Pero Godofredo, apoyado en el quicio de la puerta, se complacía en las de su propia hija, comparándole los brazos con el mármol de la fuente, vetado de frías transparencias.
Ella, a su vez, repasaba con deleite mórbido el perfil de los sueños cosechados durante la noche anterior, volviéndolos despacio como un catálogo de grabados donde no faltaba el del hombre desollado, capaz de practicarse en cualquier momento un harakiri docente, y de conducirla de la mano por un laberinto de columnas de números que salían en enjambre del vientre de una calculadora, hasta el infinito…
Entró un poco de aire, y Tere comenzó a parpadear, continuo. Se pasó el brazo desnudo; se frotó con la mano. (Una mota, o una coma descarriada.)
– ¿Qué es eso? -inquirió el padre. Y se acercó para empujarla a la ventana. -A ver. Mira.
Levantó con su dedo el párpado indócil y pudo asomarse a saciar en la pupila su avidez de paisajes inéditos. El ojo giraba, rebelde y evasivo. Perseguido por los dedos crueles, escapaba con agilidad hacia un ángulo de su cielo encarnado, desde donde rebotaba contra la cancha en veloz regreso.
– Mírame fija.
Por fin, entre dos redes de vegetación microscópica, el globo quedó cautivo, quieto en un mediodía turbador. Poco más de un segundo.
Mientras Godofredo se recreaba en aquel azul de mapa, Tere, con la cabeza colgando en la ventana, guardaba silencio. Los caracoles de su pelo temblaban de miedo sobre la calle, como farolillos de verbena. (Farolillos apagados ya; sin carga, sin luz.)
La mano abandonó su presa, que sonreía de humedad como un liquen.
El pez, en su salsa, callaba con mutismo desesperado. Por impulso de sus sentimientos cristianos hubiera querido pedir socorro, a pesar de todo; pero no podía. Estaba perfeccionando el sustancioso martirio.
Tere estranguló la llama de la gasolina.
Se sentía sin nervios, hueca, ausente.
Expiación
Todo el bar sonreía, ajeno, traspasado de sol. Godofredo, en una fila de consumidores, meditaba sobre el posible final de su tragedia. Una tragedia no puede deshacerse en el aire como tormenta que pasa sin descargar. Esto clama al cielo, si alguna vez sucede…
Se oyó el grito de vapor desmelenado que la cafetera exhalaba, mientras Godofredo salía a la calle con una resolución súbita.
Coro: Ya se acerca la hora de la expiación incruenta, pero inexorable. La venganza ejecutada en efigie, semejante al ardid de Perseo, basta para calmar a los benévolos dioses.
Entró en su casa. Eulalia, cosiendo a la máquina -recortado cartel en el marco de la puerta-, era la Eva doméstica, sin Paraíso y sin Serpiente. Entre sus manos pasaba un friso ligero, fruncido en una margen, pespunteado con gorjeos pajizos por el pico del canario. Tras ella, el maniquí destacaba su perfil acéfalo: era un busto de raso grosella que cerraba en dos rosas de madera el lugar de los brazos.
– He pensado -dijo Godofredo (y la máquina enmudeció con la aguja en alto)-, he pensado, hija, que necesito lo ayuda para llegar al desenlace de nuestra tragedia. Esa tragedia que ayer surgió…
– Te quedaste pálido.
– De piedra. Tú pudiste verlo.
Se acercó al maniquí y acarició la suave cintura. El maniquí meneó las caderas, agradecido.
– Lo vestiremos con ropa de ella. Le atravesaré el corazón -yo, su padre- con un alfiler de acero. Así se habrán cumplido las exigencias de la justicia… Llévalo, ven, a la alcoba.
Eulalia obedeció sin replicar. Cubrió el suave maniquí con un vestido blanco de Tere y lo tendió en la cama. (Decúbito supino, se entiende.)
Godofredo se detuvo ante la cortina del dormitorio, mientras su hija buscaba una aguja de acero. Era una cortina de percal, estampada de pájaros iguales, que parecían dispuestos a escapar al primer ruido. Godofredo aplicó el rostro, escuchando la confidencia de una de aquellas aves expectantes o el rumor lejano de floresta que la cortina prometía. Hasta que vino una ráfaga de viento a enrollarla, como gruesa serpiente que en un segundo se tragaba todos los pájaros.
Entonces -era el momento indicado- avanzó hasta la cama y clavó una aguja larga en las entrañas homogéneas del maniquí.
…El viento, emocionado, le aplaudió en todas las ventanas.
Cazador en el alba
De Cazador en el alba (1930)
I
Todos sabemos que es peligroso, en los días de nieve, acercarse demasiado al oso hambriento de la peletería. Todos hemos seguido alguna vez por la carretera el rastro de una serpiente, hasta encontrar un neumático de bicicleta muerto, estrangulado en el borde. Todos nos hemos conmovido un poco ante esos grandes osarios de bombillas eléctricas, ante esos montones de escombros, de latas vacías, de botellas rotas, donde hay también un ramo de flores mojado y un peine sin púas.
Pero no todos han visto los latidos del cielo furioso, espoleado por los erizos brillantes que clavan en sus hijares largas espinas; ni oído a los gallos aldeanos cuando tocan diana con las agrias trompetas de la Caballería española. No todo el mundo ha saboreado la carne rosa de las auroras boreales -tan parecida al jamón de Chicago-, ni ha galopado hacia los amplios horizontes de azufre, en cuyo límite se deshilachan madejas de humo…
El soldado Antonio Arenas ignoró lo que oculta el vientre de los estanques, la lucha de clases y la selección natural de Darwin, hasta que la fiebre le fue mostrando sus descabalados trozos de film, desplegó ante su vista sus catálogos y le ofreció a prueba sus mercancías.
Entonces comprendió el soldado Antonio Arenas que las realidades puras sólo son visibles a la temperatura de 40 grados centígrados, y que cuando Dios quiere hacerse escuchar, derriba del caballo a los jinetes, aunque no siempre ocurra el accidente en el camino de Damasco.
Con la cabeza despavorida, inflamada, pueden atarse los vientos tránsfugas, las imágenes rotas, las ideas sueltas. Y su cabeza pendía de una garganta reseca, tan reseca como una caña tronchada: pensamientos sin bridas ni freno arrastraban su cuerpo, estribado, por la tierra amarilla, negra, ocre.
La sangre le trotaba en las arterias; pez cautivo, quería romper a coletazos la red circulatoria, y evadirse. Patrullaban por sus venas flechillas de «aire comprimido»: ahora lentas, ahora disparadas.
Gritos lejanos le perseguían en su involuntaria fuga. Sus ojos y los de su caballo sacaban astillas a los perfiles de los edificios, estremecían los árboles y desgarraban las zaleas del cielo.
Una voz normativa, como los alambres del telégrafo al margen del camino, autoritaria, implacable, insistía siempre:
– ¡Alta la cabeza! Juntas las manos!
Almidonadas enaguas de sol se abrían en los tragaluces. Tiesas enaguas de sol, tendidas en las cuerdas del aire.
El sol asediaba la sala, perro sediento de su oscuridad. Lanzaba dardos, introducía espadas por las rendijas, hacía impactos en la pared frontera.
Tras el muro, el campo se agrietaba, crujía; los árboles, escasos, levantaban sus brazos delgadísimos de morabito…
Abrir una ventana hubiera sido echar en la sala, entre dos camas, un metro cúbico de luz compacta. Las ventanas cerradas sólo consentían el ingreso de superficies blancas como pliegos de papel.
Gota a gota se filtraba el silencio (un silencio de hospitaclass="underline" químicamente puro). Las palabras chocaban como cristales insolubles dentro de un vaso, o ya insípidas, destiladas, se deshacían sin dejar rastro.
– El médico ha dicho…
– Sí. Pero los enfermeros dejaron abierto el grifo…
El soldado Antonio Arenas notaba que sus brazos y sus piernas, licuados, huían como huye el agua por una tubería rota. Su cuerpo se dispersaba, gavilla desatada en un ribazo, e invisibles gallinas mecano-gráficas picoteaban sus sienes.
Las batas de los enfermeros eran tan blancas como la luna de la madrugada. Y la madrugada se improvisaba, nubosa, en el hospital con los copos de algodón sobrantes, bien extendidos sobre el papel azul-recio del cielo.
Los pianos tienen un stock de notas reservadas en sus teclas negras. ¿Suenan las pisadas también sobre las baldosas negras? El soldado Antonio Arenas abrió los ojos. El rostro del médico avanzaba, todo raso, impecable, como el anuncio de un jabón de afeitar. Se fue acercando, hasta asomarse al suyo, pálido, con el ademán de quien se asoma a un estanque.
El médico tenía una mirada de plomo, que le obligaba a entornar los párpados; una mirada pendular, de ojo clínico, que oscilaba sobre el enfermo y revolvía el légamo de su fondo morboso.
Antonio exprimió entre los labios el agrio limón de su propia sonrisa.
– ¿Qué tal?
– Bien -susurró.
Una estrecha faja de esparadrapo le ceñía el cerebro. Atrás, en la herida, el pelo tirante, como la coleta de un torero, le producía un dolor grato, fácil.
Dedos duros -de superior jerárquico- recorrieron y presionaron su cabeza.
– Nada. Este, que siga lo mismo.
El torso del médico, cruzado de correas, se dobló sobre otra cama, y Antonio respiró tranquilo, hundido.