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Miró el cartel de la estación; luego dejó el cable de alimentación sobre el Digimatte y se arrodilló junto al compositor. La falda crujió.

—Porque si lo estás, no tengo tiempo para acompañarte a casa, evitar que te caigas de los deslizadores y sujetarte las manos. Tengo que devolver esto. —Guardó el pixar en su caja y la cerró.

—No estoy colocado —aseguré—. Ni borracho. Llevo seis semanas buscándote.

Metió el Digimatte en su funda y empezó a guardar los cables.

—¿Por qué? ¿Para poder convencerme de que no soy Ruby Keeler? ¿Que el musical está muerto y que los comps harán cualquier cosa mejor que yo? Muy bien. Ya estoy convencida.

Soltó la maleta y se desabrochó los zapatos de tacón.

—Tú ganas —prosiguió—. No puedo bailar en el cine. —Miró la pared espejo con el zapato en la mano—. Es imposible.

—No. No he venido a decirte eso.

Guardó los zapatos en uno de los bolsillos de la bata.

—Entonces, ¿qué has venido a decirme? ¿Que quieres recuperar tu lista de acceso? Bien. —Se puso un par de zapatillas y se levantó—. Ya he aprendido todos los solos y números de coro, y esto no va a funcionar para los números en pareja. Voy a tener que encontrar a alguien.

—No quiero que me devuelvas los accesos —dije.

Ella se quitó la peluca rubia y sacudió su hermosa melena a contraluz.

—Entonces, ¿qué quieres?

A ti, pensé. Te quiero a ti.

Se levantó bruscamente y se metió la peluca en el otro bolsillo.

—Sea lo que fuere, tendrá que esperar. —Se colgó al hombro el cable del alimentador—. Tengo mucho trabajo. —Se inclinó para recoger las maletas.

—Déjame ayudarte —me ofrecí acercándome a ella.

—No, gracias —contestó, echándose el pixar al hombro y agarrando el Digimatte—. Puedo hacerlo sola.

—Al menos te sujetaré la puerta —dije, y la abrí.

Ella pasó.

Hora punta. Abarrotados espejo a espejo con Ray Milland y Rosalind Russell camino del trabajo, ninguno de los cuales se volvió para mirar a Alis. Todo el mundo contemplaba las paredes, que tronaban a toda pastilla: ILMGM, más copyrights que en el cielo. Un anuncio de Superdetective en Hollywood 15, un anuncio de un remake de Los tres mosqueteros.

Cerré la puerta detrás de mí, y un River Phoenix, agachado junto a la franja amarilla de advertencia, alzó la cabeza de una cuchilla y un puñado de polvo, pero estaba demasiado colocado para registrar lo que veía. Sus ojos ni siquiera enfocaban.

Alis estaba ya a medio camino de la parte delantera de los deslizadores, los ojos fijos en el cartel de la estación. Éste parpadeó «Hollywood Boulevard», y se abrió paso hasta la salida. Yo iba pisándole los talones, y salimos al bulevar.

Aún era de noche, pero todo estaba abierto. Y todavía (o tal vez ya) había turatas alrededor. Dos tipos mayores con bermudas y vidcámaras estaban en la cabina de Felices Para Siempre Jamás, viendo a Ryan O'Neal salvarle la vida a Ali MacGraw.

Alis se detuvo ante la reja de Ha Nacido Una Estrella y se debatió con la llave, tratando de insertar la tarjeta sin tener que soltar ninguna de sus cosas. Los dos turatas se acercaron.

—Trae —dije, cogiendo la llave. Abrí la reja y le cogí el Digimatte.

—¿Tiene a Charles Bronson? —preguntó uno de los viejatas.

—Está cerrado —contesté yo—. Tengo que mostrarte una cosa —le dije a Alis.

—¿Qué? ¿El último espectáculo de marionetas? ¿Un programa de ensayo automático? —Empezó a emplazar el Digimatte, enchufando los cables y el alimentador de fibra-op. Empujó el aparato a su sitio.

—Siempre he querido aparecer en El justiciero de la ciudad —dijo el viejata—. ¿Tienen ésa?

—Aún no hemos abierto —insistí yo.

—Aquí tiene el menú —dijo Alis, conectándolo para el viejata—. No tenemos a Charles Bronson, pero sí una escena de Los siete magníficos.

—Tienes que ver esto, Alis —dije, y metí el opdisk, satisfecho de haberlo preparado para no tener que solicitar nada. Un día en Nueva York apareció en la pantalla.

—Tengo clientes que… —empezó a decir Alis, y se interrumpió.

Yo había fijado el disco para que pusiera la siguiente escena después de quince segundos. Un día en Nueva York desapareció y Cantando bajo la lluvia la sustituyó.

Alis se volvió enfadada hacia mí.

—¿Por qué has…?

—No he sido yo —dije—. Fuiste tú. —Señalé la pantalla. Apareció Té para dos, y Alis, con rizos rojos, bailó el charlestón hacia la pantalla.

»No es un pastiche —dije—. Míralas. Son las películas que has estado ensayando, ¿no? ¿Eh?

En la pantalla, Alis, con su parasol azul, lanzaba una pierna al aire.

—Hablaste de Cantando bajo la lluvia la noche que te conocí. Y podría haber supuesto alguna de las demás. Son en plano secuencia general. —La señalé—. Pero ni siquiera sabía de qué película era esa escena.

Apareció Sombreros fuera.

—Y no había visto algunas de las otras.

—Yo no… —balbuceó ella, mirando la pantalla.

—El Digimatte hace una superposición en la imagen de fibra-op que entra y la pone en disco —expliqué, y se lo demostré—. Esa imagen vuelve a través del enlace, y la fuente de fibra-op comprueba aleatoriamente la pauta de píxels y rechaza de forma automática cualquier imagen que haya sido cambiada. Sólo que tú no intentabas cambiar la imagen. Intentabas duplicarla. Y tuviste éxito. Encajaste los movimientos a la perfección, tanto que la comprobación browniana lo identificó como la misma imagen, tan perfecta que no la rechazó, y la imagen entró en la fuente de fibra-op. —Señalé con la mano la pantalla, donde ella bailaba «La calle 42».

—¿Quién aparece en esa escena de Los siete magníficos?

—preguntó el viejata que estaba detrás de nosotros, pero Alis no le contestó. Observaba los distintos pasos con suma gravedad. No supe interpretar su expresión.

—¿Cuántas hay? —preguntó, todavía mirando la pantalla.

—He encontrado catorce. Has ensayado más, ¿verdad? Las que pasaron los cerrojos-ID son casi todas bailarinas con tus mismos rasgos y hechuras. ¿Hiciste alguna de Anne Miller?

Bésame, Kate.

—Lo imaginaba. Su cara es demasiado redonda. Tus rasgos no encajarían lo bastante para pasar el cerrojo-ID. Sólo funciona cuando ya existe cierto parecido. —Señalé la pantalla—. Hay otras dos que encontré que no están en disco porque andan en litigio. Navidades blancas y también Siete novias para siete hermanos.

Ella se volvió a mirarme.

¿Siete novias? ¿Estás seguro?

—Apareces en la escena de la construcción del granero —dije—. ¿Por qué?

Ella se había vuelto hacia la pantalla y fruncía el ceño ante Shirley Temple, que bailaba con Alis y Jack Haley ataviados con uniformes militares.

—Tal vez… —dijo para sí.

—Te dije que bailar en las películas era imposible. Me equivocaba. Ahí estás.

En ese preciso instante la pantalla se apagó, y el viejata dijo en voz alta: