—Se emborrachan —terminó ella.
—¿Quieres a Fred borracho? Puedo hacerlo también. Fotograma 97-412 y congela —dije, y la pantalla se volvió plateada y luego apareció un mensaje: «El personaje de Fred Astaire no está actualmente disponible para transmisión en fibra-op. Litigio por copyright entre ILMGMV v. RKO-Warner…»
—Vaya. Fred está en litigio. Lástima. Tendrías que haber hecho aquel pastiche cuando se presentó la ocasión.
Ella no miraba la pantalla. Me miraba a mí, los ojos alerta, concentrados, como habían estado en el Piccolino.
—Si estás tan seguro de que no podré alcanzar lo que quiero, ¿por qué intentas disuadirme con tanto ahínco?
—Porque no quiero verte tirada en Hollywood Boulevard con unos leotardos de red rotos. No quiero tener que pegar tu cara en una película de River Phoenix para que el jefe de Mayer pueda ñaquear contigo.
—Tienes razón, Alis —dije—. ¿Por qué demonios lo hago? —Me volví hacia el comp—. Imprime accesos, todos los archivos. —Arranqué la hoja de papel de la impresora—. Toma. Coge mis accesos de fibra-op y haz todos los discos que quieras. Practica hasta que tus piececitos sangren. —Se lo tiré.
Ella no lo cogió.
—Vamos —insistí y se lo metí en la mano, que no respondió—. ¿Quién soy yo para interponerme en tu camino? En las inmortales palabras de Leo el León, todo es posible. ¿A quién le importa si los estudios tienen los derechos y las fuentes de fibra-op y los digitalizadores y los accesos? Nos coseremos nuestros propios trajes. Construiremos nuestros propios decorados. ¡Y entonces, justo antes del estreno, Bebe Daniels se romperá la pierna y tendrás que sustituirla!
Ella arrugó el papel y pareció a punto de tirármelo.
—¿Cómo sabes qué es posible o imposible? Ni siquiera lo intentas. Fred Astaire…
—Está en litigio, pero no dejes que eso te detenga. Aún te queda Ann Miller. Y Siete novias para siete hermanos. Y Gene Kelly. Oh, espera, olvidé que eres demasiado buena para Gene Kelly. Tommy Tune. Y por supuesto a Ruby Keeler.
Lo arrojó.
Cogí el papel y lo alisé.
—«Temperamento, temperamento, Escarlata» —dije, con acento del sur, mientras lo estiraba. Lo metí en el bolsillo de su delantal y le di una palmadita—. Ahora sal a ese escenario. ¡Es la hora del espectáculo! Todo el reparto cuenta contigo. Recuerda que saldrás ahí fuera como una jovencita, pero volverás siendo una estrella.
Su mano se cerró, pero no volvió a tirarme el papel. Se dio la vuelta y su falda ondeó como el vestido blanco de Eleanor. Tuve que cerrar los ojos contra la súbita imagen de Fred y Eleanor bailando sobre el suelo pulido, las estrellas falsas titilando en interminables oleadas, y me perdí el mutis de Alis.
Cerró la puerta tras ella y la imagen recedió. La abrí y me asomé.
—Sé tan buena que acabe odiándote —grité, pero ella ya se había ido.
ESCENA: Número de producción de Busby Berkeley. Fuente giratoria gigante. Coristas vestidas de lame rojo en cada nivel, llenando copas de champán en la fuente brillante. Acercamiento a la copa de champán, luego primer plano de las burbujas, dentro de cada burbuja una chica del coro con braguitas de baile doradas y camisa sin mangas, bailando claqué.
Alis no regresó. Heada hizo de las suyas para mantenerme informado: no encontró un profesor de baile, la opa de Viamount era trato hecho, Columbia Tri-Star iba a hacer un remake de En algún lugar del tiempo.
—Había un ejeco de Columbia en la fiesta —me dijo Heada, encaramada en mi cama—. Dijo que han estado haciendo experimentos con imágenes proyectadas en regiones de materia negativa, y hay un intervalo medible. Dijo que están así de cerca —hizo el gesto típico con el pulgar y el índice— de inventar el viaje temporal.
—Magnífico. Alis puede volver a los años treinta y tomar lecciones de baile del mismísimo Busby Berkeley.
Sólo que no le gustaba Busby Berkeley, y después de quitar todas aquellas SA de Desfile de candilejas y Vampiresas 1933, tampoco me gustaba a mí.
Ella tenía razón en lo de que no había verdaderos bailes en sus películas. Había un intento de claque en La calle 42, un ensayo en segundo plano en una escena, unas cuantas barras en «Pettin' in the Park» para Ruby, que bailaba casi tan bien como Judy Garland. Por lo demás, todo eran violines de neón, tartas nupciales dando vueltas, fuentes, coristas teñidas de platino que probablemente habían sido las ñaquis de algún ejeco de los estudios. Tomas cenitales caleidoscópicas y barridos y contrapicados entre las piernas abiertas de las chicas del coro que habrían producido ataques a los de la Oficina Hays. Pero ni un baile.
Mucha bebida, eso sí: whisky de patata y fiestas entre bambalinas y petacas guardadas en las ligas de las chicas. Incluso un número de producción en un bar, con Ruby Keeler como Shangai Lil, una ñaqui que tenía en su haber un montón de ron y un buen número de marineros. Un himno a las delicadas cualidades del alcohol.
Que por cierto eran muchas. Era barato, no resultaba tan perjudicial como la linearroja, y no te proporcionaba el bendito olvido del chooch, detenía los destellos y ponía un suave desenfoque al mundo en general. Lo que hacía más fácil trabajar en la lista de Mayer.
También se podía elegir entre un buen repertorio de sabores: martinis para Una pareja invisible, licor de moras en Arsénico por compasión, un buen Chianti para El silencio de los corderos. Mientras yo bebía champán, que por lo visto aparecía en todas las películas jamás rodadas, y maldecía a Mayer, y borraba jarras y vasos de precipitados en la escena de la cantina de La guerra de las galaxias.
Fui a la siguiente fiesta, y a la otra, pero no encontré a Alis. En cambio Vincent sí estaba, haciendo demostraciones de otro programa, y el ejeco de costumbre, siempre explicando el viaje temporal a las Marilyns, y por supuesto Heada.
—No se trataba de klieg, después de todo —me dijo—. Era chooch de diseño del Brasil.
—Lo cual explica por qué sigo oyendo el Beguine.
—¿Eh?
—Nada —dije, observando la sala. El programa de Vincent debía de ser un simulador de lágrimas. En la pantalla aparecía Jackie Cooper, con un ajado sombrero de copa y una corbata de lazo, lloriqueando por su perro muerto.
—Alis no está aquí —anunció Heada.
—Estaba buscando a Mayer. Tendrá que pagarme el doble por Historias de Filadelfia. Está llena de alcohol. Jerez antes de almorzar, martinis junto a la piscina, champán, cócteles, resacas, bolsas de hielo. Cary Grant, Katharine Hepburn, Jimmy Stewart. Todo el reparto da asco.
Di un sorbo a la crème de menthe que me quedaba de Días de vino y rosas.
—Las virtuales me llevarán al menos tres semanas, y eso sin contar los diálogos. «Tengo hipo, me pregunto si me vendría bien un trago.»
—Ella ha estado aquí antes —insistió Heada—. Uno de los ejecos la tenía a tiro.
—No, no, yo digo: «Me pregunto si me vendría bien un trago», y tú dices: «Desde luego. Carbones para Newcastle.» —Tomé otro sorbo.
—¿Tienes que beber tanto? —preguntó Heada, la reina del chooch.
—Pues sí. Es el pernicioso resultado de ver todas esas películas. Gracias a Dios que ILMGM las está rehaciendo para que nadie más se corrompa. —Bebí un poco más de crème de menthe.
Heada me miró suspicaz, como si hubiera estado haciéndose klieg otra vez.