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En un aura de desconcierto, entre apreciaciones más o menos insensatas, prosiguió durante varias horas la conversación con alternativas de humor risueño y violento; hasta que en la radio, que se había mantenido susurrando canciones y rezongando anuncios en su rincón, la voz inconfundible de Toño Azucena inició el cotidiano informativo mundial y local. Alguien elevó el volumen a un grado estentóreo, y todos los diálogos quedaron suspendidos; nos agrupamos a escucharlo. Pero Toñito -ya lo he anticipado- no hizo en esta emisión la menor referencia al caso; ni mus; ni resolló siquiera. Se redujo de nuevo la radio a su música lejana entreverada de publicidad, y ahora la discusión fue sobre las causas de tal silencio. Se descontaba que el joven y brillante locutor no hacía nada de importancia sino bajo la inspiración directa de la Divina Providencia, esto es, por indicaciones expresas o tácitas del gobernador, quien tenía en Toño un perro fiel y protegido, quizá hijo ilegítimo suyo, según afirmaban, atando cabos, los muy avisados. Sea como quiera, nadie dudaba que este silencio respondiera a los altos y secretos designios del Omnipotente; y la cuestión era: ¿a qué sería debido? Como siempre ocurre, se aventuraron toda clase de hipótesis, desde las más simples y razonables (que se desearía, y era lógico, echar tierra al asunto impidiendo que cundiera el escándalo; no se olvidara que había sido el propio gobernador quien empezó el pastel), hasta suposiciones descabelladas y maliciosas por ' estilo de éstas: que, en el fondo, el viejo sátrapa se había quedado enamorado de la Damisela Encantadora; oen: que su excelencia sería cómplice de la estafa urdida por la siniestra pareja de aventureros, pues, si no, cómo podía explicarse?…, etc.

Por cierto que cuando Azucena, diligente siempre y gentil, se apeó de su autito azul-celeste e hizo su entrada en el círculo, la prudencia nos movió a mudar de conversación -muchos le despreciaban por chismoso-, y hubo una pausa antes de que yo le preguntara con aire indiferente qué había de nuevo. Pero el muy bandido conocía la general curiosidad, y le gustaba darse importancia; emitió dos o tres frases que querían ser sibilinas, alegó ignorancia para hacernos sospechar que sabía algo, y nos dejó convencidos -hablo por mí- de que estaba tan in albis como los demás, sólo que le habrían dado instrucciones de cerrar el pico, no decir ni pío, no mentar siquiera el asunto, de no bordar, siquiera por esta vez, los previsibles escollos en el cañamazo de su emisión noticiosa vespertina.

III

Después de eso, comenzaron a pasar días sin que se produjera novedad alguna. Pasaron dos, tres, una semana, y ¡nada! Pero ¿qué hubiera podido esperarse, tampoco? Es que la gente andaba ansiosa y desconcertada, como quien de pronto despierta. No en vano habíamos estado metidos de cabeza, todo un año, en aquella danza. Ahora, se acabó; un momento de confusión, y se acabó. Habían volado los pájaros. ¿Por dónde irían ya? ¿Qué harían después? ¿Desembarcarían en Lisboa, o seguirían hasta Southampton? De nada vale avizorar, volcados sobre el vacío. Desistimos pronto; debimos desistir, acogernos al pasado; y nos pusimos a rumiarlo hasta la náusea.

¡Qué difícil resulta a veces apurar la verdad de las cosas! Cree uno tenerla aferrada entre las manos, pero ¡qué va!: ya se le está riendo desde la otra esquina. Incluso yo, que -por suerte o por desgracia- me encuentro en condiciones de conocerlo mejor todo, y de juzgar con mayor ecuanimidad, yo mismo tengo que debatirme a ratos en una imprecisión caliginosa. El trópico es capaz de derretirle a uno los sesos. Repaso lo que personalmente he visto y me ha tocado vivir, y -pese a no haber perdido en ningún momento los estribos, cosa que quizá no puedan afirmar muchos otros- me encuentro lleno de dudas; no digamos, en cuanto al resto, a lo sabido de segunda mano… Y ¿qué es, en resumidas cuentas, lo que yo he visto y vivido personalmente? ¡Pobre de mí! La cosa no resultará muy lucida ni a propósito para procurarme satisfacción o traerme prestigio; pero ¡qué importa!, me decido a relatarlo aquí, aduciendo siquiera un testimonio directo que entreabra en cierto modo a la luz pública los misterios de aquella tan frecuentada alcoba.

Es el caso que, por fin, me llegó a mí también el turno, y tuve que entrar en la danza, y hacer mi pirueta. Mehabía llegado el turno, sí; a mí me tocaba. Da risa, y era cuestión de no creerlo; pero ella protocolarmente había iniciado el baile con la primera autoridad de la colonia, cuyas respetables barbas cedieron pronto el paso, sin embargo, al no tan ceremonioso y, a la vez, menos discreto jefe superior de Policía; siguió en seguida el secretario de Gobierno, y así había continuado, escalafón abajo, con un orden tan escrupuloso que, de una vez para otra, todo el mundo esperaba ya la peripecia inmediata, señalándose con el dedo al presunto favorito del siguiente día. Tanta era su minuciosidad en este punto, y tan exquisito su tino como si obrara asesorada por el jefe de Personal de la compañía. A los impacientes, sabía refrenarlos poniéndolos en su lugar, y a los tímidos o remisos, hacerles un oportuno signo que los animaba a dar el paso adelante. Resulta divertido el hecho de que en un momento dado se llegaran a cruzar apuestas a propósito de Torio Azucena, cuya posición oficial parecía más que dudosa, con ingresos y, sobre todo, con una influencia en las altas esferas que no correspondía a su puesto administrativo. De muchas majaderías y disparates que hubo, no voy a hacerme eco; lo importante es que había sonado por fin mi hora y tenía que cumplir. Me palmeaban la espalda, me gastaban bromas, me felicitaban, me jaleaban. En verdad, no era menester que me dieran un empujón. Yo sé bien cuándo debo hacer una cosa, y tampoco iba a echarme atrás para ser objeto de la chacota consiguiente. Se daba por descontado que yo, como tantos otros, solo en la colonia, me las arreglaría de vez en cuando -fácil recurso- con alguna de estas indígenas que me rodeaban por acá; y es lo cierto que les tenía echado el ojo a dos o tres negritas de los alrededores con intención de, cualquiera de estos días en que el maldito clima no me tuviera demasiado deprimido… Pero ahora no se trataba de esas criaturas apáticas que contemplan a uno con lenta, indiferente mirada de cabra, sino de una real hembra y, además, gran señora, perfumada, ojos chispeantes. En fin, yo había visto acercárseme el turno con inquietud, con deseo, y ¿qué mejor oportunidad, y qué justificación hubiera tenido el no aprovecharla?

Estaba, pues, decidido, no hay que decirlo; y -lo que era muy natural- algo intranquilo, meditando mi plan de campaña, cuando ella misma vino a obviar los trámites al saludarme con amabilidad inusitada en ocasión de la Tómbola a beneficio de los Niños Indígenas Tuberculosos. Charlamos; se me quejó del aburrimiento a que se veía condenada en esta colonia horrible, de la insociabilidad de la gente («unos hurones, eso es lo que son ustedes todos»), y me invitó, en fin, a pasar por su casa «cualquier tarde; mañana mismo, si quiere», para tomar con ella una taza de té y ofrecerle en cambio un rato de conversación. «Bueno, le espero mañana, a las cinco», precisó al separarnos. Era, pues, cosa hecha; Smith Matías, con su risita y sus ojos miopes, me observaba desde lejos, y Bruno Salvador palmeó en mi hombro, impertinente, sus más cordiales felicitaciones. Era cosa hecha, y no voy a negar que me entró una rara fatiga en la boca del estómago, al mismo tiempo que un fuego alentador por todo el cuerpo. Aquella noche dormí mal; pero a la mañana siguiente amanecí muy dispuesto a no dejarme dominar porlos nervios; en estos trances nada hay peor que los nervios; si uno se preocupa, está perdido.

Procuré durante el día mantener alejado cualquier pensamiento perturbador, y cuando, a las cinco en punto, llamé por fin a su puerta, salió ella a recibirme con la naturalidad más acogedora; para ella, todo parecía fácil. Le tendí la mano, y me tomó ambas, participándome que mi llegada era oportuna en grado sumo; pues la encontraba un día de, «no spleen, pobre de mí -regateó-, soy demasiado vulgar para eso», pero en un día negro, y ya no aguantaba más la soledad: hubiera querido ponerse a dar gritos. En lugar de ello, siguió charlando en forma bastante amena y voluble; y mientras lo hacía, me estudiaba a hurtadillas. Paso aquí por persona leída; era una coquetería confesárseme vulgar, a la vez que confiaba a spleen, la infeliz, el cuidado de desmentirla. Sonreí, me mostré atento a sus palabras. Y al mismo tiempo que preparaba mi respuesta, medía para mis adentros la tarea de desabrochar aquel vestido de colegiala, cerrado hasta el cuello con una interminable hilera de botones, que había tenido la ocurrencia de ponerse para recibirme. Sentado junto a ella, envuelto en su perfume, en sus miradas, me invadía ya esa sequedad de garganta y esa dejadez, ese temblor de las manos, esa emoción, en fin, cuyo exceso es precisamente, creo, causa principal de mis fracasos. Diríase que ella me leía el pensamiento, pues, un poco turbada, se llevó la mano a la garganta y sus dedos finísimos empezaron a juguetear con uno de los botones; quizás mi manera de mirar resultaba impertinente, y la azoraba. Yo ahora no sabía ya dónde poner la vista. Me sentí desanimado de repente, y casi deseoso de dar término, sea como fuere, a la aventura. Pero ella, al notar mi embarazo (hoy veo claras sus tácticas), apresuró el asunto abriendo demasiado pronto y de golpe el capítulo de las confidencias con una queja del mejor estilo retórico, pero a la que hubiera sido imposible calificar de discreta, por el abandono en que su marido la tenía, seguida de la pregunta: «¿Es que yo merezco esto?», cuya respuesta negativa era obvia. ¡Pues no otra resultaba ser, sin embargo, la triste realidad de su vida! Aquel hombre, no contento con el más desconsiderado alarde de egoísmo, por si fuera poco el tenerla tan olvidada y omisa, el obligarla a pasarse la existencia sola en este horrible agujero de la selva, todavía la privaba con avaricia inaudita (duro era tener que descender a tales detalles); la privaba, sí, hasta de esas pequeñas satisfacciones de la vanidad, el gusto o el capricho que toda mujer aprecia y que, en su caso, no serían sino mezquina compensación a su sacrificio.