Yo la amaba, y ella quería bailar en las películas, y en el maravilloso mundo de los GO todo es posible. Pero si yo lo hubiera hecho, no le habría dado dos míseros minutos en un número de producción. Habría borrado a Doris Day y sus dientes y habría dejado a Alis bailar con Gene Nelson delante de todos aquellos espejos en la sala de ensayos. Si hubiera sabido los pasos, cosa que no era así. Nunca había visto Té para dos.
O no recordaba haberla visto. Justo después del episodio de los deslizadores, Mayer había incluido en mi cuenta crédito por media docena de westerns, ninguno de los cuales recordaba haber hecho. Pero si lo hubiera hecho, no la habría vestido con polisón. No la habría hecho bailar con Gene Kelly.
Había puesto una alarma en Fred Astaire y Una cara con ángel. La cambié a Melodías de Broadway 1940 y pedí un informe sobre el estado del caso. Estaba a punto de resolverse, pero se esperaba que hubiera una demanda secundaria, y la SCC estaba considerando alegar.
La Sociedad para la Conservación Cinematográfica. Todos los cambios quedaban automáticamente registrados, y los estudios no los controlaban. Mayer no había podido mantenerme a salvo de aquellos códigos porque eran parte básica del enlace de fibra-op. Si era un pastiche, tenía que ser listado en sus archivos.
Accedí a los archivos de la SCC y pedí el de Siete novias.
Aviso legal. Había olvidado que estaba en litigio.
—Cantando bajo la lluvia —solicité.
Las botellas de champán que yo había borrado aparecían listadas, junto con un cambio que no había hecho. «Fotograma 9-106», decía, y proporcionaba las coordenadas y los datos. La boquilla del cigarrillo de Jean Hagen. Lo había hecho la Liga Antitabaco.
—Té para dos —dije, y traté de recordar los números de los fotogramas de la escena del charleston, pero no importaba. La pantalla estaba vacía.
Lo que dejaba el viaje temporal. Regresé a los musicales, diciendo «Siguiente, por favor», a las congas y los coros masculinos y un horrible número carinegro. Me extrañó no lo hubieran borrado antes. Ella aparecía en Can-Can y en Suenan las campanas, ambas de 1960, una fecha después de la cual no esperaba encontrar gran cosa. Los musicales se habían vuelto para entonces películas de gran presupuesto, lo que significaba contratar espectáculos de Broadway y hacer que los protagonizaran estrellas taquilleras como Audrey Hepburn o Richard Harris, que no sabían cantar ni bailar, y luego quitaban todos los números musicales para ocultar ese hecho. Y entonces los musicales se volvieron socialmente irrelevantes. Como si el ataúd hubiera necesitado más clavos.
Había bastante alcohol en los musicales de los sesenta y setenta, aunque no muchos bailes. Un padre borrachín en My Fair Lady, una muchachita bebida en Oliver, un campo minero completamente tajado en La leyenda de la ciudad sin nombre. También salones, cerveza, whisky, ojos rojos, y un Lee Marvin (que tampoco sabía cantar ni bailar, pero tampoco sabían Clint Eastwood ni Jean Seberg, ¿y a quién le importa? Siempre queda el doblaje) que se caía de puro borracho. Los años veinte llenos de alcohol en Ante todo mujer, con Lucille Ball (que tampoco sabía actuar, una triple hazaña).
Y Alis, bailando en el coro de Adiós, mister Chips y El novio. Bailando la tapioca en Milite, chica moderna, lanzando la pierna al aire en el número «Put on Your Sunday Clothes» de Hello, Dolly!, con un vestido celeste con polisón y una sombrillita.
Me acerqué a Burbank. Tal vez el viaje en el tiempo era posible. Habían pasado al menos dos semestres, pero la clase seguía allí. Y Michael Caine daba la misma lección.
—Se han ofrecido varias razones para explicar la caída del musical —entonaba—, costes de producción cada vez más altos, complicaciones tecnológicas debido a la pantalla panorámica, montajes faltos de imaginación. Pero la verdadera razón es más profunda.
Me apoyé contra la puerta y le escuché hacer el responso mientras la clase tomaba respetuosamente notas en sus palm-tops.
—La muerte del musical no se debió a catástrofes de directores y repartos, sino a causas naturales. El mundo que describía el musical, simplemente, había dejado de existir.
El monitor que Alis había utilizado para practicar seguía allí, igual que las sillas arrinconadas, sólo que ahora había muchas más. Michael Caine y la clase estaban apretujados en un espacio demasiado estrecho para un zapateado, y las sillas llevaban allí bastante tiempo: estaban cubiertas de polvo.
—El musical de los cincuenta describía un mundo de inocentes esperanzas y deseos ingenuos. —Le murmuró algo al comp y apareció Julie Andrews, sentada en una colina alpina con una guitarra y un grupito de niños. Una extraña elección para su tesis de «tiempos más simples», ya que la película había sido realizada en 1965, el año de la gran concentración de tropas en Vietnam. Por no mencionar que se desarrollaba en 1939, el año de los nazis.
—Era una época más brillante y menos complicada —dijo—, una época donde los finales felices todavía resultaban creíbles.
La escena saltó a Vanessa Redgrave y Franco Nero, rodeados por soldados con antorchas y espadas. Camelot.
—Ese mundo idílico desapareció, y con él el musical de Hollywood.
Esperé hasta que la clase se marchó y él se tomó su ración de copo y le pregunté si sabía dónde estaba Alis, aunque sabía que no servía de nada, no la habría ayudado, y lo último que Alis habría necesitado era a otra persona diciéndole que el musical estaba muerto.
No la recordaba, ni siquiera después de que lo untara con chooch, y se negó a darme la lista de estudiantes de su clase. Siempre podía recurrir a Heada, pero no quería que se pusiera compasiva y pensara que me había vuelto loco. Charles Boyer en Luz de gas.
Volví a mi habitación y quité la bebida de Billy Bigelow y medio argumento de Carrusel, y luego me acosté.
Una hora más tarde el comp me despertó de un profundo sueño, armando tanto jaleo como el reactor de El síndrome de China, y me levanté tambaleándome. Me quedé parpadeando ante él unos buenos cinco minutos antes de darme cuenta de que era la alarma, y que Siete novias debía de estar fuera de litigio, y tardé otro minuto en pensar qué orden dar.
No era Siete novias. Era Fred Astaire, y la decisión del jurado aparecía en la pantalla: «Derecho de propiedad intelectual negado, derecho a forma artística irreproducible negado, derecho de propiedad colaboradora negado.» Lo cual significaba que los herederos de Fred Astaire y RKO-Warner habían perdido, y que ILMGM, donde Fred había pasado tantos años encubriendo a compañeras que no sabían bailar, había ganado.
—Melodías de Broadway 1940 —dije, y contemplé el Beguine tal como lo recordaba, estrellas y suelo pulido y Eleanor de blanco, siempre junto a Fred.
Nunca la había visto sobrio. Había pensado que el silencio, el embeleso, la cualidad de belleza inmóvil y centrada se debía al efecto del klieg, pero no era así. Bailaban con facilidad, sin esforzarse, por un suelo oscuro y pulido. Sus manos no llegaban a tocarse, y permanecían tan serenos, tan silenciosos como aquella noche en que vi a Alis observándolos. Lo verdadero.
Nunca había existido aquel mundo ingenuo e inofensivo. En 1940, Hitler bombardeaba Londres y ya metía a los judíos en vagones de ganado. Los ejecos de los estudios se unían contra la guerra y hacían tratos, el Mayer real dirigía el estudio, y las starlets se dejaban ñaquear en un sofá de casting por una aparición de cinco segundos. Fred y Eleanor hacían cincuenta tomas, cien, en un estudio caluroso y sin aire, y se iban a casa a poner en remojo sus pies maltrechos.