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Seguí adelante, pero no llegué la oficina, pues en la plaza, al pasar por la puerta de Mario, el cantinero, vi que estaban allí, de tertulia, instalados entre las hileras de botellas y las columnas de conservas en lata, buena parte de mis colegas. La vecindad de la cantina era tentación frecuente para los funcionarios del Palacio de Gobierno, y hoy, naturalmente, había asamblea magna. Entré a enterarme de lo que se decía y me incorporé al grupo; las tareas del despacho podían aguardar: no habla pendiente nada de urgencia. Cuando me acomodé entre mis compañeros, estaba en el uso de la palabra ese payaso de Bruno Salvador, quien, haciendo guiños y moviendo al hablar todas sus facciones, desde la arrugada calva hasta la barbilla puntiaguda y temblona, comentaba -¡cómo no!- las implicaciones del discurso de Robert, y pretendía convencer a la gente de que él, Bruno Salvador, se había percatado de los puntos que Robert calzaba, le tenía muy calado al tal director de Embarques, «pues aquí, si uno quiere vivir, tenemos que guardarnos el secreto unos a otros, es claro; pero, ¡caramba!, quien tenga ojos en la cara, y vea, y observe, y no se chupe el dedo…» «Entonces, tú estabas al tanto, ¿no?», le interrumpió con soflama, entornados sus ojos bovinos, Smith Matías, quien, como oficial de Contaduría, entendía en los pagos, anticipos y préstamos, y conocía al dedillo las erogaciones extraordinarias de aquel mamarracho. Pero él no se inmutaba. «Lo que yo te digo es -respondió- que a mí no me ha causado tanta sorpresa como a otros caídos del nido. ¡Si conocería yo al tal Robert!». Perdidos sus ojuelos vivos entre los macerados párpados de abuelo, y tras estudiada vacilación, se decidió a confirmarnos cómo, en cierta oportunidad, a solas y mano a mano, él, Bruno, le había hecho comprender al ilustrísimo señor don Cuernos que con él no había tustús, «porque, señores -concluyó muy serio-, una sola mirada basta a veces para entenderse». Fingimos creer el embuste y dar por buena la bravata; y Smith Matías, sardónico, reflexionó, meneando la cabeza: «Ya, ya me parecía a mí que el director de Embarques te trataba a ti con demasiadas consideraciones. Y era eso, claro: que te tenía miedo… Pero entonces -agregó en tono de reproche, tras una pausa meditativa, y sus ojos bovinos expresaron cómica desolación-, entones tú, Bruno, perdona que te lo diga, tú eres su encubridor… No; entonces tú no te has portado bien con nosotros, Bruno Salvador; has dejado que nos desplumen, sin advertirnos tan siquiera…»

«¿Saben ustedes…? -tercié yo, un poco por interrumpir la burla y aliviar al pobre payaso, pues a mí esas cosas me deprimen-. ¿A que ustedes no adivinan -dije- cuál ha sido el comentario de nuestro distinguido colega Martín al conocer las granujadas del tal Robert?» Y les conté que el pintoresco sujeto, con su pipa y sus barbas de mendigo, había exclamado: ¡Pobre hombre!, por todo comentario. «¿Pobre? -rió alguno-. ¡Precisamente!» Y una vez más despertó ira la idea de que, por si fuera poco el producto de su cargo, no hubiera vacilado aquel canalla en robar también a sus compañeros, redondeándose a costa nuestra. «¿Pobre hombre, ha dicho? Ese Martín está cada día más chiflado.» «Es un lelo; vive en el limbo -dije yo, y añadí-: Lo que resulta asombroso es la rapidez con que las noticias corren. Ahí metido siempre, revolcándose en su roña, con su negrada, el viejo estaba más enterado de lo que parecía. Yo creo que esas gentes lo saben todo acerca de nosotros; no son tan primitivos ni tan bobos como aparentan; nosotros representamos ante ellos una entretenida comedia; miles de ojos nos acechan desde la oscuridad. A lo mejor, los negros estaban muy al tanto de la trama desde el comienzo; y muertos de risa, viendo cómo Robert nos metía el dedo en la boca sin que se percatara nadie». «Bruno Salvador se había percatado -puntualizó, burlesco, Smith Matías-. ¡Pobre hombre! Sí que tiene gracia. En el momento mismo en que se hace humo con el dinero y con la buena moza. ¡Bandido! ¡Pobre hombre!», bisbiseó Matías con la boca chica y los ojos en blanco…

En estas y otras pamplinas se nos fue la mañana, para satisfacción de Mario, el cantinero, que sacaba de ello honra y provecho, diversión y ganancia; escuchaba, servía, y no se privaba de echar su cuarto a espadas cada vez que le daba el antojo de alternar. Varios se quedaron a comer allí mismo; alguno se fue para casa. Yo preferí hacerlo en el Country Club; siendo socio, se comprenderá que no había de almorzar en la cantina. La cuota del Country resulta desde luego un tanto subida para mi bolsillo, pues mi empleo no es de los que permiten granjearse demasiados ingresos extra; pero, con todo, el Club ofrece grandes ventajas, y vale bien la pena. Allí estaban, cuando llegué, los principales personajes de la farsa. El insoportable Ruiz Abarca tenía sentada cátedra y despotricaba, en un casi fastuoso alarde de grosería, poniendo a los pies de los caballo el nombre de la Damisela Encantadorao -como otras veces la llamaban algunos (y no puedo pensar sin desagrado que fui yo, ¡literato de mí!, quién lanzó el mote a la circulación)- la Ninfa Inconstante. Dicho sea entre paréntesis: el nombrarla nos había ocasionado dificultades siempre, desde el comienzo de la aventura, cuando llegó a la colonia y se la designaba como la señora de Robert o como la directora de Embarques, según los casos («¿Ha conocido usted ya a la señora de Robert?», o bien: «¿Qué te ha parecido la directora?»). Mas ¿cómo mentarla después? Azorante cuestión, si se considera cuánto había ido cambiando el tipo de las relaciones tejidas alrededor suyo a partir de las primeras murmuraciones, cuando empezó a susurrarse lo que muchos no creían: que se entendiera con el gobernador; si se piensa en lo cuestionable y diverso de su respetabilidad social según circunstancias, personas y momentos. El de doña -doña Rosa- había sido un título honorable que, sin embargo se prestaba algo a la reticencia y que, por eso, se mantuvo muy en curso como valor convenido. Pero aun éste se haría inservible cuando, a la postre, descubierto el pastel, cualquier ironía se tornaba en seguida contra nosotros mismos, como burladores burlados, y cuando, aun que mentira parezca -¡enigmas de la condición humana!-, comenzáramos a sentirnos desamparados 3 extraños por la ausencia de Rosa, como si esta ausencia nos pesara más que la burla sufrida. A partir de entonces, se haría costumbre aludirla por el solo pronombre personal ella, que, de modo tácito y por pura omisión realzaba la importancia adquirida por su persona en nuestra anodina existencia.

De momento, las invectivas del energúmeno, cuyo algo cargo, en lugar de moderarle el lenguaje, lo hacían aún más desenfrenado e indecente, seguían cayendo como lluvia de pesado cascote sobre la delicada cabeza de la mujer que, ausente, no podía rechazarlas ahora con e eficacísimo gesto de anoche; de modo que Abarca estaba en condiciones de disparar a mansalva, y lo hacía con tan furiosa y brutal saña, que era ya vergüenza el escucharlo. Dijérase que sólo él tenía agravio y motivos de resentimiento. En verdad, todos habíamos sido víctimas del mismo engaño, de todos se había reído.