Grandes rebaños de maletas se orientaba hacia prados recién florecidos de ventiladores. La resaca del tiempo había amontonado en los escaparates de los grandes almacenes sombreros blancos y zapatillas de paja, leves ya como el paso de las bañistas; canoas, vaporcillos, aviones con olor soleado a pintura fresca; lánguidos maillots, esponjas rubias como una estrella de cine, jerséis ligeros fruncidos por los dedos del aire; y esos caballos nautas, verdaderos monstruos marinos de goma verde, cuyas crines son algas, cuyos jinetes son sirenas -hermanos afortunados de los caballitos de la verbena…-.
El tiempo se vestía de telas a rayas. A rayas azules y blancas, salmón y blancas. En la imaginación de Antonio, hasta el caballo recién abandonado se había convertido en una cebra.
Antonio Arenas se encontró, de pronto, parado ante los escaparates de unos almacenes de ropa, a cuya puerta hacían centinela dos maniquíes de cartón en traje de cazador, con una pluma en cada sombrero.
Entró, por un movimiento en gran parte instintivo. Sentía la necesidad -confusamente- de completar su transformación. Se alejó entre los parapetos de los mostradores, y cuando, un rato más tarde, volvió a transponer la puerta, los maniquíes-centinelas no le reconocieron: era otro.
Otro, de raíz. Había abandonado -como serpiente que abandona la piel- su alma rígida, acharolada y metálica, sin recuperar por eso su alma antigua, verde-montaña. ¿Quién le había enseñado esta sonrisa inédita, la misma con que el deportista expresa su confianza ante el peligro?
En el momento único, propicio a la elección de camino, tono e indumentaria, había cedido a la sugestión del verano incipiente. Eligiendo una camisa azul, un cinturón rojo, un traje gris claro, una sonrisa lavable y un gesto reluciente de celuloide.
Su pelo rubio partía de la frente hacia un lado, como los juncos a la orilla del agua.
Sus manos, turbadas, sin guantes, sin sable, sin saludos, se hundían, como perdices muertas, en los hondos bolsillos.
A partir de aquel día, cada mañana -marinero en puerto desconocido- se disponía a consumir con fruición su ración espléndida de horas libres; a comprobar su libertad, como se comprueba un reloj recién comprado hasta cerciorarse de su perfecto funcionamiento.
El era el desocupado que se para ante los rascacielos, viendo cómo chorrea el sol por sus aristas hasta regar las anchas avenidas; que se detiene a contemplar la agitación de talleres y estaciones.
A veces iba a esperar el paso de los soldados, sólo por el gusto de no saludar la bandera; de permanecer con las manos ocultas, estacionado entre la gente, mientras desfilaba la tropa.
Nostalgias brotadas del substrato rústico de su alma le empujaban a espiar en medio de la ciudad los detalles agrarios que pudieran haberse injerido en ella. Sus pulmones perseguían el vaho turbio y espeso de las cuadras, en cuya penumbra relucen, limpios, los lomos de las bestias. Acudía también a rodear la cintura de la Plaza de Toros, por escuchar mugidos prisioneros: sus esclusas -sumideros recatados- arrojaban, caída la tarde, los restos deshechos, las palideces inverosímiles de la corrida. Algunas veces lograba forzar el revés de su patio, taller de resparaciones donde recauchutaban el vientre de los caballos cuando un puntazo les ha hecho alumbrar interminables bolsas de neumáticos estrangulados.
Estas perseguidas sensaciones, alimento de su raíz campesina, no impedían que el aire de la ciudad le aliviara el color, le perfilara el gesto y le fuese dotando de sus quiebros y frialdades.
Entre los atletas, blancos de harina y sonrosados, su piel oscura le fingía invulnerable.
– Protegido por ese cuero -le decían-, bien podrás vencer incluso a los púgiles australianos, incluso a los yanquis.
Al principio, el gimnasio había sido para él un espectáculo casi tan sorprendente como -meses antes- el Parque Zoológico. Cada deporte, en efecto, parecía conducir a la diferenciación de un tipo físico, de una subespecie, pudiéndose distinguir el formato del lanzador de disco, el del corredor pedestre y el del arlequín sucinto, futuro campeón de los ciclistas y bebedor de los vientos en copa de plata-Pero pronto fue él, Antonio, quien constituyó un espectáculo para el gimnasio: su nombre había comenzado a circular como unas acciones nuevas que se lanzan al mercado, como una divisa con la que podrá jugarse al alza o a la baja. Grupos de hombres desnudos presenciaban siempre sus ejercicios y entrenamientos, formando el público de aquel auto sacramental en que un boxeador combate a su propia sombra, héroe de luchas interiores, tácitas y enconadas. Bajo el arco voltaico, su espalda -tiras de goma, anchos bandajes- hervía, como el mar, de músculos y peces. Doblado, en guardia perfecta, ocultaba la cabeza entre los guantes, mazas terribles un momento después, hiriendo los cóncavos costados del aire. O bien, giraba en persecución del astuto enemigo, esquivo fantasma tan pronto replegado como dilatado.
Flagelado y reluciente su cuerpo por la ducha, restituido a la calle, cortaba luego con su perfil enérgico la blandura vespertina. Los recios colores de su corbata le afirmaban, haciendo de él una referencia. Se entrecruzaba con gente apresurada. Se paraba acaso ante el escaparate de una agencia donde un cartel de tonos suaves cooperaba a la seducción de Venus Traslaticia: su vista viajaba, inmóvil, en las maquetas de los grandes trasatlánticos.
Su puño -halconero del triunfo- se derramaba en el fondo del bolsillo, ardiente, cansado, suelto ahora.
VII
Su prehistoria había palidecido hasta quedar casi borrada, traslúcida como la luna al mediodía. El volumen de sus recuerdos agrestes se había retirado hacia el fondo; la aldea era un dibujo incompleto sobre un lienzo plomizo, tras una falsilla de lluvia, pájaro preso en líquida red.
Todo su pasado se reducía a signos. Las sensaciones que persistían iban unidas, uncidas a imágenes visuales: el trote de un caballo, a la máquina de coser; el frío, al cartel fijo en el muro del molino, en que un viejo afilaba su cuchillo sobre la rueda de un automóvil; el verano, al papel de fumar Bambú… Lo presente, lo inmediato, ocupaba toda su atención. Y él lo vivía, sin otros resquicios al pretérito que esos rastros indecisos.
Pero el presente se componía de dos planos cinematográficos: un gran plano con el rostro de Aurora y, a través de él, todo el paisaje en movimiento. Así, Antonio conocía la realidad, diáfana, pero cernida por la persona de Aurora.
Junto a su figura sucinta, la de ella parecía un despeinado manojo de viento.
Paseaban entre los fugitivos, perseguidos árboles. Abandonado el pequeño tranvía que ciñe la cintura de la ciudad, iban pisando la carne fresca del campo, borrando otras huellas con sus huellas. Músicas rotas, voces cortadas les llegaban desde lejos. Nubes sucias se deshilachaban en los charcos. Entre el césped brillaba la vía del ferrocarril suburbano.
Entraron en una sidrería oscura, con olor a mariscos, toda llena de caras rojas, risueñas, alrededor de las mesas. La atmósfera era allí densa de humo y risas alcohólicas. Crujían las tablas negras del pavimento. La sidra caía al suelo sobre los rotos corales amontonados, sobre los cementerios de crustáceos; las botellas se desangraban como gallinas degolladas. Párpados cargados incubaban el sueño; manos grandotas acariciaban los jarros de porcelana…
Ellos, desde un rincón de aquel cuadro holandés, contemplaban la gesticulación barroca de la gente. Y el sueño vínico les penetraba, aflojando resortes en templado desmayo. Ante los ojos de Antonio, la sidrería oscilaba como la cubierta de un navío.