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Antonio Arenas golpeó la puerta. Y los golpes repercutieron en la tabla de su pecho.

Solicitaba la apertura de un paraíso incógnito, lleno de manzanas luminosas y de mujeres artificiales, que hacían señas desde lejos a su alma rústica, de Hércules, donde pastaban las lentas ovejas de su pensamiento.

El bermellón le invadía el rostro. Sus pulsos registraban, ultrasensibles, la proximidad de unos pasos recortados en la oculta galería.

La guardiana de aquel paraíso -segundo izquierda- replegó prohibitiva ala de madera, y la cara de Antonio quedó desangrada como el plenilunio: un pecho doble, de serpiente-hembra, se hacía evidente bajo la frialdad verdemar de una blusa de seda.

Antonio penetró en la paz conventual de un recinto cuyas cortinas se estremecían, púdicas, ante su mirada entera de varón. Varias sillas, pequeñas, convexas y torneadas, competían en solicitarle.

Pero él permaneció en pie.

Un casi oculto lavabo -redondo, curvo vientre- goteaba sin prisa. Un vago espejo desvaía su imagen, borrando el límite de su sonrisa agraria (o ya, mejor agrario-militar).

Tres muchachas -y con ellas, la guardiana- entraron en el locutorio, rompiendo el equilibrio inestable de la situación. Se advertía llegado para Antonio el grave momento de elegir belleza -no nuevo Paris entre beldades celestes, ni jurado perplejo entre miss Europa y miss América: modesto cliente en breve Feria de Muestras-.

– Puede elegir- se le advirtió con voz sibilina.

Su mirada rodó por los suelos; encontró, alineados, tres pares de zapatos: charol, blancos y rojos. En su frente giraba una estrella de tres picos. Cruzó las manos enguantadas, enlazó los dedos. Un perfume blando, amorfo, se deshacía como el almidón en el agua.

Era preciso elegir; se sentía espoleado, requerido en silencio. Las mujeres artificiales se ofrecían ante él en su -peculiar- estado de naturaleza: una maravilla de la técnica moderna.

Era preciso elegir. Y eligió, obediente a un impulso soterrado, o quizá a tina casualidad. Sin saber por qué, pues las tres eran exactas, articuladas.

Una mujer cualquiera, incluso una cualquiera, cuando abandona la posición vertical e imita la de las aguas tranquilas, hace girar a la tierra 90°. El valor de un ángulo recto. Esto es, cambia todas las perspectivas.

Antonio extinguió su experiencia con la voracidad del fuego en el celuloide. Y se encontró otra vez, jinete derribado, caído del cielo, junto a una vertiente de humedad y líquenes.

Mientras, la mujer se evadía, de nuevo nueva.

III

El salón de baile era un prado. Un hermoso y lírico prado, donde la pianola -vaca próvida en armonías- rumiaba, paciente, un rollo de verdes y jugosas notas. ¡Infelice vaca de idilio, rodeada de tábanos vibrantes!

(Existen, sin duda, una fauna y una flora musicales, y no es difícil comprobar en ellas la enorme diversidad de la naturaleza, inagotable en recursos: especies alpestres, lacustres y submarinas, llaman la atención junto a otras más vulgares. Sus catálogos ofrecen: desde ese gigantesco insecto de níquel -familia saxófono- que chupa la sangre con desesperante lloriqueo a un pobre negro convulso, hasta las guitarras -en general, bastante lascivas- cuyas variedades trasatlánticas tienen la voz velada de las alcobas. Desde las amplias corolas, cuyos pistilos filarmónicos fecunda el viento, hasta los volubles juncos de los violines…)

La pianola realizaba a conciencia su trabajo digestivo, tranquila en un rincón. Grandes setas de mármol florecían a la orilla de la multitud danzante.

Antonio Arenas, desde la puerta del salón, recibió en el rostro la bocanada de su vaho estabular. Y la felicidad le envolvió como una bufanda.

Ingresaría, resuelto, en aquella atmósfera húmeda y pastueña; el aire espeso del local podría cicatrizarle los pequeños cortes inferidos por los cuchillos del aire libre. Era una tarde tan fría, que el viento arrancaba de los árboles aceradas hojas Gillette.

Antonio Arenas estaba contento de haber atendido la llamada pintoresca de la puerta. El anuncio del baile pregonaba en caracteres irregulares: LA DIANA, entrada pública. Aún intacto el domingo, sublevado el cielo, perdidos los programas, ¿cómo no seguir la llamada de cualquier pañuelo? No pañuelo, orden de la plaza casi, el anuncio le había obligado a entrar.

Y entró, brillante de charoles y sonoro de espuelas, pasando revista a las botellas negras, con negrura lustrosa de reses de lidia, divisa amarilla y verde; botellas rubias, esbeltas y espirituales; botellas-jefe, y sumisas, firmes, alineadas botellas de gaseosas, con una bola en la garganta.

Estaba contento de haber atendido a la llamada de la puerta. El salón pareció sorprendido ante sus ojos, y hasta la música, después de unos pasos vacilantes y solemnes, había doblado como un pato su cabeza. Las parejas se desprendían en un suspiro de mejillas carmín.

Era el momento en que, rota la disciplina del baile, rota en el mostrador la fila de botellas, todos los grupos destapaban risas y bebidas.

Antonio vio entonces lo nunca visto: lo divino. (Su centro de gravedad emigró, como un globo al que cortan las amarras.) La vio a ella. Es decir, vio a una. A una que era ella.

Ella había quedado en medio de la sala, luciendo sin pudor sus dientes desnudos. Sola entre tanta gente. Las demás muchachas, ágiles y exactas como compases -telefonistas, mecanógrafas-, no sabían acercarse a ella, que tenía algo de presidenta de una corrida de toros. Era la mujer ibérica (y bastante romana), barroca, vegetal, rizada y curva. Una castiza. Su pelo -todo blondo, todo escarolado- resultaba la obra maestra de unas manos cargadas de sortijas. Sobre su frente, sobre la rosada frente de Aurora -porque, naturalmente, se llamaba Aurora- pendían seis interrogaciones iguales en forma de rizo. Tres pares de interrogaciones para colgar, trofeo venatorio, las miradas de los hombres. ¡Cuántas miradas -dobles, puntiagudas- perseguían su carne intacta! ¡Cuántas miradas de codicia negra y campesina!

A su lado las otras muchachas, de tipo elástico y sucinto, eran Gracias menores. Aurora inspiraba un culto especial, impresionante, como si todos la identificasen con la deidad que siempre habían visto representar a la Patria en las alegorías, entre emblemas de las artes y las ciencias.

Ahora, en pie, quieta -y antes bailando-, se comprendía bien que era mujer sentada, quizás recostada, como la Cibeles o como las matronas de las monedas hispanas. Tenía arquitectura de mujer sentada. Sus pies eran pequeños y superfluos remates, y toda su armonía en curvas gravitaba sobre un punto central, oculto y señalado.

Antonio se acercó a ella en solicitud del próximo baile. Aurora le miró con un signo positivo, de asentimiento. Y cuando otra vez la pianola comenzó a peinarse su larga melena, cuando otra vez se ordenó la corriente humana, compleja y sideral, puso la mano en el hombro de Antonio, y adelantó la pierna, redonda en blanca seda.

Su cintura era ingrave, cambiante, reiterada marea.

Bajo la rubia balumba de su pelo asomaba, tierna, una caracola de verdad -de carne, de nácar- y un aro de oro, temblando.

Su risa era excesiva, y su voz escapaba de su garganta a raudales, calientes y turbios. Su danza, económica y sin vacilaciones. Una estela de perfume, fugitiva, apretada y entera, ofrecía un rastro, un hilo de Ariadna para seguir sus giros en el laberinto de parejas.

Hubo un momento, mientras la música se dormía en las ramas, en que abandonó su cabeza, tesoro marino, en el hombro del cazador. Había perdido la cabeza, y su cuerpo, no vigilado, a la deriva, reclamaba todas las inquietudes.

(A él le sorprendió esta actitud. Pero sólo más tarde, en nuevas ocasiones -todavía futuras-, pudo aquilatar el extraño fenómeno: cuando Aurora perdía la cabeza, cuando a Aurora se le vaciaba de expresión la cabeza, los mandos de su persona se reunían en otra cualquier parte de su cuerpo -en una mano, en un pie impaciente-, y entonces, si se quería dialogar con ella, acéfala, era preciso entrar en relación con el órgano habilitado, cuya fuerza expresiva nadie sospecharía.)

Por lo pronto se sintió Antonio portador de un secreto, depositario de una forma del aire. Sus pasos se hicieron rígidos, con un crujido seco. Su estilo de danza, charolado, tenía el repeluzno trágico de la Caballería; era el viento que dobla los rastrojos y arrebata los jaramagos con su mano sucinta, y persigue los vilanos. Sus piernas, envaradas en las polainas, giraban con seria precisión.

… Ahora se detuvo la música de improviso. Las últimas notas se alejaron en tropel, hasta desvanecerse. Y el silencio se abrió paso, como el oficial que entra en la compañía: los talones se habían juntado y los brazos habían caído a lo largo del cuerpo, según el Reglamento ordena.

Aurora interrogaba con todos los rizos de su pelo. Antonio mostraba frente a su frente el gesto alucinado que sobreviene al final de una marcha, tras una fuga áspera y nocturna.

Seguros ambos de su amistad venidera, de su amor sin explicaciones, se sentaron juntos, en un rincón. Pero esa misma seguridad les vedaba cualquier posible diálogo. Sólo contaba con su efectiva presencia: no tenían pasado, y el porvenir estaba en sus manos, sumiso. ¿Qué frases, qué pretensiones, qué indagación -si todo estaba intuido- cuartearían el bloque de silencio interpuesto entre ellos?

Aurora, dócil a su instinto, eligió la curva irónica. (Es decir, se salió por la tangente.)

– Bailas -dijo- como si estuvieras haciendo la instrucción militar. Una vuelta a la derecha y otra a la izquierda.