(Precisaba salvar al perro: me había guiñado uno de sus cristales, y era mi amigo.)
Corriendo. Cada vez, más. Cancelaba mis huellas anteriores sobre el mármol de la escalera. Me llevaba otra vez mi claridad.
¿Un trueno? ¿Un portazo? La calle. El Viaducto. Mi fuga.
Pero la gente había reparado en mi turbación. Todos sabían ya que había robado -de cierta casa- un perro disecado. Y me persiguieron, gritando.
Me perseguían: gritos-avispas.
Corrí.
El perro, siempre bajo mi brazo. De vez en cuando tiritaba. Pero ¡siempre rígido!
Pronto, una multitud perseguidora. Muchos. Muchos. Muchos. Muchos. ¡Multitud!
Alcanzar aquella esquina. Luego, aquella otra. Las esquinas se abrían y cerraban como biombos. Los anuncios luminosos me chorreaban de sangre, de añil. Me evidenciaban en colores. Corrían tras de mí por los bordes de las fachadas. Me descubrían. Me indicaban, conminatorios.
Y los maniquíes de las tiendas -¡ellos también, villanamente!- me enganchaban de la manga. Trataban de detener mi huida.
Arriba, el cielo se había cerrado.
Portazos -truenos-portazos-, truenos. La tormenta había cerrado todas las puertas del cielo.
La avenida lo encañonaba perentoriamente. Disparos contra su fortaleza.
Avenida larga -demasiado larga- para mi carrera.
No miraba atrás por no perder un segundo. No soltaba al perro.
Pero llevaba colgados del hombro los pasos y los gritos de mis perseguidores.
La avenida -cada vez más estrecha- terminaría por apresarme en lo más agudo, en el vértice -casi- de su ángulo. Y entonces…
(El parpadeo de los anuncios luminosos, muertos de sueño. El jadeo de los anuncios luminosos.)
Era preferible romperse la cabeza contra una de aquellas esquinas desprendidas. Esconderse detrás de uno de aquellos biombos -cubiertos de carteles, como lápidas-. Cualquier cosa. Un refugio cualquiera.
IV
Verja. Lanzas verdes. Verde jardín. Jardín del colegio. Abierto.
Yo respiraba con fatiga de locomotora.«¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah!»
Mis seguidores -despistados- habían pasado de largo. Las telarañas del anochecer se les habrían metido en los ojos. No podía ser otra cosa.
(Gotas de lluvia -pocas y gruesas- perforaban las primeras sombras en aquel momento.)
El milagro, acaso.
La pequeña Anita salta a la comba en el jardín del colegio. La cuerda, toda florecida de bombillas eléctricas. ¿Milagro?
Salté -el perro bajo el brazo- dentro de la comba. Riendo sin júbilo. Sin emoción alguna.
A cada salto mi brazo oprimía el vientre del perro disecado. El perro disecado daba -a cada salto- un débil ladrido.
Creyó la pequeña Anita que le regalaba un juguete e hizo un gestecillo de desagrado. Cayeron sus brazos. Se apagó la orla de bombillas eléctricas.
Y ya, en la noche, sólo podían verse las ondas rojas -anillos vibrantes- de sus calcetines, los ojos, bajo el agua temblona de su inocencia.
Medusa artificial
De El boxeador y un ángel (1929)
Mari-Tere, Taquimeca
Como el novio de cada mecanógrafa, el timbre de salida había acudido con puntualidad a la cita de las seis. Todas las tardes, al sonar seis campanadas iguales en el reloj, el timbre -apresurado, por evitarse un enjambre de reproches- las subrayaba con su trazo eléctrico. Era la última firma del director, rubricando el trabajo del día.
Tere alzó la cabeza y dejó caer los brazos. Sus piernas se extendieron -fugitivas en frío carmín, fluviales- bajo el puente de la mesita, y sus ojos descendieron a la máquina que se abría en un bostezo definitivo. El ruido de la oficina había saltado, mecanismo roto, en ruidos disociados y anárquicos. Los ficheros recomponían la vertical correcta; las carpetas giraban sobre su eje, y las máquinas se cubrían, alegres, con sus impermeables charolados, como si ellas también hubieran de echarse a la calle…
Tere encerró su typewriter en rizada concha de madera. «Ya, hasta mañana -pensó-, su triple fila de botones no salpicará violetas pequeñas; no cantará en su jaula, ni se mecerá de un lado a otro con voluptuosidad de piano. Ya, hasta mañana…»
Iban saliendo los compañeros. Ella se aproximó al lavabo, abrió ambos grifos en competencia de climas y entregó las manos a la delicia curva del agua: los dedos, penetrados de agujas, se creían peces en su pecera, volvían el rosado vientre, se enlazaban y se desprendían hasta caer desmayados al fondo.
Resucitaron en la toalla y se rehicieron en los guantes.
Mari-Tere bajó la escalera a saltos. (A saltitos dactilográficos.) Y la calle la recogió devanando el ajedrez veloz del tránsito.
Sobre su cabeza, el cielo era un cielo verdoso de grasa consistente, con algunas vedijas de cotón sucio. Al fondo de cada perspectiva aparecía cárdeno, encerrado entre las aristas de los edificios; se desangraba -boxeador vencido- apoyándose en los más altos rascacielos. Ella andaba siguiendo el ritmo del jazz urbano: a un paso variable, tan pronto fácil y ligero como solicitado por un cartel o suspenso ante la pupila inyectada de la Providencia municipal.
Los escaparates desfilaban a su lado como una galería de naturalezas muertas: unos, gritando su ansia en las flores tropicales de la radio; otros, mostrando sus entrañas con elocuencia muda.
Se asomó al misterio de un cuarto de baño -folletín posible-, y luego se detuvo ante el escaparate de una tienda de modas, donde un maniquí de cera, entre banderas leves, ofrecía un ademán de buen precio y color. El zapato adelantaba hacia el cristal su punta nueva, y la pierna se evidenciaba perfecta. Perfectos los hombros de limón y nácar. Una dalia (de trapo) en la mano.
Siguió. No le gustaba aquella rigidez teatral, aquel impudor. El maniquí de su hermana, por ejemplo -su hermana era modista-, resultaba menos presuntuoso y evitaba perfidias y espejismos. No trataba de seducir: era un maniquí sin pies ni cabeza. Pero, éste…
Tere andaba, esquivando la canción de los escaparates que le hacían guiños. Llevaba prisa: no podía detenerse. Y, sin embargo…
La curiosidad le tiró de la ropa, y se sintió arrastrada como si hubiera resbalado al borde de un estanque. De un estanque helado: el nuevo escaparate era un estanque helado. Apoyó la mano en la superficie y contempló los témpanos de níquel y cristal que en él flotaban. Cristal esmerilado, níquel reluciente y blancas manos de suicidas. En el centro -en el fondo-, quieto, con los ojos desorbitados del frío y los músculos casi desprendidos, como un ave del polo, el hombre plástico, fámulo de Esculapio, soñando -sueño glacial- con la peletería de la esquina.
La muchacha notó como si el hielo se hubiera quebrado bajo sus pies. El frío la invadía, lento, ascendente, hasta ceñirle la cintura. Estuvo a punto de gritar. Pero se rehizo viendo la sonrisa del hombre anatómico, que parecía convencido de ser nuestro primer padre y se esforzaba por infundir confianza.
Al retraer la mirada hasta la superficie del cristal encontró Tere el reflejo de la calle, y sobre las direcciones encontradas, su rostro en gran plano.
Continuó la marcha, acompañada por los anuncios luminosos que patinaban ya sobre los edificios.
La Anunciación
Llegada ante la puerta de la peluquería empujó una de las hojas -inquietas, oscilantes alas de arcángel (Gabriel. Peluquero de señoras.)-. El maestro, de blancos pliegues, estaba acariciando una peluca nazarena que temblaba -nido desgajado y suave- entre sus manos.
Tere se abandonó en brazos del sillón, y recibió, por medio del espejo, un saludo de Gabriel, que se acercaba, solícito. Un saludo blando, celeste, cosmético. Después del cual extendió sobre su busto y ciñó a su garganta un campo de nieve. Una montaña pura. Ella experimentó sorda delicia contemplando sus propias rodillas bajo la falda, flores de unas piernas lacustres, sumergidas en el espejo.