Abarca, más bebido de lo justo, según costumbre, se obstina en sostener que no hay motivo para hacerle ascos al mono cuando se come cerdo y gallina, animales nutridos de las peores basuras; cuando hay quienes se pirran por comer tortugas, calamares, anguilas, y quienes sostienen muy serios que no existe carne tan delicada como la de rata. ¿Por qué aceptar cabrito u oveja, y rechazar al perro? Los indios cebaban perros igual que nosotros cebamos lechones… Y al argumentarle uno con el parentesco más estrecho entre el hombre y el simio, él, con los ojos saltones de rabia cómica, arguyó: «Ahí, ahí le duele. Lo que pasa es que a todos nos gustaría probar la carne humana, y no nos atrevemos. Por eso tantas historias y tanta pamplina con la cuestión de los macacos.» «Usted, entonces -le preguntó el secretario de Gobierno-, ¿sería capaz de meterle el diente a un macaco?» «¿Por qué no? Si, señor.» «¡Qué va!» «Le digo que sí, señor.» «Eso habría que verlo.» «¿Qué se apuesta?»
Resultó claro que Ruiz Abarca, no obstante su estado, se las había arreglado para, con mucha maña, llevar de la nariz al secretario de Gobierno a cruzar con él una apuesta absurdamente alta; tanto que, luego, en frío, al darse cuenta del disparate (pues, ¿cuándo iba a cobrarle a Abarca, si ganaba?; y si perdía…), quiso el hombre volverse atrás. Pero ya era demasiado tarde. Al otro día, tanteó: «Bueno, amigo Abarca, no piense que le voy a tomar la palabra con lo de anoche; quédese en broma», con el único resultado de reforzar todavía la apuesta y establecer la fecha y demás condiciones, para regocijo del ilustre senado, cuya expectación había aprovechado el inspector a fin de picar y forzar a su contrincante. Abarca es, desde luego, un tipo brutal, pero no tiene pelo de tonto; y esta maniobra le salió de mano maestra. Por lo pronto, sugirió un plazo prudencialmente largo de modo que tuviera tiempo de crecer y cuajar la curiosidad de la colonia entera ante la perspectiva del acto sacramental en que el señor inspector general de Administración se engullera, en la cantina de Mario y en presencia de todos nosotros, medio mono asado, pues en esto consistía la condición: había de cenarse medio monito, excluida, eso sí, la cabeza; lo cual, entiéndase, no supone cantidad excesiva de carne; estos macacos de por acá son chiquitines y muy peludos; una vez desollados, abultarán quizá menos que una liebre. Mientras corría el plazo, la cantina se convirtió casi en el centro de la moda, y el cantinero, que durante este tiempo hizo su agosto, en una especie de héroe vicario, de quien se solicitaban detalles buscándole la cara. «Oye, Mario, ¿cómo van los preparativos? No le servirás al señor inspector un vejestorio de huesos duros…» O bien: «Pero, dime, en el mercado no se venden monos. ¿Cómo te va a conseguir la carne?» «Él se subirá a los árboles para cazarlo, ¿verdad, Mario?» «Quién sabe si no se pone de moda ese plato.» «Y tú, como buen cocinero, tendrás que probar el guiso…» A él, halagado, personajísimo, se le perdían de gusto los ojos menuditos con reticente sorna.
La cantina comenzó a funcionar pronto a manera de bolsa donde se concretaban las apuestas; hasta llegó a publicarse allí, sobre una pizarra ad hoc, la cotización del día. El apostar es (lo ha sido siempre) una de las pasiones y mayores entretenimientos de esta colonia; y, alrededor de la apuesta inicial entre Abarca y su ilustre antagonista, se tejió en seguida una red cada vez más tupida de otras apuestas secundarias a favor de uno y otro; se formaron partidos, claro está, y tampoco faltaron discusiones, broncas, bofetadas. Aquélla había pasado a ser ahora la gran cuestión pública, el magno debate, y hasta parecía olvidado por completo el asunto de los esposos Robert. No es de extrañar, pues, que Mario, el Cantinero, individuo vivo si los hay, oliéndose el negocio, organizara en su propio beneficio el control de las apuestas y se hiciera banquero de aquella especie de timba por cuya momentánea atracción quedaron desiertas incluso las habituales mesas del Country Club. De dónde sacó dinero efectivo para hacer frente a las diferencias de cotización, o cómo salió adelante, es cosa que nadie sabe; había oscilaciones temerosas, verdaderos vuelcos, provocados en gran parte -hay que decirlo-, o acicateados por la intervención de Toñito Azucena desde la radio. Manejado el tema en el tono semihumorístico y pintoresco de su amena «Charla social del mediodía», actuaba sobre la impresionante atmósfera de la colonia, e inclinaba las preferencias públicas ya en un sentido, ya en otro. Era aquél, desde luego, un modo escandaloso de influir sobre las apuestas, y había quien afirmaba no comprender cómo se consentían maniobras tales. Otros contaban maliciosamente que el secretario de Gobierno habla sugerido al gobernador la conveniencia de poner fin, de una vez por todas, al asunto, prohibiendo las apuestas que él mismo -era cierto, lo reconocía, no le dolían prendas- habla tenido la imprudencia de contribuir a desencadenar. Y llegaba a referirse, como si alguien hubiera podido presenciar la escena, que su excelencia sonrió tras de su barba y dijo: «Veremos», sin adoptar providencia alguna.
Así corrieron los días y llegó por fin el fijado para ventilar la apuesta. El rumor de que Abarca abandonaba el campo y se rajaba, sensación primera de aquella agitadísima jornada, no tuvo origen, sin embargo, en la emisión de Torio, ni llegó a oídos de la gente a través del éter. Parece más bien que la locuacidad de alguna sirvienta dejó trascender el dato de que nuestro hombre había comenzado a sentirse indispuesto la noche antes, con dolores de estómago y ansias de vomitar. Sonsacado el ordenanza de su despacho oficial, confirmó hacia el mediodía que, en efecto, el señor inspector general se había entrado al retrete no menos de tres veces en el curso de la mañana, y que presentaba mal semblante, más aún: que había pedido una taza de té. Fácil es imaginarse la ola de pánico suscitada por la difusión de estas noticias, y cómo se fueron por los suelos sus acciones. Ya desde primera hora de la tarde se ofrecían a cualquier precio los boletos a favor suyo, y al cerrarse las apuestas aquello resultó una verdadera catástrofe, presidida y apenas contenida por la flema de Mario, cuyos blancos y gordos brazos desnudos, se movían sin cesar tras de la caja registradora sin que se mostrara en su persona otro signo de emoción que cierta palidez de las mejillas bajo los rosetones encarnados. Atareado, taciturno e indiferente, hacía los preparativos para el acto de la cena, sin que Abarca hubiera dado en toda la tarde señales de existencia.
Ya sólo faltaba media hora, y los dependientes de la cantina, medio atontados, no daban abasto despachándoles bebidas a los curiosos que entraban para echar una miradita a la mesa, aparejada en un rincón de gran sala-comedor con su buen juego de cubiertos y un florero donde -¿alusión pícara del cantinero?- lucía una solitaria rosa escarlata sobre la blancura del mantel. Estaba dispuesto que al acto mismo de la cena sólo pudieran asistir los testigos de la apuesta, senado que integrábamos los socios del Country en representación de la colonia entera, interesada en el lance. Una espesa multitud, apiñada en la plaza, frente a las puertas de la cantina, señaló con un repentino silencio, seguido de rumores, la llegada de Abarca, que, muy orondo y diligente, conducía su automóvil despacito por entre el gentío, sin muestra alguna de dolencia ni de vacilación. ¡A cuántos que, todavía la víspera, anhelaban su triunfo no se les vino ahora el alma a los pies viendo el aire fanfarrón con que acudía al campo del honor, y maldecían el haberse dejado arrastrar del pánico!
El secretario de Gobierno tomaba unas copas, a la espera de su contrincante; y al verle entrar se levantó, un podo demudado, para acudir a saludarlo caballerescamente. Los demás, nos agrupamos todos alrededor de ambos. Abarca sonreía con aire satisfecho, como quien quiere dar la sensación de perfecto aplomo. «¿Qué hay, Mario? ¿Cómo va ese asado?», le gritó al cantinero con su voz estentórea. Y éste, confianzudo: «Se va a chupar los dedos», le prometió desde dentro.