Así, de uno en otro, depositó sobre mí tan pesado fardo de conyugales agravios, que pronto no supe qué hacer con ellos, sino asentir enfáticamente a sus juicios y poner cara de circunstancia. Arrebatada en su lastimero despecho, apoyó sobre mi rodilla una de sus lindas manos, a la vez que me disparaba nueva serie de preguntas (retóricas también, pues ¿qué respuesta hubiera podido darle yo?) acerca de lo injusto de su suerte; de modo que me creí en el caso de cogerle esa misma mano y encerrarla como un pájaro asustado entre las mías cuando, con toda vehemencia -y, en el fondo, no sin convicción- concedí lo bien fundado de sus alegatos.
Digámoslo de una vez, crudamente: sus tácticas triunfaron en toda la línea. Concertamos solemne pacto de amistad y alianza, cuya sanción, sin embargo, quedó aplazada para el siguiente día a la misma hora, en que debía cobrar plena efectividad al llevarle yo, como le llevé, una gran parte de mis ahorros. Por lo demás -también debo confesarlo-, ese dinero lo gasté en vano. Pero mía fue la culpa, que me obstino, a prueba de desengaños, en lo imposible, siempre de nuevo. Y es que ¡sería tan feliz yo si, una vez siquiera, sólo una, pudiera demostrarme a mí mismo que en esto no hay nada de definitivo ni de irreparable; que no es, como estoy seguro, sino una especia de inhibición nerviosa cuyas causas tampoco se me ocultan! Pero ¡pasemos adelante! La cosa no tiene remedio. Gasté en vano mi dinero, y eso es todo. De cualquier modo debo reconocer, aún hoy, que esta mujer, a la que tanto vilipendian, se portó conmigo de la manera más gentil, lo mismo durante aquella primera tarde que en la penosa entrevista del siguiente día, cuando el lujo de nuestras precauciones y la cuantía del obsequio que le entregué encerrado en discreta billetera de gamuza, sirvieron tan sólo para ponerme en ridículo y dejar al descubierto la vanidad de mis pretensiones galantes. Ni una palabra de impaciencia, ni una alusión burlesca, ni siquiera esas miradas reticentes que yo, escarmentado, me temía. Al contrario, recibió mis disculpas con talante tan comprensivo y le quitó importancia a la cosa en manera tan benévola y hasta diría tierna, que yo, conmovido, agitado, desvariando casi, le tomé los dedos de la mano con que me acariciaba, distraída, las sienes, y se los besé, húmedos como los tenía del sudor de mi frente. Más aún: viendo la asustada extrañeza de sus ojos al descubrir en los míos lágrimas, le abrí mi corazón y le revelé el motivo de mi gratitud; ella -le dije- acariciaba suavemente las sienes, donde otra, con ínfulas de gran dama, había implantado un par de hermosos cuernos tras de mucho aguijarme, zarandearme y torturarme a cuenta de mi desgracia, debilidad nerviosa, o lo que fuera. Esa expresión usé: «un par de hermosos cuernos»; y sólo después de haberla soltado me di cuenta de que también ella, según entonces creíamos, estaba engañando a su marido. Pero yo tenía perdido el control. Le conté todas mis tristes, mis grotescas peripecias conyugales, me desahogué. Nunca antes me había confiado a nadie, ni creo volver a hacerlo en el futuro. Aquello fue una confesión en toda regla, una confesión general, desde el noviazgo y boda (aún me da rabia recordar las bromas socarronas de mis comprovincianos sobre el braguetazo -sí, «braguetazo», ¡qué ironía!-) hasta que, corrido y rechiflado, me acogí por fin al exilio de este empleo que, para mayor ignominia, me consiguiera el fantasmón de mi suegro. Esta buena mujer, Rosa, me escuchó atenta y compadecida; procuró calmarme y -rasgo de gran delicadeza- me confió a su vez otra tanda de sus propias cuitas domésticas que, ahora lo comprendo, eran pura invención destinada a distraerme y darme consuelo. Y, sin embargo pienso-, ¿no habría algo de verdad, desfigurada si se quiere, en todo aquello? Pues el caso es que en esos momentos, cuando ya ella no esperaba nada de mí ni yo de ella, depuestas toda clase de astucias de parte y parte, conversamos largo rato con sosegada aunque amarga amistad, y su acento era, o parecía, sincero; estaba desarmada, estaba confiada y un tanto deprimida, tristona. Nos separamos con los mejores sentimientos recíprocos, y creo que, en lo sucesivo, fue siempre un placer para ambos cambiar un saludo o algunas palabritas.
Voy a referir aquí, abreviadas, las que Rosa me dijo entonces, pues ello importa más a nuestra historia que mis propias calamidades personales. En resumen -suprimo los ratimagos sentimentales y digresiones de todo género-, me describió a su marido -entiéndase: Robert- como un sujeto de sangre fría, para quien sólo el dinero existía en el mundo. Áspero como las rocas, taciturno, y siempre a lo suyo, vivir a su lado resultaba harto penoso para una mujer sensible. ¿Podría yo creer que esa especie de hurón jamás, jamás tuviera para ella una frase amable, una de esas frasecitas que no son nada, pero que tanto agradan a veces? Se sentaban a la mesa, y eran comidas silenciosas; inútil esforzarse por quebrar su actitud taciturna, aquel adusto y malhumorado laconismo, que tampoco acertaba ella a explicarse, pues, señor, ¿no estaba consiguiendo cuanto se proponía, y no marchaban todos sus planes a las mil maravillas? Por otro lado -éste era el otro lado de la cuestión, desde luego-, por otro lado, para más complicar las cosas, ahí estaba el pesado Ruiz Abarca, el inspector general, acosándola de un modo insensato… Como quien se dirige a un viejo amigo y consejero, me confió Rosa sus problemas. Verdad o mentira (las mujeres tienen siempre una reserva de lágrimas para abonar sus afirmaciones), me informó de que Abarca, con quien había incurrido en condescendencias de que ahora casi se arrepentía, estaba empeñado nada menos que en hacerle abandonar a Robert para huir con él a cualquier rincón del mundo, no le importaba dónde, a donde ella quisiera, y ser allí felices. «Por lo visto -explicó Rosa-, se le ha entrado en el cuerpo una pasión loca, o capricho, o lo que sea; el demonio del hombre es un torbellino, y si yo dijera media palabra se lanzaba conmigo a semejante aventura, que a saber cómo terminaría». Eso me contó, entre halagada y temerosa. Si supiera, la pobre, que este adorador y rendido suspirante la pone ahora como un guiñapo y no encuentra insultos lo bastante soeces para ensuciar su nombre… Pero a las mujeres les gusta creérselo cuando alguien se declara dispuesto a colocar el mundo a sus plantas; ella se lo había creído de Abarca. «Hacerle caso, ¿no sería estar tan loca como él?», se preguntaba, y quizá me preguntaba, con acento de perplejidad… Y lo cierto es que no daba la impresión de mentir. Ya el día antes, en ocasión de mi primera visita y, por supuesto, con un tono muy diferente, me había ofrecido pruebas del entusiasmo generoso del inspector general luciendo ante mis ojos el solitario brillante de una sortija, regalo suyo. «Imprudencia que me compromete», había comentado. Gracias a que el otro (es decir: Robert) prestaba tan escasa atención a sus cosas, que ni siquiera repararía, segura estaba, si se lo viese puesto. «Sé que hago mal -reconoció- aceptando galanteos y regalos, pero soy mujer, y necesito de tales homenajes; peor para el otro si me tiene abandonada», sonrió con un mohín que quería ser delicioso, pero que a mí, francamente, me pareció forzado y ¡sí! un poco repulsivo. En seguida había puntualizado, con la intención manifiesta de instruirme: «De todas maneras, es una imprudencia regalarle joyas a una mujer casada; yo misma sabré, llegado el caso, lo que hago con el dinero, y cómo puedo gastarlo discretamente». Por supuesto que tomé buena nota y procedí en consecuencia; pero cuando al otro día volvió a hablarme de Abarca y de sus requerimientos insensatos, ya lo mío estaba liquidado, ya no tenía ninguna admonición que hacerme y, en cambio, conducida por el espectáculo de mi propia miseria a un ánimo confidencial, se abandonó a divagaciones sobre cómo son los hombres, y conflictos que crean, sobre lo peliagudo que es decidirse a veces, en ciertas situaciones. «Se presentan ellos muy razonables, con su gran superioridad y todo parece de lo más sencillo; pero luego muestran lo que en el fondo son: son como niños, criaturas indefensas, caprichosas, tercas, irritantes, incomprensibles. Y la responsabilidad entera recae entonces sobre una. ¿Por qué no la dejan a una tranquila? ¡Qué necesidad, Señor, de complicarlo todo!» Recostada, algo ausente, hablaba como consigo misma, sin mirarme, sin dirigirse a mí; y yo, a su lado, observaba el parpadeo de su ojo izquierdo, un poquito cansado, con sus largas pestañasbrillantes. Si su propósito había sido distraerme de mi congoja, lo consiguió. Un rasgo hermoso, un proceder digno, humano, que le agradeceré siempre, aun cuando hoy sepa cuánto puede haber contribuido a esa conducta la falta de interés en mi humilde personal.