—ILMGM va a hacer un remake de Los pasajeros del tiempo. El ejeco le dijo a Alis que a lo mejor le conseguía un papel.
—Perfecto —refunfuñé y me acerqué a mirar el programa de Vincent.
Audrey Hepburn aparecía ahora en la pantalla, de pie bajo la lluvia, llorando por su gato.
—Es nuestro nuevo programa de lágrimas —dijo Vincent—. Todavía está en fase experimental.
Le dijo algo a su remoto, y la pantalla se dividió. Un digitactor computerizado lloriqueó junto a Audrey, agarrado a lo que parecía una alfombra amarilla. Las lágrimas no eran lo único que estaba en fase experimental.
—Las lágrimas son la forma de simulación de agua más difícil de conseguir —dijo Vincent. El Hombre de Hojalata apareció ahora, rozando sus articulaciones—. Porque en realidad las lágrimas no son agua. Tienen mucoproteínas, lisozimas y un alto contenido salino. Eso afecta al índice de refracción y hace que sean difíciles de reproducir —explicó, a la defensiva.
Normal. Las lágrimas del digithombre de hojalata parecían vaselina manando de ojos digitalizados.
—¿Has programado alguna vez RV? —dije—. ¿Algo como por ejemplo la escena que usaste para el programa de montaje de hace un par de semanas? ¿La escena de Fred Astaire y Ginger Rogers?
—¿Una virtual? Claro. Puedo hacer casco de datos y de todo el cuerpo. ¿Es algo en lo que estás trabajando para Mayer?
—Sí. ¿Podrías hacer que una persona, digamos, ocupara el lugar de Ginger, para que baile con Fred Astaire?
—Claro. Enganches de pie y rodilla, estimuladores nerviosos. Parecerá que es de verdad.
—Nada de parecer —le conté—. ¿Puedes hacer que baile de verdad?
Lo pensó un momento, frunciendo el ceño ante la pantalla. El Hombre de Hojalata había desaparecido. Ingrid Bergman y Humphrey Bogart estaban despidiéndose en el aeropuerto.
—Tal vez —contestó Vincent—. Supongo. Podríamos poner algunos sensores en las suelas y montar una ampliación de feedback. Así exageraremos sus movimientos corporales para que pueda mover los pies adelante y atrás.
Miré la pantalla. Había lágrimas en los ojos de Ingrid, titilando como si fueran de verdad. Probablemente no lo eran. Probablemente se trataba de la octava toma, o de la decimoctava, y una chica de maquillaje había acudido con gotas de glicerína o zumo de cebolla para conseguir el efecto deseado. No eran las lágrimas las que lo conseguían, de todas formas. Era el rostro, aquella expresión dulce y triste de quien sabe que nunca podrá tener lo que desea.
—Podríamos poner ampliadores de sudor —continuaba Vincent—. Sobacos, cuello.
—No importa —dije yo, todavía contemplando a Ingrid. La pantalla se dividió y una digitactriz apareció delante de un dígito-aeroplano, rezumando aceite de bebé.
—¿Qué tal un enganche de sonido direccional para los pasos y endorfinas? —prosiguió Vincent—. Jurará que estuvo bailando con Gene Kelly.
Me bebí el resto de la crème de menthe y le tendí la botella vacía. Luego regresé a mi habitación y despedacé Historias de Filadelfia durante dos días más, intentando pensar en un buen motivo para que Jimmy Stewart se quedara con Katharine Hepburn y cantara «En algún lugar del arco iris» sin ser despedido, y fingí que necesitaba uno.
A Mayer no le importaría, y probablemente al estirado de su jefe tampoco. Y ya nadie veía vivacciones. Si el argumento no tenía sentido, los hackólitos que hicieran el remake ya se ocuparían del tema. De todas formas harían un remake del remake. Que también estaba en la lista.
Lo recuperé. Alta sociedad. Bing Crosby y Grace Kelly. Frank Sinatra haciendo de Jimmy Stewart. Avancé hasta la última mitad, buscando inspiración, pero estaba aún más repleta de SA. Y era un musical. Volví a Historias y lo intenté de nuevo.
Imposible. Jimmy Stewart tenía que estar borracho en la escena de la piscina para decirle a Katharine Hepburn que la quería. Katharine tenía que estar borracha para que su prometido la rechazara y para que ella misma se diera cuenta de que todavía amaba a Cary Grant.
Pasé de esa escena y volví a la anterior. Era igual de horrible. Había que cortar demasiado, y la mayor parte era la voz pastosa de Jimmy Stewart. Rebobiné hasta el principio de la escena y subí el volumen, para poder doblar su diálogo.
—Todavía la ama, ¿verdad? —decía Jimmy Stewart, inclinándose beligerante hacia Cary Grant.
—Mudo —dije, y vi cómo Cary Grant, imperturbable, decía algo, sin que su cara revelara nada.
—Insuficiente —dijo el comp—. Se precisan datos adicionales para que coincida.
—Sí. —Aumenté de nuevo el sonido.
—Liz dice que la ama —dijo Jimmy Stewart.
Rebobiné al principio de la escena y la congelé para pillar el número del fotograma, y la repetí otra vez.
—Todavía la ama, ¿verdad? —dijo Jimmy Stewart—. Liz dice que la ama.
Apagué la pantalla, y accedí a Heada.
—Necesito que averigües dónde está Alis.
—¿Por qué? —preguntó ella, recelosa.
—Creo que le he encontrado una profesora de baile. Necesito su horario de clases.
—Lo siento. No lo sé.
—Venga, tú lo sabes todo. ¿Qué ha pasado con aquello de «Creo que deberías ayudarla»?
—¿Qué pasó con «No me juego el cuello por nadie»?
—Ya te lo he dicho, le he encontrado una profesora de baile. Una anciana dé Palo Alto. Fue corista. Apareció en El valle del arco iris y Funny Lady en los setenta.
Ella aún desconfiaba, pero al final cedió.
Alis asistía a Cinematografía 101, gráficos básicos, y a una clase de historia del cine: El Musical 1939-1980. Estaba a la salida de Burbank.
Cogí los deslizadores y una botella de ginebra Enemigo público, y salí a buscarla. La clase estaba en un viejo estudio que la UCLA había comprado cuando se construyeron los deslizadores, en el primer piso.
Entorné la puerta y me asomé. El profe, que se parecía a Michael Caine en Educando a Rita, una película con demasiadas SA, estaba de pie delante de un anticuado monitor apagado con un mando a distancia, manteniendo a raya a un grupito de estudiantes, la mayoría hackólitos que engrosaban su curriculum, algunas Marilyns, y Alis.
—Contrariamente a la creencia popular, la revolución de los gráficos por ordenador no acabó con el musical —decía el profe—. El musical la espichó él solito. —Aquí hizo una pausa para que la clase se riera—, en 1965.
Se volvió hacia el monitor, que no era más grande que mis pantallas, y pulsó el remoto. Tras él aparecieron unos vaqueros saltando en una estación de tren. Oklahoma.
—Los musicales, con sus argumentos forzados, sus irreales secuencias de canciones y bailes, y finales felices simplistas, ya no reflejaban el mundo del público.
Miré a Alis, preguntándome cómo se estaría tomando esto. No lo hacía. Contemplaba a los vaqueros, con aquella expresión intensa y concentrada, y sus labios se movían, contando los segundos, memorizando los pasos.
—… lo cual explica por qué el musical, al contrario que el cine negro y el de terror, no fuera revivido a pesar de la disponibilidad de estrellas como Judy Garland y Gene Kelly. El musical es irrelevante. No tiene nada que decir al público moderno. Por ejemplo, Melodías de Broadway 1940…
Retrocedí hasta los escalones irregulares y me senté allí, dándole a la ginebra y esperando a que terminara. Lo hizo, por fin, y las alumnos salieron. Un trío de caras comentando un rumor sobre que la Disney iba a contratar cuerpos presentes para Gran Hotel, un par de hackólitos, el profe sorbiendo copo escaleras abajo, otro hackólito.