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Corrían los segundos. Y un hilo de sangre por su cara. 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7…

El ángel puso su pie rosado sobre el pecho del negro boxeador. (Alborozo de alas y palmadas.) Mientras levantaba el árbitro -indicador lineal del cielo victorioso y centro de aclamaciones- el puño vencedor del púgil.

Vencedor por k. o.

(1928)

Hora muerta

De El boxeador y un ángel (1929)

A Melchor, fraternalmente

I

La ciudad, plataforma giratoria. Un poco chirriante.

La aurora de la ciudad es una aurora de carteles nuevos. Frescos. Húmedos -ropa limpia- de rocío.

Carteles: sábanas desplegadas -tiernas, refrigerantes-. Toallas para enjugar las últimas miradas turbias de los chicos que van en grupos a la escuela.

Es una aurora entonada con el canto de gallo -ufanía- de las llamadas murales. Canto de color sostenido -orden de plaza- como toques de corneta. (Vibran en la retina los carteles con una gran limpidez.)

(Yo he buscado hoy tinta roja. Y tinta verde. Y tinta azul. He llenado un papel repitiendo esta palabra: cartel, en rojo. En verde. En azul. Para ver si conseguía la sensación auroral de la ciudad.)

La ciudad -aurora débil (de anemia) que se apoya en las paredes-, destacada, violenta, geométrica. Edificios altos, disparados al cielo en línea recta. Puentes de hierro, tiritando. Cables musicales.

Las fábricas respiran con dificultad -pobremente-. Y hasta se producen escenas de sugestión ruraclass="underline" ese mecánico -tendido en el suelo- que agota la ubre de su automóvil…

Luego; exhalaciones. Vertiginosidad. Nubes de humo. Ruidos.

Las chimeneas de fábrica hacen viajar el horizonte. Hinchan el vientre del cielo. Le dan un tinte gris, pesado.

Noche. La luna, quieta, es -también- anuncio luminoso. El bastón colgado de mi brazo me sugiere mansamente un brazo de mujer. Dócil. Sumisa. Y leve.

Pero que me retiene -con eficacia- frente al imperativo de indicaciones gráficas y guiones urbanos.

Estación. Pista. Fábrica. Velódromo. Universidad. Circo. Gimnasio. Cine.

La ciudad, gran plataforma giratoria.

Capitán de la Marina. Siempre cantando. O silbando. O recitando… Lejanamente.

Con los ojos más azules de su colección. Con la frente alta -una faceta a cada viento-. Con saludos y banderas internacionales.

Ha perdido -definitivamente- el barco o la aeronave, y se ha refugiado en la ciudad. Renunciando a los horizontes geográficos.

Sin embargo, en los oídos -caracolas de la playa- le queda un viento fuerte.

(El bar, mientras llueve. Silbidos de vapor. Entre dientes, canciones marineras.)

Acaricia a los niños. Para robarles -tan sólo- ese aire de primera comunión que van consiguiendo.

Equilibrista, anda por el borde de las aceras. Sin perder pie. Sin perder la pipa de a bordo.

Boxeador. Dientes blancos. Frente angosta.

Un ring en cada meridiano. Sonrisas inexpresivas. Apretones de manos también inexpresivos…

No recuerda. No recuerda. Pero… ¡a su lado va el manager!

Negro. Sonrisas grandotas. Plebeyez -democracia multitudinaria- de sombrero hongo, muy metido, y cartera en la mano. (En la otra mano, un junco. Y en las dos, guantes amarillos.)

Gran bailarín. Sólo él recoge y sintetiza la formidable ópera de la calle: gritos, claxons, timbrazos de tranvía y parpadeo de los escaparates.

Se va parando ante todos los escaparates, y ante el cartel del circo.

Sonrisas grandotas.

Campesino. Oscuro, grave, despacioso. De mirar bajo, de mirar agudo.

(Hace diez años que acaba de llegar.)

Motorista. Fino. Eléctrico. Hecho al contrapelo de las carreteras. Con ironía de ruidos fugaces y esguinces violentos.

Ojos dilatados en gafas de velocidad. Acostumbrados a recoger los perfiles desprendidos de las cosas.

Ceñido a las curvas duras -virginales- de las pistas más jóvenes.

Sonrisa donjuanesca de campeón ante la máquina fotográfica.

Chino. Sinuosidad. Tormenta-verbena. Relámpagos, ocultos bajo su facha de pobre hombre.

¿Biombos, farolillos y literatura…? ¡Ah, sí! ¡También! En el aleteo de pájaro azul que tiene -cuando lo saca del bolsillo- su pañuelo.

Soldados. Todos iguales. Al mismo paso. Con la misma seriedad. Fusil al hombro.

Una esquina los suelta. Otra se los traga. Rasándolos. Afilándolos.

Les duele el pájaro que volaba sobre ellos y que -de pronto: radicalmente- se les ha vuelto. Sin aquella hélice ideal, es más duro el paso -contra aquella pequeña hélice.

Soldados. Soldados. Soldados…

Niña. Anita -de blanco- saltando a la comba. Calcetines a rayas: ondas eléctricas… «¡Tas, tas…! ¡Tas, tas…!» En el patio del colegio. Nimbada, orlada de comba, como la Virgen de los Gitanos, en la provincia de los gitanos, con farolillos, sobre una columna alta… -de comba eléctrica.

Los ojos -grandes- bajo el agua.

(¿Qué agua? -¡Ay! Bajo el agua de un estanque inocente, parado.)

Debajo del agua -de tanta claridad como tenían.

Le dije: «¿Qué carta quieres?».

La pequeña Anita cogió el rey de espadas. Se lo guardó en el bolsillo.

En el bolsillo -blanco- tenía bordado -en rojo, rojo- un corazón.

La ciudad, gran plataforma giratoria. Estación. Pista. Fábrica. Velódromo. Universidad. Circo. Gimnasio. Y cine.

II

Todos los relojes marcaban la hora retrasada. Sus campanadas -campanadas del revés- eran de regreso. Picoteadas -ya- por los gallos de las veletas.

Eran campanadas muertas, exangües. Caían verticalmente, con las alas cerradas. Como frutos.

Pero el cine -al fin y al cabo- es una concavidad. Bien podía permitirse la broma de dar equivocada la marcha del tiempo. Como un espejo -¿No vemos en los espejos de las tiendas cuándo vamos a cruzarnos por la calle con nosotros mismos?

¡Ah, señor! Se encontraban los que iban con los que volvían… ¡Terrible tropezón!

Carlomagno -barba florida- había olvidado su espada en la bastonera, junto al bastoncillo de Chaplin.

Y Chaplin -Hamlet- atravesaba la cortina con la espada del Emperador. Sin encontrar -por supuesto- el cuerpo de Polonio.

La confusión era espantosa. El reloj hacía horas extraordinarias. (Reclamaba el Sindicato…)

«¡Tac…! ¡Tac…! ¡Tac…!»

Sonó -por fin- hora tardía, la recién muerta. (Todos teníamos su eco en el corazón.) La de los ojos claros y rostro de maniquí.

Asomó entre puertas. Sonrisa triste, estereotipada. Palidez y abanico. Y una mano -guante blanco, paloma al viento-. «¡Ven!, ven a buscarme, ¡oh, tú…!, etcétera…» A mí. Se dirigía a mi horizonte -saludo al viento de ropa puesta a secar-. ¡A mí! ¿Por qué a mí? Es increíble. Y sin embargo…

Me volví al que estaba a mi derecha:

– ¿Es a mí, caballero?

Tres cabezadas. Y una sonrisa.

Pensé:

«¡Pues me ha llamado! Y es una dama. De las que yo admiraba tanto en mis carnavales infantiles… Una dama: será preciso complacerla.»

Mi cabeza se había inclinado como si hubieran aflojado la cuerda. Oscilaba tristemente, arrastrando por el suelo miradas turbias.