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En realidad, se trataba de dos artistas notables, cada cual en su género. Nada impedía gustar de una y de otra, y no había motivo serio, siendo tan distintas entre sí, para que la emulación se enconara hasta el extremo de engendrar bandos enemigos. Pero Asmodeo, organizador y empresario del espectáculo, astutamente había dispuesto las cosas con vistas a este resultado. Dueño de dos cines y de sendas confiterías adyacentes, el hombre era entusiasta del principio competitivo como raíz de los negocios, y poseía innegable habilidad para explotar la tendencia humana a asumir parcialidades. Si en esta aventura teatral en que se había embarcado hubiera traído al programa tres estrellas, o bien sólo una, la polarización de opiniones habría sido más difícil. Su acierto -desdichado acierto- consistió en presentar al público dos figuras de categoría equivalente, y destacarlas por igual entre números de relleno: juegos malabares, un prestidigitador, perros amaestrados y quién sabe qué más bagatelas, que a su tiempo -esto es, a la segunda semana- fueron sustituidos por un ventrílocuo, una médium, un equilibrista, etcétera, mientras que Flor del Monte y la Criolla de Fuego, la Criolla de Fuego y Flor del Monte, continuaban disputándose el favor de los espectadores. Por este procedimiento logró Asmodeo su interesado propósito: la rivalidad se había hecho ya muy aguda, dividiendo en bandos enemigos al público de la sala, a las tertulias en todos los cafés, y -dicho queda- a la ciudad entera.

Sólo el poeta Ataúde había logrado hasta el momento mantener su apariencia de ecuanimidad. En un principio repartió ditirambos y ramilletes equitativamente entre ambas. Con una y con otra había pretendido entablar, en coloquios oportunos, una solidaridad de artistas cuyas almas se encuentran y reconocen en medio de aquel páramo de vulgaridad. Y el hecho de que las dos le hubieran dispensado acogida semejante no contribuía, por cierto, a precipitar una preferencia en su ánimo: adujeron una y otra que, aparte la molesta vigilancia de sus respectivas progenitoras, don Asmodeo les exigía por contrato una conducta irreprochable mientras estuvieran actuando en la ciudad, puesto que las matinées de sábados y domingos estaban consagradas a las familias. Tan sólo en las tablas -y ello, siempre que no fuera matinée- les estaba permitido propasarse algo, como medio para pujar las respectivas banderías. Pero, fuera de esos pequeños atrevimientos, estaban obligadas a mostrarse en extremo reservadas, absteniéndose de admitir invitaciones particulares de clase alguna, aun cuando se les consintiera en cambio, como lo hacían muy gustosas, alternar con un grupo de señores serios después de la función, en la confitería del teatro.

Así se había llegado hasta mediar la tercera semana de actuación: todo un éxito; y aunque Homero no hubiera declarado todavía sus preferencias, empezaba a considerar inicuo en su fuero interno que los atractivos de la Criolla de Fuego, con toda su opulencia, pudieran prevalecer al fin sobre la espiritualidad depurada de Flor del Monte. Pues es lo cierto que aquella morocha, Asunta, fiada en los dones espontáneos de la naturaleza, se excedía en el descoco, hacía alarde, mientras que, honestamente, la danzarina se afanaba por desplegar en sus creaciones los recursos superiores del arte. El Arte, contra las malas artes, pensaba Homero, perfilando una frase que quizás usaría en letras de molde llegado el momento. Porque, triste es reconocerlo, la gente -reflexionaba Ataúde- tiene gustos groseros, y no hay remedio.

Por suerte, la Flor del Monte no era envidiosa; y buena tonta hubiera sido envidiándole a la otra los aplausos frenéticos que arrancaba con el meneo y final exhibición de aquellas tremendas vejigas de pavo, con que hubiera podido amamantar a los gigantones del Corpus, según ella las había caracterizado durante un aparte que danzarina y poeta tuvieron la noche antes en la tertulia de la confitería. No; ella, Flor, era una artista decente, y por nada del mundo incurriría en detalles de tan mal gusto. Desde luego que, en ese terreno, jamás iba a ponerse a competir con la Criolla («que no es criolla ni nada, ¿sabes?; es de una aldea de por aquí cerca»).

Y tenía razón. Tampoco era ése su género. Flor del Monte era lo que se llama una artista fina; y, en verdad, una artista maravillosa. Con su belleza frágil, su cabellera rubia, sus ojos celestes, sus brazos y piernas alongados, resultaba inimitable en varios de sus números, sobre todo en la celebrada Danza de los Velos, donde, trasluciéndosele apenas las carnes blanquísimas bajo gasas azulinas y verdosas, su aérea movilidad era capaz de excitar la fantasía hasta del más lerdo, cuanto más, arrebatar a quienes, como Ataúde, poseían una sensibilidad refinada. Cual una ninfa, cual una libélula, se alzaba del suelo esta exquisita niña, giraba con gráciles inflexiones, y constituía una experiencia embriagadora la de seguir el vuelo de su pie, adornado de ajorcas el tobillo, cuando se remontaba, dentro de un escarpín de raso dorado, por encima de su no menos dorada cabecita, para iniciar en seguida una vuelta ágil que había de transponerla, en un salto, al otro lado del escenario… Razón tenía para desdeñar los trucos obscenos con que la Criolla sabía levantar de cascos a la platea. Frente a esa excitación de la multitud, que con ruidoso y creciente entusiasmo respondía a las procacidades ya casi intolerables de Asunta, era muy explicable el resentimiento de la pobre Florita.

Lo malo fue que no consiguió disimularlo como hubiera debido. Porque los majaderos que, todas las noches, después de la función, invitaban a las artistas y las retenían, tomando copitas de anisete, en la confitería hasta Dios sabe qué horas, se dieron cuenta en seguida, y se dedicaron a pincharla, irritarla y azuzarla contra la sonriente Criolla, cuyo cacumen, un tanto romo, no le permitía replicar a los alfilerazos de su colega y todo lo arreglaba con poner hociquitos, hacer mohines, soltar risotadas, y repetir: «Anda ésta»; «Pues sí»; «Vaya», y otras frases no menos expresivas.

En suma, que si la Criolla de Fuego se apuntaba algunos tantos en el escenario merced a su desvergüenza, en este otro espectáculo privado con que prolongaban la velada unos cuantos «conspicuos» -Ataúde, claro está, entre ellos-, gozaba Flor del Monte de su revancha, desquitándose con creces: en este terreno, el espíritu derrotaba por completo a la materia. Y los malasangre, los necios, viendo cómo la irritación aguzaba de día en día las flechas de su femenil ingenio, y no contentos ya con alimentar su agresividad mediante toquecitos sutiles, urdieron entre ellos una pequeña farsa cuyos frutos se prometían saborear después, en la tertulia. Esperaban el momento en que las artistas se agarraran por fin de los pelos, como no podía dejar de suceder, según iban las cosas. Lo que habían inventado fue fingir impaciencia en la función de aquella noche durante la Danza de los Velos, y ponerse a reclamar con gritos y abucheos la presencia de Asunta, la Criolla, en el escenario.

En esa intriga estúpida no participó el poeta, que era un caballero. Ni siquiera puede afirmarse que fuera iniciativa de la tertulia, sino idea de unos pocos, de Castrito, el de la fábrica de medias, de los hermanos Muiño, estudiantes perpetuos, del mediquito nuevo -¿cómo se llamaba?-, y dos o tres más, que tenían abonado un palco proscenio. Desde ese palco, tan pronto como Flor del Monte inició su admirable danza, empezaron a chistarle, a sisear, y a pedir Prendas Íntimas, el número bomba de la Criolla.

¿Cómo una cosa así no había de herir el amor propio de artista tan sensible? Tuvo ella, sin embargo, la prudencia de hacerse la desentendida, y continuó, por lo pronto, evolucionando sobre el escenario a compás de la melodía oriental que acompañaba a sus gráciles movimientos, en la esperanza de que la broma no pasaría a mayores. ¡Esperanza vana! Era eso no conocer al adversario. Atrincherados en el palco, sus torturadores intensificaban por el contrario, incansables, el fuego graneado de su rechifla, a la vez que espiaban los efectos previsibles de la agresión y se gozaban en observar los primeros síntomas del azoramiento que esta calculada ofensiva tenía que causar en el ánimo de la danzarina. «Mírala, mírala; ya no puede disimular más. Ya no da pie con bola -reía el mayor de los Muiño a la oreja del teniente Fonseca-. Ésa termina dando un traspiés, se pega el batacazo: tú lo verás».