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—Sí.

Se encaminó hacia la puerta.

—«Cuídate, chico» —dijo.

La vi recorrer el pasillo y luego entré en la habitación, mirando la lista que me había dado. Había más de treinta películas. Casi cincuenta. Las que estaban cerca del final tenían unas notas: «Fotograma 14-1968, botella sobre la mesa» y «Fotograma 102-166, referencia a la cerveza».

Hubiese debido introducir las doce primeras, enviárselas a Mayer para calmarlo, pero no lo hice. Me quedé sentado en la cama, mirando la lista. Junto a Casablanca había escrito: «Imposible.»

—Hola —dijo Heada desde la puerta—. Es Tess Trueheart de nuevo. —Y se quedó allí, incómoda.

—¿Qué pasa? —pregunté, poniéndome en pie—. ¿Ha vuelto Mayer?

—Ella no está en 1950 —dijo, sin mirarme a los ojos—. Está en Sunset Boulevard. La vi.

—¿En Sunset Boulevard?

—No. En los deslizadores.

No en un tempomento paralelo. Ni en algún País de Nunca Jamás donde la gente atravesara las pantallas de cine. Aquí. En los deslizadores.

—¿Hablaste con ella?

Negó con la cabeza.

—Era la hora punta de la mañana. Volvía de ver a Mayer, y apenas la vi. Ya sabes cómo es la hora punta. Traté de abrirme paso entre la multitud, pero para cuando lo conseguí, ya se había bajado.

—¿Por qué querría bajarse en Sunset Boulevard? ¿La viste bajarse?

—Ya te he dicho que apenas la vi entre la multitud. Cargaba con todo su equipo. Pero tuvo que bajarse en Sunset. Fue la única estación por la que pasamos.

—Has dicho que llevaba equipo. ¿Qué clase de equipo?

—No lo sé. Equipo. Ya digo que…

—Apenas la viste. ¿Estás segura de que era ella?

Asintió.

—No quería decírtelo, pero resulta difícil librarse de un papel como el de Betsy Booth. Y es difícil odiar a Alis, después de todo lo que ha hecho. —Señaló sus reflejos en la pantalla—. Mírame. Libre de chooch, libre de klieg. —Se volvió y me miró—. Siempre quise trabajar en el cine y por fin lo he conseguido.

Volvió a perderse pasillo abajo.

—¡Heada, espera! —la llamé, y entonces me arrepentí temiendo que su cara estuviera llena de esperanza cuando se volviera, que hubiera lágrimas en sus ojos.

Pero era Heada, la que lo sabe todo.

—¿Cómo te llamas? —pregunté—. Sólo me has dado tu acceso, y nunca te he llamado más que Heada.

Ella me dirigió una sonrisa de sabiduría, de tristeza. Emma Thompson en Lo que queda del día.

—Me gusta Heada—dijo.

La cámara avanza a plano medio. Cartel de estación LATT. Pantalla romboidal, «Los Ángeles Intransit» con letras rosa. «Sunset Boulevard» en amarillo.

Cogí los opdisks de las rutinas de Alis y subí a los deslizadores. Estaban casi desiertos: sólo había un grupito de turatas con orejas de ratón, una Marilyn muy colgada, y Elizabeth Taylor, Sidney Poitier, Mary Pickford, Harrison Ford, saliendo uno por uno de la niebla dorada de ILMGM. Contemplé los carteles, esperando a Sunset Boulevard y preguntándome qué estaría haciendo Alis en aquel lugar. Allí no había nada más que la vieja autopista.

La Marilyn se me acercó tambaleándose. Su vestido blanco sin mangas estaba manchado y arrugado, y había una mancha roja de carmín junto a su oreja.

—¿Te apetece un ñaca? —dijo, no mirándome a mí, sino a Harrison Ford en la pantalla.

—No, gracias —respondí.

—Muy bien—dijo dócilmente—. ¿Y tú?

No esperó a que Harrison ni yo contestáramos. Se marchó y luego regresó.

—¿Eres ejeco de los estudios? —preguntó.

—No, lo siento.

—Quiero trabajar en el cine —anunció, y se marchó de nuevo.

Mantuve los ojos fijos en la pantalla. Ésta se volvió plateada durante un segundo entre dos anuncios, y me pude ver con aspecto limpio, responsable y sobrio. Jimmy Stewart en Caballero sin espada. No era de extrañar que me hubiera confundido con un ejeco.

El anuncio de la estación de Sunset Boulevard se encendió y me bajé.

La zona no había cambiado. Seguía sin haber nada aquí, ni siquiera luces. La autopista abandonada acechaba sombría a la luz de las estrellas, y pude ver un fuego muy lejos bajo uno de los árboles.

Me pareció imposible que Alis estuviera allí. Debió de descubrir a Heada y se bajó para que no averiguara dónde iba de verdad. ¿Adónde?

Había otra luz ahora, un fino haz blanco que oscilaba hacia mí. Delirantes, tal vez, en busca de víctimas. Volví a subir a los deslizadores.

La Marilyn seguía allí, sentada en el suelo, con las piernas abiertas, rebuscando en la palma abierta un puñado de pastis de chooch, illy, klieg. El único equipo que necesita una liberada, pensé, lo que al menos significa que Alis no se dedica a liberarse, y advertí que me sentía más aliviado desde que Heada me había dicho que había visto a Alis con todo aquel equipo, aunque no supiera dónde estaba. Al menos no se había convertido en una liberada.

Eran las dos y media. Heada había visto a Alis en la hora punta, para la que quedaban todavía cuatro horas. A lo mejor Alis iba al mismo lugar cada día. Si no se estaba mudando a cualquier otro sitio con todo su equipaje. Pero Heada no había dicho equipaje, sino equipo. Y no se trataría de un comp y un monitor, porque Heada los habría reconocido, y de todas formas, eran ligeros.

Heada había dicho «cargando». ¿Qué, entonces? ¿Una máquina del tiempo?

La Marilyn se había levantado, esparciendo cápsulas por todas partes, y se dirigía a la franja amarilla de advertencia de la pared del fondo, que seguía mostrando la cabalgata de estrellas de la ILMGM.

—¡No! —exclamé, y la agarré, a un paso de la pared.

Ella me miró, los ojos completamente dilatados.

—Es mi parada. Tengo que bajar.

—Camino equivocado, Corrigan —dije, dándole la vuelta hacia la parte delantera. El cartel indicaba Beverly Hills, cosa que no parecía muy probable—. ¿Dónde quieres bajarte?

Ella se zafó de mi brazo y volvió hacia la pantalla.

—La salida es por ahí —insistí, señalando al frente.

Ella sacudió la cabeza y señaló a Fred Astaire, que surgía de la niebla.

—Por allí —dijo, y se sentó en el suelo, formando un círculo con la falda blanca.

La pantalla se volvió plateada, la reflejó allí sentada, rebuscando en su palma vacía, y luego se convirtió en niebla dorada. El principio del anuncio de ILMGM.

Miré la pared que no parecía una pared, ni un espejo. Parecía lo que era: una niebla de electrones, un velo sobre el vacío, y durante un momento todo pareció posible.

Durante un momento pensé: Alis no se bajó en Sunset Boulevard. No se bajó tampoco de los deslizadores. Atravesó la pantalla, como Mia Farrow, como Buster Keaton, en dirección al pasado.

Casi pude verla con su falda negra, su chalequito verde y sus guantes, desapareciendo en la niebla dorada y emergiendo en un Hollywood Boulevard lleno de coches y palmeras y salas de ensayo repletas de espejos.

—Todo es posible —rugió la voz.

La Marilyn había vuelto a ponerse en pie y se tambaleaba hacia la pared trasera.

—Por ahí no —advertí y corrí tras ella.

Menos mal que esta vez no se encaminó hacia las pantallas: no la habría alcanzado a tiempo. Para cuando la agarré golpeaba la pared con los dos puños.

—¡Déjame bajar! —gritó—. ¡Ésta es mi parada!

—La salida es por allí —repetí, tratando de hacerla volver, pero debía de haber tomado delirio. Sus brazos eran como de hierro.

—Tengo que bajarme aquí —dijo, golpeando con el canto de las manos—. ¿Dónde está la puerta?