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Las mil pupilas de la relojería -argos del tiempo- duplicaban en sus cuerpos el martirio de San Sebastián.

También ellos, transeúntes, llevaban un ritmo preciso, de maquinaria fina. Sus pasos eran ruedas de diferente radio: caminaban a distinta velocidad y siempre iban acordes, engranados. Los de ella, frecuentes, nerviosos, breves. Los de él, largos, lentos, pespunteando el borde de la acera.

– ¡Qué andrajoso es el invierno!- suspiró Aurora.

El asintió:

– Tus manos, que en otro tiempo plisarían horizontes, tienen ahora que coser los paños desgarrados de las nubes.

Sin premeditarlo, como los ríos afluentes, buscaban las grandes avenidas. Las calles más abiertas, por donde huían, persiguiéndose de esquina en esquina, los anuncios luminosos.

Era la Navidad, y todo el suelo estaba sembrado de agujas de agua que crujían bajo las botas de los chóferes. Un cielo de lana de los Pirineos amortiguaba las miradas, enguataba las voces. (Un cielo blando, como el fondo de ese cajón del que ya han desembalado los regalos de fin de año.) Naneaban los patos a la orilla de los casi azules, grises danubios de asfalto, mientras que los corderos, sobre baldosas blancas y negras, dormían un sueño laxo, de cuerdas rotas, y los pescados -piezas de metal, idénticas y bruñidas- se alineaban formando los cuerpos, las escuadras de un ejército chino.

Los gansos recorrían la jaula como angelotes gordos.

Las botellas de champaña con sus caperuzas verdes, plata, se agrupaban -proyectiles del armisticio, como los cargados fruteros- en los comedores de los hoteles. El jazz golpeaba en todas las claraboyas y sonaba en los teléfonos de todas las habitaciones.

En una cocina habían degollado a un arcángel; copiosa nevada de plumas blanqueaba el pavimento. En otra cocina habían violado a una niña; la sangre gritaba en la cal de las paredes; y en el caparazón de la langosta se cocía su carne de nardo…

Las aspas luminosas de los rascacielos volteaban miradas amplias. Las esquinas devoraban grupos de gente aterida; oscilaban las empañadas puertas, y los gallos, pendientes, se derramaban en rizada bola de colores.

La multitud lenta, suave como la nieve, iba descendiendo hasta cubrir la ciudad. De vez en cuando, el frío, con sus curvos sables, cargaba sobre la multitud…

Volvieron. La ruta insistida de los automóviles helaba el suelo en vueltas arriesgadas.

Volvieron con las retinas cargadas de colores frescos. Una emoción de Navidad, no adulterada, enlazaba sus brazos, sus dedos, sus ánimos.

No había nadie en la casa. Todas las habitaciones estaban llenas hasta la puerta de un silencio denso como el aceite, que se apartaba pesadamente para dejarles paso.

Antonio puso el cinturón y el sable sobre una silla, y se sentó en otra. Tenía frío: sus rojas y cebadas manos, ya desolladas de los justos guantes, se frotaban con furia. Brillaban por el suelo las decembrinas estrellas de sus talones; crujían las articulaciones de sus rodillas.

Aurora puso en la mesa dos copas y una botella de coñac. El cruzó las piernas y levantó la cabeza…

Por templar el aire, el niquelado cuello de cisne del gramófono comenzó a beber en el disco acentos norteamericanos. (El silencio se había pegado a las paredes. La intimidad se había roto en pedazos.)

Se apresuró la mujer a cortar con unas tijeras el delgado hilo de voz que marcaba una frontera entre sus cuerpos, y otra vez el silencio avanzó hacia el centro. El colapso de la máquina parlante les había devuelto su intimidad.

Aurora, pensativa, iba comprobando en el rostro de su novio su hoja de filiación: Ojos azules. Color moreno. Pelo rubio…

Antonio recordaba en la cabeza de Aurora el olor a raíces, a madera cortada. Conjugó apagadamente:

Aurora: yo quisiera, querría, quisiese…

Desde la alta perspectiva de los dioses y los aviadores, el mar no es, como desde la playa, una masa amorfa y caótica. Está lleno de triángulos, de planos, de líneas, de interferencias, de reiteraciones, de pliegues que se doblan y desdoblan como limpias sábanas de agua.

Entre las sábanas de su cama, Aurora parecía una deidad marina. Su cabeza, desmelenada de rubias algas, reposaba sobre la almohada de sus brazos paralelos. El alba dual de su pecho se cubría de espumas de encaje. Todo su cuerpo -presencia de una fuga- se evadía en la indecisión. Surgente, insurgente.

Las piernas, bajo la ropa. La rizada concha del sexo, replegado el vértice entre las ingles…

Era una divinidad. Pero como divinidad, inaccesible, inabordable, y siempre en cierto grado de ausencia.

Antonio, mudo y vertical, la contemplaba desde la orilla.

– ¿Qué piensas, Antonio?

– Pienso…

El rostro se le había encendido como un farol de alarma.

– Pienso en los caballos del cuartel, viendo sueltas la bridas de tu pelo. Pienso en los gallos furiosos…

Ella sonreía. Rezumaba sonrisa por todos los poros de su piel. Su ancha garganta estaba tirante de arterias, acorsetada.

– Aurora: así, no te conozco.

No la reconocía. Era otra. O, al menos, ¡qué otra era! Su expresión genuina se había disipado de la cara, y vagaba por todo su cuerpo, como un ave fatigada que no encuentra dónde posarse: a veces, insinuada en una rodilla; a veces, temblando en un pecho.

– Antonio, ¿en qué piensas?

Se deslizó por la sábana, alpinista de paisajes lunares.

Antonio se sentó en el borde de la cama.

VI

Antonio entregó el sable en la armería y el uniforme en el almacén. Allí quedaba aquél, espiga anónima en una gavilla de hojas de acero; allí los vacíos moldes de las piernas, los charolados correajes, las espuelas, esperando a un soldado futuro, incierto, que volvería a recogerlos de entre las demás piezas idénticas.

Tal vez ya nunca coincidieran en otro cuerpo: cada una, por su lado, acudiría a un recluta distinto. En sonando los relinchos, las trompetas del Juicio Final, cada una se prestaría a completar la apariencia castrense de un hombre.

Quizá dos soldados se habrían de disputar una escarcela. Quizá otro se ocultará, triste, monstruoso, con dos polainas correspondientes a la pierna izquierda…

Nadie podría encontrar su caballo.

Antes de echarse a la calle, alegre nadador del aire libre, dedicó un recuerdo a su caballo (un día, potro de tormento; ahora, elástica sede). Quiso despedirse de él, anegado en sentimentalismo como un guerrero tártaro.

Y entró silbando en las cuadras -¡cuántas veces, Hércules sometido, había limpiado aquellos establos!-; pasó ante la apretada galería de relucientes grupas; se detuvo ante un pesebre…

– Yo me voy para siempre. Tú te quedas para siempre -dijo.

Acarició el ancho cuello; el belfo húmedo, rosatierno.

El caballo le miraba con su ojo impasible, de azogue. Ríos gruesos, azules, corrían bajo su piel -guadianas de sangre que se perdían bajo la musculatura para reaparecer luego-.

– Yo me voy. Tú te quedas. Eso es todo.

El animal seguía ajeno, rumiando fantasmas. Mientras una cólera espesa, un vino espeso y colérico, brotaba de Antonio, desde las raíces, hundidas en un montón de paja, hasta las sienes, sensibles al viento.

Indómita, su libertad le dolía, dentro, sin posible control, sin freno. Se le derramaba por la torcida boca, y le crispaba las manos.

Cogió la cuerda y apretó hasta obtener del caballo esa risa mortal de los caballos cuando claman al cielo.

Crecía su extraña ira, y cada vez era más estrecha la cintura de cuerda y argolla oprimiendo el belfo sofocado y palpitante de la bestia. Fingieron las herraduras en el suelo un fracaso de porcelana; se desmoronó la grupa. Las quijadas abiertas, de caballo de ajedrez, reían ya agónicamente…

El furor de Antonio desapareció, filtrado, en un instante. Abatido, tranquilo, sus dedos volvieron a acariciar la crin, a suscitar una paz anónima, piafante.

– Me voy.

Sus enormes botas de cuero separaron el montón de paja húmeda y se alejaron despacio, con calma, como dos perrillos que se persiguen jugando.

Abandonadas las dermatovértebras de su esqueleto militar se sentía ligero, flexible, enriquecido en posibilidades. Tenía la documentación en la cartera, y en los oídos, voces de los cuatro puntos cardinales.

Salió a la calle. Dejó atrás -imperfecto pretérito- el edificio rojo, mudo, del cuartel, con sus cuadras oscuras y sus garitas -esas quietas palomas- en la puerta. Cada vez más reducido, arrinconado en el fondo, conforme el protagonista arribaba al gran plano, rasgado en sonrisa, de una libertad, mejor que recuperada, nueva.

El aire estaba terso como una manzana. Rubio, intacto, suave, sin las cicatrices de las trompetas. Los soldados, apremiados por el ansia de hacer efectiva su flamante situación, habían corrido a henchir los apacibles sótanos de las bodegas, a cantar bajo el vientre de los toneles -descabezados paquidermos-, bajo la cabeza inmóvil de un toro de lidia, y a saciar la sed de todo un año haciendo que el vino, continuo en las gargantas, presente en el olfato, penetrase también en los cuerpos por los poros de la piel.

Antonio iba solo. Borracho de aire. Para él, las calles estaban renovadas, tenían una dimensión ociosa y festiva.

Nunca hasta este momento había recibido la sensación -la sensación sorprendida- del verano inminente. Las señales de la naturaleza son más humildes y tácitas. En la ciudad, el advenimiento del estío se prepara con una intensa propaganda.