Fue entornando los ojos hasta pinzar sus miradas más finas, que vagaban por los vasares y las mesas, adaptándose a los contornos, resbalando por las superficies, deteniéndose en los obstáculos.
Se iba cuajando una atmósfera cargada de tedio, en que los ruidos insistentes -las tijeras, el ventilador- reproducían el ritmo de la oficina. La imagen del reloj giraba a sensu contrario, guardándose en el bolsillo el tiempo perdido. Y Tere se entregaba, insensible, sin sujetar la memoria ni el pensamiento, a un abandono de cuerdas rotas. Se dejaba llevar de la corriente. La corriente -igual, caudalosa de tedio- la conducía hacia el estanque helado del escaparate, como el film conduce a la estrella sobre el écran.
Arriba el ventilador -cometa enjaulado- pedía socorro con un desmelenamiento de colores, mientras ella flotaba, ingrave.
Flotaba. Ingrave.
…Hasta que -¡final previsto!- se sintió agarrada por el pelo. Las manos benéficas de Gabriel se encrespaban sobre su cabeza, escalonando los bucles con un esmero impecable, almidonado y barroco.
– Señorita Tere -le dijo, con su voz más rara y ajena-. Voy a hacerle un rizado flexible. Cables enrollados. Señorita: podrá electrocutar a los hombres. La voy a convertir en una mujer peligrosa. O mejor: en una mujer fatal.
Ella trató de rebajar la hipérbole con una sonrisa, al mismo tiempo que murmuraba, de modo impreciso:
– Cables enrollados…, en el hielo…, si usted quiere… ¡Bah!
Y recordó, hasta con su mismo tonillo, cierta frase truncada que alguna vez había oído sin prestar atención: Las muchachas en Oslo, según el corresponsal…
Gabriel sentenció con un dedo en alto:
– No exagero; cualquier hombre que la mire se quedará de piedra. Mi ondulación es permanente.
Ella:
– ¡Eso es un mito! -exclamó con rapidez.
Se había puesto roja como si en su cuello se hubiera tronchado un tallo de coral. Cruzó los brazos y escondió las piernas, evasivas. Reparaba por primera vez en la multiplicación frutal de los espejos, que convertían la sala en un trópico de bombillas en ramos equidistantes.
– Un mito, si usted quiere -replicó Gabriel-, pero mi ondulación es garantizada. Los hombres se quedarán de piedra, y a mí me cumple advertirla del peligro. No sería el primer caso.
– Ya. Ya lo sé.
Quedó pensativa, lejana: su cabeza, aislada en el halo rubio de un pulverizador.
El tiempo había forzado la marcha sin que nadie se diese cuenta; había escapado por todas las rendijas.
Tere se contempló, encantada: su pelo se revolvía en bucles torcidos como reptiles.
(Salvada del naufragio, sí; pero convertida en medusa.)
Gabriel -peluquero de señoras- la despidió con una reverencia, y las puertas oscilaron, coincidentes, a su espalda.
Accidente
Avanzaba por la galería de su casa cuando sintió que la mirada del padre le salía al encuentro: le enganchaba los pies, lazo hábil, y le hacía perder el paso. Luego, ascendía con lentitud desde el filo de su vestido, hasta detenérsele entre los pechos, queriendo clavar el corazón agitado. Tere perdió el color. (La sangre, sorprendida, se refugiaba en su concha.)
Se detuvo, y apareció ante ellos (estaban ya en el comedor el padre y la hermana) como un cuerpo decapitado. La cabeza se le perdía entre los lienzos de la pared, igual que una estampa entre las páginas de un libro. Godofredo -se llamaba así; tenía nombre de rey de baraja- inquirió, mientras su índice enhiesto se orientaba hacia la redonda lámpara:
– ¿Dónde has estado desde las seis?
– En la peluquería, sencillamente, padre.
Volvió a preguntar, ahora con la copa detenida a la altura de los labios:
– ¿De dónde vienes?
– De la peluquería. No es demasiado tarde.
Se disculpaba sin levantar la vista.
– ¿No? Será a lo juicio. A lo poco juicio.
Miró a la otra hija, y ésta le sostuvo con una mirada negra y enteriza. Tenía motivo -honrada artesana para escandalizarse. (Eulalia: honrada artesana, con taller en casa.)
Insistió Godofredo:
– Pero mi juicio es el que vale… ¿Con quién has hablado?
– Con nadie.
Tere estaba llena de vacilaciones.
– ¡Con nadie! Pero ¿es eso posible? ¿Se puede hablar con nadie? ¿Con la pared, acaso…? Me engañas.
Ella rompió a llorar. Su garganta amenazaba quebrarse de congoja. Unas lágrimas -florecillas mecanográficas- cayeron al plato, desordenadas, abiertas en teclas. Cayeron, engendrando círculos de expectación creciente.
Había en el aire un paréntesis de párpados bajos que nadie se atrevía a forzar..
Notaban, con alarma difusa, que el calor iba encendiendo a raudales el rostro de Tere: su carne adquiría reflejos de cobre, y su cabeza, centro de un campo magnético, estaba cargada de bobinas.
Por fin se produjo el temido accidente. Una chispa. Dos miradas azules, secas, luminosas…
Godofredo vertió el vino sobre el mantel y se llevó ambas manos al pecho.
(Trasluz)
Coro: He aquí al héroe convertido en piedra, según el aviso del cielo. Víctima de fatal imprudencia.
Los mortales, como ciegos, extienden el pie, sin saber dónde se esconde el peligro: y cuando caminan bajo el dedo de un presagio, las estrellas se les convierten en ascuas, y el amor en un crimen espantoso.
Bien es verdad que a los reyes de naipes -¡justificado privilegio!- les está permitido amar a sus propias hijas. Pero, aun así, este sentimiento torcido no suele quedar completamente impune: aquí tenemos al héroe paladeando un sabor amargo de corteza de laurel. Su corazón es una fruta madura. La cabeza filial -hoguera verde- tiembla ante sus ojos con un hervor de reptiles.
Hemos de presenciar una tragedia precipitada.
Martirio En La Cocina
Tere, en la cocina, presidía, con impavidez romana, el martirio del pescado, que -bañado en claro aceite- presentaba uno de sus flancos a la caricia del fuego lento. Sin protestar -¡resignado besugo!-contra el resuelto inalterable de la gasolina. (Dentro de su maillot, la carne rosa se le iría convirtiendo en carne de jazmín. Eso era todo.)
Lo cambió de costado -entonces se reveló el besugo como arlequín de los mares, mitad rojo y mitad nácar-. En el lago de aceite, entre una constelación de pimientas, relucían tres ruedas de limón. (3 de oros, para sus ocios de gladiador.) El pez mostraba sus líneas gentiles de bañista en el rubio líquido.
Pero Godofredo, apoyado en el quicio de la puerta, se complacía en las de su propia hija, comparándole los brazos con el mármol de la fuente, vetado de frías transparencias.
Ella, a su vez, repasaba con deleite mórbido el perfil de los sueños cosechados durante la noche anterior, volviéndolos despacio como un catálogo de grabados donde no faltaba el del hombre desollado, capaz de practicarse en cualquier momento un harakiri docente, y de conducirla de la mano por un laberinto de columnas de números que salían en enjambre del vientre de una calculadora, hasta el infinito…
Entró un poco de aire, y Tere comenzó a parpadear, continuo. Se pasó el brazo desnudo; se frotó con la mano. (Una mota, o una coma descarriada.)