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De pronto, un tirón violentísimo. La cabeza, erguida. Las miradas de repercusión -fusil de repercusión- a la pantalla.

…Y la dama de aquella hora perdida había desaparecido. Totalmente. Sin dejar ni el sitio.

La pantalla estaba ocupada -ahora- por un puente de hierro. Muy estremecido. Muy transitado.

La sugestión del tránsito me empujó a la calle. En busca de la calle. No.hubiera podido permanecer más. Y salí del cine con fiebre. Con violencia interior.

Codazos. Empujones. Brechas. Huecos de perplejidad. Momentos atónitos, imaginativos.

(Jonás persiguiendo al tranvía, que se niega a tragarle.

Un timbrazo aplastado que cae en un charco y se sumerge rápidamente.

Nada.)

La puerta de mi casa me salió al encuentro. A sorprenderme. A darme una palmada en el hombro.

Una ansiedad inexplicable me llevó a la alcoba. Como si me urgiera alguna comprobación. Como si quisiera cerciorarme de que, en realidad, había dejado olvidada la cartera, y no la había perdido en la calle.

…Pero me quedé -allí, en medio de la habitación- parado. Reflexionando. No sabía. No sabía… ¿Para qué tanta prisa?

(Nada. Un absurdo. Una depravación estúpida: sofaldar la cama. Levantarle el vuelo de la ropa. Mi cama era gorda y opulenta. Blanca. Indolente. ¡Ay, señor…! ¡Qué absurdidad! Irremediable.)

Me pasé la mano por la frente. No sabía…

Otra cosa: probar el interruptor de la luz. Fíat lux! Pero…

No me encontraba. Había perdido -era evidente- la dirección…

Ya había intentado coger el pez -eremita- de la pecera, y siempre se me escapaba entre los dedos. ¿Poner a hervir la pecera? ¡Saltaría en el agua como un caballito del circo! Desistí.

Al fin -recuerdo- me tomé el pulso, con algo de alarma. Con aprensión.

Pero fue como si la mano se me electrificase. Encendida. Varillas metálicas.

Descargué sobre el piano mi botella de Leyden y saltaron chispas musicales.

Notas adultas, con su contrapartida adolescente. (Casi niñas, para la Sixtina.)

¡Ah! ¡Oh! ¡Ah! ¡Oh!

…Toda la noche la pasé soñando jugadas de ajedrez.

III

Al día siguiente, por la tarde -asociación súbita-, comprendí de pronto el motivo de aquel quebranto.

(Mis lágrimas -florecidas- saltaron de alegría sobre un plato. Seis rosetas.)

Fue recuerdo súbito de la hora fenecida que me había ordenado buscar la palidez, el abanico y la mano-gaviota del horizonte cinematográfico. Buscarlos -¡claro está!- en el seno del XIX.

¿El seno del XIX? Abierto como una granada… Se me representó la casa que era, con toda su imponencia de casa ignorada. Pasada y repasada de siempre. Sin curiosidad por ella.

Ahora -ahora- me explicaba su entraña maravillosa, para encantamiento. Su algo de cueva de Montesinos.

Y salí a la calle. Decidido. Precipitado. Lleno de aire. Viaducto. Lanzaderas. Gente. Más gente. Más gente.

En medio, mi apresuramiento.

Oí chistar a mi espalda. Pero la llamada me había pasado por encima del hombro, y no quise volverme.

Otra vez, chistar. Y ahora me había picado en la oreja. No hubo remedio.

– Y ¡qué! ¿Dónde vas?

– Voy en busca de Mercedes… Sí. Ya sabes: su carita era de cera… Pero todo esto no importa.

La respuesta me había cantado en el corazón. Era respuesta forzada. Seguramente no había otra.

– ¡Ah! Pero llevas el traje de todos los días.

– También ella ha ido al cine a buscarme. Al cine. Ha venido ¡al cine! Además, no tengo esas levitas impecables…

– Un bigote. Al menos, un bigote.

Seguí andando sin responder. En realidad, no hacía falta nada de eso. Hacía falta cumplir, cumplir…

De pronto -sustracción, escamoteo de mí mismo- caí en un portal, ancho y de mármol. ¡Qué maravilla! Sordo. El silencio me golpeaba las sienes. Cerré los ojos, y… Antro. Cueva. Cueva fresca. Angustia en el pecho. Ya.

Al pasar ante los leones blancos, de blanca sonrisa, me quité el sombrero. Un saludo al uno. Otro saludo al otro.

El llamador, dorado. Y el campanillazo, dorado también. Había caído aquel campanillazo en la fuente. Sin duda. Abriendo círculos. Espantando a los peces.

La contracción de un cable -sin mano aparente- abrió la puerta.

Las huellas de mis pies quedaban -transparentes- en la escalera de mármol. Sembradas de luz.

¡El salón! Olía a salón cerrado. Desde el siglo anterior -desde todos los siglos anteriores-. El aire se agitó a mi entrada. Las cortinas, que estaban ciñéndose la liga, dejaron caer la falda precipitadamente, y los espejos -dormidos- estremecieron sus aguas para que temblara mi figura. (¡Quedaron rayados -sin embargo- por las aristas duras de mi siglo XX!) Un libro de la consola se entretenía en doblar y desdoblar sus hojas. La ventana -díptera- me saludó con un cordial y trémulo aleteo.

En cambio, la mascarilla de Beethoven no me miró siquiera. Ni la paloma de porcelana.

Pero el perro disecado -disecado por la familia, que no quería perder nunca su compañía prudente de faldero- me guiñó uno de sus ojos de cristal. Buen amigo. (El perro es el amigo del hombre.)

Sobre la mesa -de mayor a menor: en fila- siete pajaritas de papel. Me incliné sobre ellas. Le soplé a la más grande, y todas escaparon, volando, por la chimenea.

Dijo la ventana:

– ¡Ay! Aunque clavada aquí por el entomólogo de las arquitecturas, aún estoy viva. Y yo podría -también- volar.

Yo. No me atrevo. Quién sabe si toda la cristalería vendría abajo. No me atrevo.

Volvió a toser el reloj. Su esfera tenía un livor veteado, asustante. Llegué a temer que diera su hora retrospectiva. Que se abriera su caja -caja en pie-. Y que ella apareciese, sonriendo. Con su abanico y sus guantes. Y su palidez melancólica. Y sus ojos llovidos.

¡Un segundo! ¡Y otro! ¡Y otro…! Mi temor se enriquecía de inminencia. Se hacía angustioso.

Por lo demás, el ciprés del jardín había arañado la platina del cielo, y se cuarteaba el techo del paisaje. Mientras, la ventana sufría una palpitación barométrica.

El gran monóculo del reloj dardeaba la mascarilla de Beethoven, más impasible que nunca: padre de la tormenta.

Beethoven. Alma atormentada. Prisionera. ¡Hija del aire!

La paloma. Ábreme tu pecho, ventanita. Quiero enhebrarlo con mi libertad.

Yo. Libertad. Aires de Marsellesa. Humo de ferrocarril-invento.

El reloj empezó a toser. Daba lástima: tuberculoso.

Y Beethoven se dirigió -patéticamente- a la paloma de porcelana:

– Quita de mi bronce esa mirada única de tu ojo derecho. Ese clavo. Ese ojo providencia por el que reconozco en ti al Paracleto…

Luego -a mí- añadió:

– Me tiene encantado con esa mirada inmóvil. ¡Qué crueldad!

La paloma trató de disculparse:

– No podré quitarle mi mirada mientras no me saquen el alfiler que tengo clavado en la cabeza. Soy la princesa de aquel romance: no miento… Si quisiera… ¡Ay! ¡Si quisiera!

En cuanto al perro, bien claro se veía que estaba sobrecogido su corazón de paja. Y que pronto empezaría -loco- a dar vueltas persiguiéndose el rabo.

El autobús del cielo rodaba ya de nube en nube.

Y apremiaba -mi miedo- la inminencia de la aparición. (Sonrisa. Abanico. Palidez.) En todo mi cuerpo, punzadas de terror. No me atrevía ni a cerrar los ojos.

Un impulso -latigazo- de violencia. De heroísmo casi. Cogí bajo el brazo el perro disecado, y salí corriendo.