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—Lo digo en serio. Cuando la tomé me sentí al borde de la muerte. Y el chooch es mucho más fácil de superar que el alcohol.

—Entonces, ¿por qué lo dejaste?

Ella me dirigió una mirada triste y siguió luchando con el tapón.

—Pensé que eso haría que alguien se fijara en mí.

—¿Y lo han hecho?

—No —dijo, y siguió batallando con el tapón—. ¿Por qué me llamaste y me pediste que te trajera ridigraña?

—Ya te lo he dicho. Mayer…

Sacó el tapón.

—Mayer está en Nueva York, haciéndole la pelota a su nuevo jefe, que, según se comenta, va derechito a la calle. El rumor es que a los ejecos de ILMGM no les gusta esta moralina ultraderechista. Al menos cuando se aplica a ellos. —Vació el champán y regresó a la habitación—. ¿Más champán?

—Montones —dije, y regresé al comp—. Siguiente fotograma. —Un puñado de botellas apareció en la pantalla—. ¿Quieres vaciarlas también? —Me di la vuelta, sonriendo.

Ella me miraba muy seria.

—Ahora de verdad, ¿qué te pasa?

—Siguiente fotograma —dije. La pantalla cambió a Ingrid, que parecía inquieta, sus cabellos como un halo. Le quité la copa de champán de la mano.

—Has vuelto a verla, ¿no?

Todo.

—¿A quién? —pregunté, aunque era inútil—. Sí. La he visto. —Apagué Encadenados—. Ven aquí. Quiero enseñarte una cosa. Siete novias para siete hermanos —le dije al comp—. Fotograma 25-118.

La pantalla iluminó a Jane Powell, sentada en la carreta y sujetando una cesta.

—Avanza en tiempo real —ordené, y Jane Powell le tendió la cesta a Julie Newmar.

—Creí que esta película iba a entrar en litigio —dijo Heada por encima de mi hombro.

—¿Por quién? ¿Jane Powell o Howard Keel?

—Russ Tamblyn —contestó ella, señalándolo. Él se subió a la carreta y miraba apasionadamente a la pequeña rubia, Alice—. Virtusonic lo ha estado empleando en películas snuffporno, y a ILMGM no le ha gustado. Alegan abuso de copyright.

Russ Tamblyn, con aspecto joven e inocente, probablemente la verdad, se marchó con Alice, y Howard Keel bajó a Jane Powell del pescante.

—Alto —dije al ordenador. Me volví hacia Heada—. Quiero que veas la próxima escena. Fíjate en las caras. Avanza en tiempo real —ordené, y los bailarines formaron dos filas y se saludaron para iniciar el cortejo.

No sé qué esperaba que hiciera Heada, jadear y llevarse la mano al corazón como Lillian Gish, tal vez. O hacerme dar la vuelta y preguntarme: «¿Qué es exactamente lo que tengo que mirar?»

Tampoco hizo eso. Contempló la escena entera, quieta y silenciosa, casi tan concentrada en la pantalla como Alis, y luego dijo en voz baja:

—No pensaba que fuera a hacer eso.

Por un momento no entendí lo que había dicho debido al rugido en mi cabeza, el rugido que decía: «Es ella. No es un destello. Es ella.»

—Y toda esa chachara sobre un profesor de baile —decía Heada—. Todas esas cosas sobre Fred Astaire. Nunca pensé que fuera…

—¿Que fuera a hacer qué? —pregunté, aturdido.

—Esto —dijo ella, señalando vagamente la pantalla con la mano, donde los lados del granero empezaban a subir—. Que se convertiría en la ñaqui de alguien. Que se rendiría. Que se vendería. —Indicó de nuevo la pantalla—. ¿Te dijo Mayer para cuál de los ejecos lo has hecho?

—Yo no lo he hecho —contesté.

—Bueno, pues entonces alguien lo ha hecho. Mayer debe de haber empleado a Vincent o a alguien. Creí que habías dicho que ella no quería que pegaran su cara encima de la de nadie.

—No quería. No quiere —aseguré—. Esto no es un pastiche. Es ella, está bailando.

Miró la pantalla. Un cowboy dejó caer el martillo sobre el pulgar de Russ Tamblyn.

—Ella no se vendería —concluí.

—Citando a un amigo mío, todos tenemos un precio.

—No. La gente se vende para conseguir lo que quiere. Hacer que peguen su cara sobre el cuerpo de otra persona no es lo que ella quería. Quería bailar en las películas.

—Tal vez necesitaba dinero —aventuró Heada, mirando la pantalla. Alguien golpeó a Howard Keel con un tablón y Russ Tamblyn le arreó un puñetazo—. Tal vez comprendió que no podía tener lo que quería.

—No —dije yo, recordando su expresión decidida en Hollywood Boulevard—. No lo comprendes. No.

—Muy bien —suavizó ella—. No se vendió. No es un pastiche. —Señaló la pantalla—. Entonces, ¿qué es? ¿Cómo ha acabado ahí si no la ha pegado nadie?

Howard Keel empujó a un rincón a un par de matones, y el granero se desplomó en medio de un estrépito de tablones y gruñidos.

—No lo sé —dije.

Nos quedamos allí un instante, contemplando el destrozo.

—¿Puedo volver a ver la escena? —preguntó Heada.

—Fotograma 25-200, avanza en tiempo real —pedí, y Howard Keel alzó de nuevo los brazos para recoger a Jane Powell. Los bailarines se colocaron en dos filas. Y allí estaba Alis, bailando.

—Tal vez no es ella —sugirió Heada—. Por eso me pediste que te trajera la ridigraña, ¿verdad? Pensabas que podría ser un efecto del alcohol.

—Ahora tú también la ves.

—Sí —admitió ella, frunciendo el ceño—, pero en realidad no estoy segura de saber cómo es. Quiero decir que siempre que la he visto yo estaba muy colgada, igual que tú. Y no han sido tantas veces, ¿no?

Aquella fiesta, y la vez que Heada la envió a pedirme el acceso, y el episodio de los deslizadores. Ocasiones memorables, todas ellas.

—No —convine.

—Así que podría ser cualquier otra persona que se le parece. Su pelo es algo más oscuro, ¿no?

—Una peluca —dije—. Las pelucas y el maquillaje pueden hacer que parezcas muy distinto.

—Sí —comentó Heada, como si eso demostrara algo—. O parecido. Tal vez esa otra persona lleva una peluca y maquillaje que hacen que se parezca a Alis. De todas formas, ¿quién es en la película?

—Virginia Gibson.

—Tal vez esa Virginia Gibson y Alis se parecen. ¿Actúa en otras películas? Virginia Gibson, quiero decir. En ese caso, podríamos buscarla y ver qué aspecto tiene, y si es ella o no. —Me miró preocupada—. Pero será mejor que primero dejes que la ridigraña surta efecto. ¿Sientes ya algún síntoma? ¿Dolor de cabeza?

—No —dije, mirando la pantalla.

—Bueno, ya falta poco. —Apartó el embozo de la cama—. Acuéstate, yo te traeré un poco de agua. La ridigraña es rápida, pero dura. Lo mejor es que…

—La duerma —concluí yo.

Trajo un vaso de agua y lo dejó junto a la cabecera.

—Contacta conmigo si tienes temblores y empiezas a ver cosas.

—Según tú, ya he empezado.

—No he dicho eso. He dicho que deberías comprobar esa Virginia Gibson antes de llegar a una conclusión. Después de que la ridigraña surta efecto.

—Eso significa que cuando esté sobrio no se parecerá a ella.

—Significa que cuando estés sobrio, al menos podrás verla. —Me miró fijamente—. ¿Quieres que sea ella?

—Creo que voy a acostarme —dije para que se marchara—. Me duele la cabeza. —Me senté en la cama.

—Ya surte efecto —dijo ella, triunfal—. Contacta conmigo si necesitas algo.

—Lo haré —dije, y me tendí.

Ella miró en derredor.

—Ni tienes más bebida por aquí, ¿verdad?

—Litros y litros —le dije, señalando la pantalla—. Botellas, frascos, petacas, jarras. Pide lo que quieras, está ahí dentro.

—Si bebes algo, será peor.

—Lo sé —dije, cubriéndome los ojos con la mano—. Temblores, elefantes rosa, conejos de metro ochenta, «¿y cómo está usted, señor Wilson?»