Al campeón se le licuaba el rostro en sonrisa. Una sonrisa malicio-bondadosa.
– Yo… -comenzó a decir el soldado. Pero le bastó con ondear la bandera del pronombre personal. La frase quedó deshilachada, en el aire.
Su reciente voluntad de ser (cuando menos, atleta) gritaba como una bandada de pájaros en las ramas de sus nervios.
Frente a él, ella.
Y el otro. Ese otro caído del cielo, nuncio de su destino.
Un resto de cerveza dormía en el fondo de la tarde amarga.
IV
En el mismo día había encontrado el cazador una pieza digna de acoso y -rara avis- un amor aéreo que prestara su gracia de hélice a las futuras, vigilantes jornadas.
Cuando la tarde había caído, redonda, vuelto a su cuartel, ni el toque de retreta ni el de silencio amansaron el encrespamiento de su alma insomne. De su alma, ávida de llanuras.
Los sangrientos ojales abiertos en la piel de la noche por las picas de la corneta, la hacían más imponente y trémula. Ardían las constelaciones, y la carne espesa del cielo tiritaba de furia.
Todas las cosas tenían ahora otro modo de ser; todas las cosas mostraban sus entrañas.
Soldado Antonio Arenas, ¡qué cambiado tú, del domingo al lunes!
Un campesino, un proletario, un soldado raso, puede convertir su brazo en mástil sobre la cubierta del ring o beber el triunfo en la copa de los campeonatos, sin trámites, sin escalafones: en un momento afortunado. Para ello no ha de contrariar su personalidad sino realizarla plenamente.
Antonio había disparado siempre el mecanismo de su vida sobre metas próximas. En lo sucesivo, su puño seguiría hiriendo a un adversario inmediato, concreto; pero cada uno de sus golpes repercutiría en todo el planeta: sus efectos doblarían la comba espalda del horizonte y serían recogidos en millares de hojas de papel rosa, blancas; vibrarían con la emoción-esqueleto del telégrafo y con la emoción ultratelúrica de la radio…
Héroe villano, armado de sus brazos, tenía un estímulo voltijeante, aspado, risueño, para sus empresas. Un estímulo de neta estirpe caballeresca: su amor sin palabras.
El amor creció, paralelo, en ellos -en él y en ella; en Antonio y en Aurora-, aumentando en progresión geométrica, hasta hacer saltar el almanaque de domingo a domingo.
Ya al día siguiente había cantado, amarillo en la ventana de la mujer, y relucía en el betún con que el soldado -la imaginación, desertora- lustró sus polainas. Como el agua en una inundación, subía su nivel, ocupando todos los espacios vacíos para rebosar en seguida. Poco tiempo después ya lo había invadido todo; a todo le comunicaba su tinte pensativo.
Por las rampas del cielo bajaba el Amor durante las guardias de los días lluviosos para jugar con Antonio a los dados, mientras cabeceaban misteriosamente los caballos desvelados, y los pasos del centinela sellaban con insistencia la tierra húmeda.
Aurora, entre las cenefas de papel estampado y las tazas de porcelana, afilaba el cuchillo de su pensamiento, de su sentimiento, dichosa como ausente.
Por obtener un documento fidedigno de su amor (esa acta para la constancia eterna que es una fotografía) decidieron, habían decidido, ir el próximo domingo a retratarse. Ante el ojo providencial y alucinante de la máquina plasmarían el momento, y quedarían inseparables en la cartulina.
Llegado el domingo próximo, cuando se encontraron, se encontraron cara de fotografía: una cara especial de yeso, de peinado impecable, mirada de cristal y sonrisa delicadamente idiota.
Y no es que no tuvieran -sobre todo Aurora- un concepto claro y vivaz de la Foto. Es que iban tristes, con esa tristeza canina que nunca pueden evitar los que se retratan un domingo por la tarde.
¿Se conoce la perfidia de las mamparas cubiertas de tarjetones y cartulinas? Pasaron la vista por copiosos muestrarios: mozas que enseñaban los dientes; mozas altas, angulosas, con la mano derecha en el respaldo de una silla; toreros anónimos, muertos más tarde en el Hospital General a consecuencia de una cogida… Como un entomólogo, catalogaron los gestos clavados en los muestrarios, desde el gesto suculento y emperejilado del carnicero, hasta el gesto de asfixia de la muchacha tuberculosa.
Cansados, coincidieron sobre el retrato de una bailarina desconocida que exhibía en balde su desnudo. Estaban confusos al no encontrar ni una sola referencia a su deseo.
Resumió Aurora:
– Todas tienen algo extraño.
Antonio, en un momento de oscura penetración, explicó:
– Lo que tienen es que cualquier día pueden salir en la crónica negra de los periódicos o llenar una página de semanario ilustrado. Todas sufren un destino trágico, de crimen pasional, aunque no todas lo cumplan…
– Es verdad. Son fotografías de doble suicidio por amor -corroboró ella.
Y decidieron no retratarse.
El amor les llenó los pulmones, libre de un vago peligro.
V
Dentro del marco de la ventana se veía su cabeza, planeta fiel alrededor de la bombilla. Su cabeza sonámbula; cérea, hueca y bella cabeza parlante que Antonio, parado en la calle, contemplaba con arrobo rústico-místico.
La ventana era pequeña, azul. Los muros, de cal mojada. El invierno hacía temblar las rosas planas de encaje que orlaban la cortina, y añadía profundidad a los hondos espejos.
Antonio, como un cazador persa, lanzó una flecha de su garganta. Aurora, tocada, abrió mucho los tiernos ojos de gacela y asomó a la ventana. Su pelo estaba helado como la corteza de los álamos.
Había abandonado la mano sobre el brazo de su novio, como se abandona un guante sobre una balaustrada.
Paseaban. Paseaban ante las puertas sucesivas: ante las templadas tahonas; ante las fruterías, cargadas de aromas tropicales; ante la carpintería, donde los montones de viruta delataban el furtivo peluquero de niños rubios…
Las mil pupilas de la relojería -argos del tiempo- duplicaban en sus cuerpos el martirio de San Sebastián.
También ellos, transeúntes, llevaban un ritmo preciso, de maquinaria fina. Sus pasos eran ruedas de diferente radio: caminaban a distinta velocidad y siempre iban acordes, engranados. Los de ella, frecuentes, nerviosos, breves. Los de él, largos, lentos, pespunteando el borde de la acera.
– ¡Qué andrajoso es el invierno!- suspiró Aurora.
El asintió:
– Tus manos, que en otro tiempo plisarían horizontes, tienen ahora que coser los paños desgarrados de las nubes.
Sin premeditarlo, como los ríos afluentes, buscaban las grandes avenidas. Las calles más abiertas, por donde huían, persiguiéndose de esquina en esquina, los anuncios luminosos.
Era la Navidad, y todo el suelo estaba sembrado de agujas de agua que crujían bajo las botas de los chóferes. Un cielo de lana de los Pirineos amortiguaba las miradas, enguataba las voces. (Un cielo blando, como el fondo de ese cajón del que ya han desembalado los regalos de fin de año.) Naneaban los patos a la orilla de los casi azules, grises danubios de asfalto, mientras que los corderos, sobre baldosas blancas y negras, dormían un sueño laxo, de cuerdas rotas, y los pescados -piezas de metal, idénticas y bruñidas- se alineaban formando los cuerpos, las escuadras de un ejército chino.
Los gansos recorrían la jaula como angelotes gordos.
Las botellas de champaña con sus caperuzas verdes, plata, se agrupaban -proyectiles del armisticio, como los cargados fruteros- en los comedores de los hoteles. El jazz golpeaba en todas las claraboyas y sonaba en los teléfonos de todas las habitaciones.
En una cocina habían degollado a un arcángel; copiosa nevada de plumas blanqueaba el pavimento. En otra cocina habían violado a una niña; la sangre gritaba en la cal de las paredes; y en el caparazón de la langosta se cocía su carne de nardo…