensajero Celeste (hubiérase dicho que sólo aguardaba a tener quien la sustituyera) amaneció muerta una mañana. Adivinando la inminencia del óbito, ella misma se había amortajado y, después de prender cuatro velas a los costados, se había tendido dentro de un cajón de segunda clase -inútil diligencia, porque el juzgado, con suspicacia excesiva, insistió en hacerle la autopsia: su muerte había sido natural si las hay-. Sic transit gloria mundi!

En cuanto a Homero, en vista de que la actividad periodística no da rendimientos económicos apreciables, se ha decidido, por fin, a prestar una atención cada vez menos reluctante al negocio paterno, sin abandonar por ello la poesía, algunos de cuyos más logrados productos adornan cada domingo la página interior de El Eco del País.