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—Como tú, que te pasas los días bebiendo y te caes de los deslizadores —observó ella.

Ahora me tocó el turno de quedarme en blanco.

—La noche que Alis te trajo a mi habitación, la noche que estabas tan colocado.

Seguía sin comprenderlo.

—Mostrar los sentimientos —dijo Heada—. Intentaste atravesar la pantalla de los deslizadores y por poco te matas. Alis te sacó.

ESCENA: Exterior. Casa de los Hardy. El viento agita las hojas muertas. Lento fundido hasta un árbol de ramas peladas. Nieve. Invierno.

Al parecer aquella noche fue sonada. Había intentado atravesar la pared de los deslizadores como un drogata con demasiado delirio y luego ñaqueé con la persona equivocada. Una actuación magnífica, Andrew.

Y Alis me había salvado.

Cogí los deslizadores hasta Hollywood Boulevard para buscarla, comprobé en la Ciudad de las Pruebas de Pantalla y en Ha Nacido Una Estrella, que tenía a un símil de River Phoenix trabajando allí.

La cabina de Finales Felices había cambiado su nombre por Felices Para Siempre Jamás y mostraba Doctor Zhivago, Ornar Sharif y Julie Christie en el campo de flores, sonriendo y abrazando a un bebé. Un puñado de turatas medio interesados la veía.

—Estoy buscando a una cara —dije.

—Elija —dijo el tipo—. Lara, Escarlata, Marilyn…

—Estuvimos aquí hace unos cuantos meses —proseguí, intentando refrescar su memoria—. Hablamos sobre Casablanca…

—Tengo Casablanca. Tengo Cumbres borrascosas, Love Story…

—Esta cara —interrumpí— es así de alta, pelo castaño claro…

—¿Liberada?

—No —dije—. No importa.

Seguí caminando. No había nada más en este lado excepto cuevas RV.

Me quedé allí plantado y pensé en ellas, y en los garitos sim-sex que había más abajo y las liberadas que deambulaban ante ellos con leotardos de malla rotos, y luego volví a Felices Para Siempre Jamás.

Casablanca —dije, colándome entre los turatas, que habían decidido guardar cola. Tendí mi tarjeta.

El tipo me condujo al interior.

—¿Tiene un final feliz? —preguntó.

—Segurísimo.

Me sentó delante del comp, un Wang de aspecto antiguo.

—Usted sólo tiene que pulsar este botón, y sus opciones aparecerán en pantalla. Elija la que quiera. Buena suerte.

Hice girar el avión cuarenta grados, lo aplasté para que fuera bidimensional, y lo hice parecer el cartón que siempre había sido. Nunca había visto una máquina de niebla. Me contenté con una máquina de vapor que esparcía grandes vaharadas de nubes y avancé hasta el plano donde Bogie aparecía de tres cuartos y le decía a Ingrid aquello de «Siempre nos quedará París».

—Expande el perímetro de encuadre —ordené, y empecé a rellenar sus pies, Ingrid con zapatos planos y Bogie con grandes alzas de madera atadas a sus zapatos con trozos de…

—¿Qué demonios cree que está haciendo? —dijo el tipo, que entró de golpe.

—Sólo intento inyectar un poco de realidad en los procedimientos.

Me levantó de la silla y empezó a pulsar teclas.

—Fuera de aquí.

Los turatas que estaban delante de mí formaban cola ante la pantalla: se había congregado una pequeña multitud.

—El avión era de cartón y los mecánicos eran enanos —expliqué—. Bogie sólo medía uno sesenta. Fred Astaire era hijo de un cervecero inmigrante. Sólo tenía educación primaria.

El tipo emergió de la cabina humeando como mi máquina de vapor.

—«Te está mirando, sólo hicieron falta diecisiete tomas» —dije, dirigiéndome hacia los deslizadores—. Nada es real. Todo se hace con espejos.

ESCENA: Exterior. Casa de los Hardy. Invierno. Nieve sucia en el tejado, en el césped, apilada a cada lado del camino de entrada. Lento fundido hasta la primavera.

No recuerdo si regresé de nuevo a Hollywood Boulevard. Sé que asistí a las fiestas, esperando que Alis apareciera otra vez en el umbral, pero ni siquiera Heada asomó por allí.

Mientras tanto, violé y saqueé y busqué algo fácil de arreglar. No había nada. Hacer abstemio al médico de La diligencia echó a perder la escena del parto. Con las horas contadas murió al nacer sin que Dana Andrews tragara vasos de whisky, y La cena de los acusados desapareció por completo.

Llamé de nuevo al menú, buscando algo libre de SA, algo limpio y ciento por ciento americano. Como los musicales de Alis.

—Musicales —dije, y el menú se dividió en categorías y mostró una lista. La repasé.

Carrusel no. Billy Bigelow era un borrachín. Igual que Ava Gardner en Magnolia y Van Johnson en Brigadoon. ¿Ellos y ellas? Ni hablar. Marión Brando emborracha a una misionera. ¿Gigi? Estaba llena de licor y cigarros, por no mencionar «La noche que inventaron el champán».

¿Siete novias para siete hermanos? Tal vez. No tenía ninguna escena de salón ni números de «Bebed hasta reventar, muchachos». Tal vez algo de whisky en la construcción del granero o en la cabaña, pero eso podía borrarse de un plumazo.

Siete novias para siete hermanos —le dije al comp, y me serví un poco del bourbon que había comprado para Gigante. Howard Keel llegó a la ciudad, se casó con Jane Powell, y se dirigieron a las montañas en su carreta. Podía avanzar toda esta sección: no era probable que Howard sacara una jarra y le ofreciera a Jane un trago, pero la dejé correr a velocidad normal mientras ella le cantaba a Howard sus esperanzas y planes, que quedarían aplastados en cuanto descubriera que tendría que cocinar y lavar para seis hermanos piojosos. Howard azuzó los supuestos caballos y parecía incómodo.

»Eso es, Howard. No se lo digas. De todas formas, tampoco te haría caso. Tiene que descubrirlo por sí misma —dije.

Llegaron a la cabaña. Esperaba que al menos uno de los hermanos tuviera una pipa de caña, pero no. Se produjo algún altercado en casa, otra canción, y luego un largo fragmento de felicidad hasta la escena de la construcción del granero.

Me serví otro bourbon y me incliné hacia delante, contemplando el derroche hogareño. Jane Powell sacó pasteles y dulces de la carreta, y una jarra recubierta de mimbre que tendría que convertir en un cazo de habichuelas o algo así, y pasaron al número del granero que Alis me había pedido la noche que la conocí.

—Avanza hasta el final de la música —dije, y entonces—: Espera.

No era una orden, por lo que continuaron galopando en el baile, acabaron, y empezaron a levantar el granero en un tiempo récord.

—Alto —le indiqué—. Vuelve a 96 —ordené, y rebobiné al principio del baile—. Avanza en tiempo real —dije, y allí estaba. Alis. Con un vestidito rosa y medias blancas, con el pelo a contraluz recogido en un moño.

»Congela —pedí.

Es el alcohol, pensé. Ray Milland en Días sin huella, viendo elefantes rosa. O algún efecto del klieg, un destello retrasado o algo que superponía la cara de Alis sobre las bailarinas como si fuesen las figuras de Fred Astaire y Eleanor Powell bailando en el suelo pulido.