Por lo demás, a ella, a la encantadora Rosa, poco le importaban los chismes, las habladurías de la gente, ni el «qué dirán»; buenas pruebas tenía dadas del más impávido desprecio hacia la opinión ajena. Ahí estaba ahora, sonriente y feliz, tan fresca cual su nombre, presidiendo la mesa a la diestra del gobernador. ¡Admirable aplomo el suyo! Sonriente y feliz, lucía en medio de todos nosotros, autorizada por las barbas venerables de su excelencia, con un dominio pleno de la situación. Y no puede negarse que fuera emocionante el momento, aun para quien, como yo, apenas si tenía otro papel que el de figurante y comparsa en aquella comedia absurda. Había oscurecido ya, y caía sobre nosotros esa humedad fresquita que, la mayor parte del año, viene a permitirnos vivir y respirar, siquiera por las noches, después de las atroces horas de sol. Estábamos sumidos en la penumbra; los sirvientes del Club iban y venían, descalzos, oscuros, por la terraza, desde donde se veía el dormido rebaño de automóviles, agrupados abajo, en la explanada. Del fondo de la selva nos llegaban a veces gritos de los monos, perforando con su estridencia el croar innumerable, continuo y cerrado de las ranas, mientras que ahí, a un lado, muy cerca, encima casi, perfilaba en el puerto su negra mole el Victoria II, que zarparía de madrugada llevándose a Rosa y a su dichoso marido…
La cena comenzó en medio de gran calma, y así discurrió, un poco fantasmal, apacible, hasta los postres, sin particularidad de ninguna especie, aunque no sin una creciente expectación. Estábamos en penumbra; no teníamos luces sobre la mesa; para evitar la molestia de los insectos, nos conformamos con la iluminación lejana de los focos, a cuyo alrededor se agitaban espesos enjambres de mosquitos y mariposones. Comíamos, hablando poco y en voz baja, y no dejaba de haber emoción en el ambiente. Pues es lo cierto que todos esperábamos, barruntábamos, algo sensacional; y, por supuesto, lo deseábamos. Nos hubiéramos sentido defraudados sin ello, y fue un alivio cuando, al final, ya con el café servido y prendidos los cigarros, explotó -y ¡de qué manera!- la bomba.
Hubiera podido apostarse que a la majadería de Ruiz Abarca, el inspector general, correspondería provocar el estallido. Lo vimos alzarse de la silla, pesadamente, y, en alto la copa de vino que tantas veces había vaciado y vuelto a llenar durante la comida, farfullar un brindis donde salían a relucir de nuevo, con reiteración insolente, las bondades de que la señora había sido tan pródiga, y donde otra vez se proferían insidiosas y torpes quejas por el desamparo en que a todos nos dejaba. Entonces Robert, que había escuchado sonriendo, un poco pálido y, al parecer, distraído o ensimismado, se levantó de improviso a pronunciar el discurso de réplica que tan famoso haría aquel evento social. Me limitaré a reproducir aquí, sin muchos comentarios, la curiosa pieza oratoria; y no se piense que es mérito de mi sola memoria la fidelidad textual con que lo hago, pues, aun cuando ha pasado ya algún tiempo, todavía sale a relucir de vez en vez en nuestras conversaciones, después de haber dado materia durante semanas y meses a debates, discusiones y disputas. La fijación de sus términos exactos es, por lo tanto, obra del trabajo colectivo.
Pidió, pues, silencio nuestro director de Embarques con un gesto de la mano, cuya imperiosa decisión tuvo la virtud de interrumpir el ya enrevesado, farfullento, interminable brindis del borracho, y se paró a contestarle; no se diga ante qué expectación. Todavía se dio el gustazo de aumentarla al concederse una pausa, ya en pie, para prender su cigarro y sacarle un par de lentas chupadas; y luego, con voz bajita y despaciosa, algo vacilante, aunque controlada, rompió a hablar. He aquí lo que dijo: «Señor gobernador, señores y amigos míos: Pocas horas faltan ya para nuestra partida; el barco que ha de restituirnos a Europa ahí está, con nuestros equipajes, esperando a que amanezca para levar anclas. Cuando dentro de un rato nos separemos, será acaso para no vernos ya nunca más, y sólo de la casualidad puede esperarse que concierte nuestro futuro encuentro con alguno de ustedes, Dios sabe dónde ni cuándo, pero desde luego en condiciones tan distintas a las actuales que seríamos como de nuevo extraños, como prácticamente desconocidos. Y, sin embargo, ¡qué enlazadas han estado nuestras vidas durante este último año de mi permanencia en África! Ahora, al dejar la colonia y separarme de ustedes, siento una especie de íntimo desgarrón, y no puedo resistir el deseo de comunicarles mis ocultas emociones, que hasta hace un rato dudaba todavía si descubrirles o, por el contrario, reprimirlas y reducirme a ofrecerles en tácito homenaje a su amistad esta modesta despedida. Pero he pensado que tal vez incurriría en deslealtad hacia excelentes amigos si me llevara conmigo un pequeño secreto, un secreto insignificante, quizá ni siquiera un secreto, pero que concierne a nuestras respectivas relaciones y cuya declaración puede aplacar la conciencia de algunos, confortándome a mí, cuando menos, con la sobria alegría de la verdad desnuda».
Hizo aquí una pausa, y volvió a chupar el cigarro calmosamente. Nadie respiraba; más allá, tras los criados que, apartados, respetuosos, escuchaban junto a las columnas, se oía el áspero y seguido croar de las ranas y, de vez en cuando, el chillido de algún simio.
Continuó diciendo el director de embarques con voz ya afirmada y en la que ponía ahora un cierto matiz de complacencia nostálgica: «Permítanme, queridos amigos, recordar la hora de mi primera llegada a la colonia. Circunstancias azarosas de mi pasado me habían empujado a este exilio donde esperaba reponerme de muchos desengaños y -¿por qué no decirlo?- de muchos quebrantos económicos. Sí, ¿por qué no decirlo abiertamente, entre compañeros? Es humano y es legítimo; y todos nosotros, sin excluir al propio señor gobernador (aun reconociendo sus altas preocupaciones e intereses superiores, voy a permitirme no excluirlo -agregó con una mirada de reto cordial, que el dignatario acogió benévolamente-); todos nosotros, digo, incluso él, afrontamos la expatriación, las fiebres, las lluvias torrenciales, la aprensión de los indígenas, el castigo del sol, la mosca tsé-tsé, en fin, cuanto a diario constituye motivo de nuestras quejas, y, sobre todo, ese implacable deterioro del que nunca nos quejamos para no pensar en él; afrontamos todo eso, y ¿por qué? Pues porque, en cambio, el dinero corre aquí en abundancia, con aparente abundancia, aparente no más; pues, bien mirado, constituye mísero precio para nuestras vidas; y si así las malbaratamos, es por no estimarlas gran cosa en el fondo de nosotros mismos, de modo que hasta creemos realizar un buen negocio y nos hacemos la ilusión de recibir paga generosa… Más vale eso; todos contentos… Pero, señores, les pido perdón; estoy divagando. Decía que a mi llegada sentí una entrañable solidaridad con todos ustedes. En cierto modo, todos estábamos aquí proscritos, con la nostalgia de aquello por amor de lo cual hemos caído en este pantano, hundido el cuerpo en medio de la selva y yéndose el alma hacia allá. Entonces pensé cuánto bien podría traernos a todos la presencia de Rosa. Esta no es tierra para nuestras mujeres, cierto; pero ella -ustedes bien lo saben- no es ni pusilánime, ni abatida, ni agria; sabe llevar a cabo con la sonrisa en los labios cualquier sacrificio; a nada le hace ascos… En fin, resolví traérmela conmigo en el viaje siguiente; regresé, pues; se lo propuse, aceptó ella, y en estos momentos, cuando nos aprontamos a regresar de nuevo a la patria, creo que ya puedo darme por contento de mi iniciativa y de nuestra resolución. Ustedes por su parte -ya se ve-, sólo saben lamentar la ausencia y orfandad en que esta excepcional criatura les deja. Y lo comprendo, señores, amigos míos; lo comprendo perfectamente. No piensen que ignoro lo que ella ha sido para ustedes durante este año; la idea de que pudiera estarlo ignorando me produce a mí tanta vejación como debe producirles regocijo o -acaso- vergüenza a ustedes mismos. Pero, no; por suerte, no lo ignoro, ni tampoco veo motivos para lamentarlo. Sé muy bien cuáles han sido los particularísimos favores que Rosa ha discernido a cada uno de ustedes, y con no menor precisión estoy informado de la esplendidez exhibida por cada uno al retribuírselos. ¿Cómo hubiera podido ignorarlo, si ella acostumbra depositar en mis manos el cuidado de todos sus intereses, tanto materiales como espirituales?… Y, al llegar a este punto, sería una falta de hidalguía por mi parte no rendir el justo tributo al desprendimiento con que todos ustedes han sabido corresponder a las bondades de esta mujer admirable. Desprendimiento -debo decirlo- hasta excesivo en ciertos casos. Que el señor gobernador, quien fue – según corresponde a su eminente posición- el primero en honrar con sus asiduidades nuestro humilde hogar, quisiera colmar de dádivas a la mujer en cuyo seno le era dado olvidar un poco las abrumadores responsabilidades de su cargo, santo y bueno. Pero es, amigos, que ha habido conductas muníficas, aun en mayor grado, si cabe; y yo me siento en el deber de proclamarlo. Resulta conmovedor, por ejemplo, el caso de algunos colegas, que no nombro por no herir su modestia, quienes, cuando les llegó el turno y oportunidad de mostrarse a la altura de sus superiores jerárquicos, no escatimaron sacrificios, ni han vacilado siquiera en empeñarse y contraer deudas para que su nombre quede escrito en nuestra memoria con letras de oro. Rosa, cuyo corazón es del mismo metal precioso, a duras penas se ha dejado persuadir por mí de que devolverles parte de sus obsequios hubiera podido ser ofensivo para quienes con tan devoto sacrificio los hicieran…»