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El médico tenía una mirada de plomo, que le obligaba a entornar los párpados; una mirada pendular, de ojo clínico, que oscilaba sobre el enfermo y revolvía el légamo de su fondo morboso.

Antonio exprimió entre los labios el agrio limón de su propia sonrisa.

– ¿Qué tal?

– Bien -susurró.

Una estrecha faja de esparadrapo le ceñía el cerebro. Atrás, en la herida, el pelo tirante, como la coleta de un torero, le producía un dolor grato, fácil.

Dedos duros -de superior jerárquico- recorrieron y presionaron su cabeza.

– Nada. Este, que siga lo mismo.

El torso del médico, cruzado de correas, se dobló sobre otra cama, y Antonio respiró tranquilo, hundido.

Formas remotas, coloreadas a tintas planas, se precipitaron en su memoria, o quizá en su fantasía. Mientras que un ansia divina (de posible soldado difunto) le hinchaba el pecho, aeróstato impaciente. Se sentía oprimido por el aire. Llamado a la solemne y severa presencia de Dios, cultivador de estrellas.

¡Cómo se sobrecoge el alma de un recluta cuando se sabe llamado a una tan solemne, severa y estrellada presencia!

Ver a Dios: un milagro que puede verificarse cualquier día. Basta un momento de debilidad para, jinete caído, encontrar con la cabeza -como un balón que rueda escaleras abajo- todas las aristas de la quebrada tierra. La cólera de un caballo, su espanto, es suficiente para ello.

Una risa soterrada, hecha con las burbujas de su anhelo, le anegaba la garganta.

¿Dónde puede encontrarse a Dios? En todas partes; donde menos se espere. No se sabe qué paraíso mostrará el cristal de esa barraca de verbena pintada de rojo, de verde. Ni qué capciosa promesa puede encerrar en su vientre la maleta de aquel orador, mercader ambulante, que reúne al público en las esquinas…

Sus párpados, lentos glaciales, resbalaron por el cristal de sus ojos. Habían naufragado en un sueño absoluto, sin playas. Se había quedado dormido en la blancura fresca de un olor a heno.

Las acorchadas paredes del sueño aíslan de la realidad circundante, pero permiten telecomunicar con la irrealidad. Antonio sintió pronto envuelta la cabeza en los tibios algodones de un aliento espeso: su caballo, como el de un beduino herido, acudía a su lado para contemplarle con ojos tiernos de ferocidad ausente. Ligero, triste y dócil como el caballo de un beduino, se había acercado a él, sordas las pisadas en la arena del sueño. Tenía el cuello amplio; la crin, corta; la mirada, cuando no turbia, de Apocalipsis, era una mirada de égloga. En su piel estaba dibujado el caprichoso mapa de Marte -planeta- con canales, continentes e islas nunca vistos.

Antonio se replegó, inhibido. No podrían obligarle a cabalgar, ahora que estaba dormido, que sus miembros eran de plomo y que el Sahara había sido arrasado por la fiebre…

… De improviso se encontró despierto. Clarividente y solo. El olor a heno se precipitó en olor a ácido fénico. Las camas, quietas, junto a la pared, tenían los anchos lomos cubiertos de gualdrapas blancas.

Las horas elásticas, los minutos, se alargaban hasta lograr delgadeces increíbles.

Sus miradas recorrían la muda superficie del techo.

Compases, escuadras y cartabones dibujaban en aquel estanque helado difíciles paisajes, itinerarios complicados. Patinaba en finos esquís su imaginación; volvía, giraba, ebria de trayectos. La blancura contagiosa del techo borraba pronto el rastro delicado; regeneraba la idéntica nieve.

Copos ardientes se posaban más tarde en sus ojos -fatigados perros de trineo- y le hacían refugiarse en el cultivo de recuerdos frágiles, menos vivos cuanto más lejanos.

Prefería levantar la frágil sombra de los sucesos dentro del coto de su experiencia castrense; cobrar piezas peligrosas en la zona del tiempo, limitada al Sur por su cuerpo caído, y al Norte, por la indecisa, ondulante línea del tren militar.

El tren militar le había incorporado sin transición a un ritmo veloz que no conocía. Todo en él estaba hecho al paso suave, palmípedo, del campesino. Allá, en el campo, las estaciones tornan, como las cuatro pintas de la baraja, despacio: hasta apurar la última copa, hasta quemar en la chimenea el último basto…

El tirón, el silbido, el duro arranque del ferrocarril le habían puesto sobre otra marcha. Sobre una sucesión atropellada de los días inexorables y nerviosos como escuadrones de Caballería.

Dos cintas de paisaje habían desfilado a derecha e izquierda; los reclutas se habían paseado por las curvas del horizonte. La luna, ahogada en una charca, sin sangre, sola, quiso acompañar un rato a la expedición…

Al verse entre tantos desconocidos, tan semejantes -compañeros cuyo nombre ignoraba, pero cuya edad conocía-, Antonio Arenas había renovado en sí propio la sensación agobiante de los transportes de reses por ferrocarril, de esos vagones llenos de ojos húmedos y lomos marcados, que él viera pasar durante una época de su vida, clausurada ya en este mismo día.

Si alguien le miraba, sonreía; porque la sonrisa le esmerilaba el rostro y le defendía como una cortina de agua-Desembarcado, incorporado al fin, una sensación persistió, tiempo adelante, no en su memoria; en su piel, como un tatuaje. El metro de metal le había hecho sufrir, rodeando su pecho desnudo, el escalofrío de ese explorador centroafricano ahogado por una serpiente.

Tras el sutil abrazo, un enjambre de cifras, insectos nacidos en la conjunción de la pluma y el papel, había volado, zumbando, a su alrededor.

Y desde entonces tuvo la noción clara, numérica, de su recién adquirida personalidad.

Soldado Antonio Arenas, primer regimiento de Cazadores, primera compañía. Perímetro, 96; peso, 62; talla, 1,55.

II

Las raicillas más delgadas del mundo industrial, lejos de las urbes, se insertan, ahondan en la carne sana del campo y sensibilizan su volumen neutro. Tensas redes del teléfono, cauterio de la ferroviaria, el rastro precario del automóvil en el polvo: todos estos signos que huyen por el campo como liebres, se reúnen y entrecruzan, cerca ya de la gran ciudad, para disputarse el terreno. Un gigantesco anillo fabril la rodea. Y de él parten los miles de nervios cuyos extremos mueren, capilares, en los rincones ignorados; junto a él se apacientan los oscuros rebaños de vagonetas.

Conforme el tren avanzaba, los reclutas recibían mensajes, cada vez más vehementes, de la ciudad. Los reclamos de hoteles, de fotografías, de vinos, de bicicletas, se alzaban sobre los pastos y los puentes…

La locomotora rompió el cinturón suburbano, y panoramas de formas rectangulares y colores vivos sobre fondo gris rojizo pugnaban por acoplar todos sus componentes en el medido espacio de la ventanilla.

Los reclutas, caras atónitas, no habían imaginado jamás la posibilidad de una naturaleza entablillada, encorsetada, empaquetada, llena de etiquetas como una mercancía más en los almacenes de la estación… De pronto, todo quedó inmóvil, parado. (Un film que se corta.)

Antonio no logró nunca compaginar esta primera versión de la ciudad, recogida al llegar, de fuera a dentro, con la posterior y más risueña, nacida del centro a la periferia.

Los paseos -sobre todo, en día festivo- ofrecían a sus ojos una grata, una olímpica sensación, imposible de conectar con las líneas rectas y los colores secos del suburbio. Llenos de fuentes y tranquilas diosas, cuyos pechos eran los hemisferios gemelos de un mapamundi, alojaban dignamente (entre gigantescas madreperlas, cuernos de la abundancia y leones domésticos) a la primera generación -paleolítica- de dioses locales.

La segunda -edad de bronce-, casi integrada por victoriosos équites, moraba en las plazas apartadas, en los remansos de la calle.

No menos importante, pero demócrata, la siguiente generación -planiforme, impresa en bi o tricolor- proliferaba por las vallas y las esquinas. Sus más caracterizados representantes: la estival patrona de la Foto y el dios de las Autopistas, gordo, neumático padre de familia, venerado en todos los garajes.