—¿Qué tal ese tipo que dice «Regálame el día»? ¿Lo tienen?
Extendí la mano para volver a poner el disco, pero Alis ya se había dado la vuelta.
—Me temo que no tenemos tampoco a Clint Eastwood. En la escena de Los siete magníficos aparecen Steve McQueen y Yul Brynner —dijo—. ¿Le gustaría verla? —Acto seguido se puso a pulsar accesos.
—¿Tiene que afeitarse la cabeza? —preguntó el amigo del viejata.
—No —contestó Alis, buscando una camisa, pantalones y un sombrero, todo de color negro—. El Digimatte se encarga de eso. —Empezó a colocar el equipo de grabación, mostrando al viejata dónde debía ponerse y qué hacer, ajena a su amigo, que aún hablaba de Charles Bronson, ajena a mí.
Bueno, ¿qué esperaba yo? ¿Que se llenara de alegría al verse allí arriba, que me rodeara con sus brazos como Nathalie Wood en Centauros del desierto? Yo no había hecho nada, excepto decirle que había conseguido algo que no pretendía hacer, algo que había rechazado cuando estaba en este mismo bulevar.
—Yul Brynner —dijo el amigo del viejata, disgustado—, y no Charles Bronson.
Un día en Nueva York volvió a aparecer en la pantalla. Alis la apagó sin mirarla siquiera y solicitó Los siete magníficos.
—Quieres a Charles Bronson y te dan a Steve McQueen —gruñó el viejata—. Siempre te endiñan la segunda opción.
Eso es lo que me gusta del cine. Siempre hay un personaje secundario cerca para soltar la moraleja, por si acaso eres tan estúpido como para no reconocerla tú sólito.
—Nunca se consigue lo que quieres —dijo el viejata.
—Sí, no hay nada como el hogar —contesté, y me dirigí a los deslizadores.
VERA MILES [Dirigiéndose al corral, donde RANDOLPH SCOTT está ensillando un caballo]:. ¿Iba a marcharse así? ¿Sin despedirse siquiera?
RANDOLPH SCOTT [Ajustando la cincha]: Tengo una deuda que zanjar. Y usted un joven al que atender. Le saqué la bala del brazo, pero necesita un vendaje. [RANDOLPH SCOTT se alza en el estribo y monta.]
VERA MILES: ¿Volveré a verle? ¿Cómo sabré que está bien?
RANDOLPH SCOTT: Supongo que estaré bien. [Se lleva la mano al sombrero.] Cuídese, señorita. [El caballo da la vuelta y se pierde hacia la puesta de sol]
VERA MILES [Gritando tras él]: ¡Nunca olvidaré lo que ha hecho por mí! ¡Nunca!
Volví a casa y empecé a trabajar. Primero hice las más importantes: restaurar el doble encendedor en La extraña pasajera, volver a meter el uranio en la botella de vino de Encadenados, devolver la borrachera a Lee Marvin en La ingenua explosiva. Y las que me gustaban: Ninotchka, Río Bravo y Perdición. Y Siete novias, que salió de litigio al día siguiente de ver a Alis. La alarma estaba sonando cuando desperté. Devolví el vaso y la botella de whisky a Howard Keel en la primera escena, y luego avancé hasta la construcción del granero y convertí el pan de maíz en una jarra antes de ver a Alis.
Era una lástima que no se lo hubiera podido mostrar, ya que parecía tan sorprendida de que el número apareciera en la pantalla. Seguramente le había causado problemas, y no era de extrañar. Todos aquellos pasos en alto y sin compañero… me pregunté qué equipo había arrastrado por Hollywood Boulevard hasta los deslizadores para que pareciera que estaba en el aire. Cómo me hubiese gustado que Alis hubiera visto lo feliz que parecía haciendo aquellos pasos.
Puse la escena del granero en el disco con las demás, por si los herederos de Russ Tamblyn o Warner apelaban, y luego borré todos los archivos de mis transacciones, por si Mayer se apoderaba del Cray.
Calculé que disponía de dos semanas, tal vez tres si la opa de Columbia seguía adelante. Mayer estaría muy ocupado tratando de decidir qué camino debía tomar y no tendría tiempo de preocuparse por SA, ni Arthurton tampoco. Pensé en llamar a Heada (ella sabría lo que pasaba), y luego decidí que probablemente era una mala idea. De todas formas, ella también estaría ocupada tratando de conservar su trabajo.
Una semana, al menos. Tiempo suficiente para devolver a Myrna Loy su resaca y ver el resto de los musicales. Ya había encontrado la mayoría, excepto Buenas noticias y Pájaros y abejas. Devolví el dulce la leche{En castellano en el original. (N. del T.)} a Ellos y ellas mientras tanto, y el brandy a My Fair Lady, y convertí de nuevo a Frank Morgan en un borracho en Vacaciones de verano. Fui más despacio de lo que quería, y después de semana y media me detuve y puse en disco y cinta todo lo que Alis había hecho, esperando que Mayer llamara a mi puerta en cualquier momento. Empecé con Casablanca.
Llamaron a la puerta. Avancé hasta el final, donde el bar de Rick seguía lleno de limonada, saqué el disco con los bailes de Alis y me lo guardé en el zapato. Luego abrí la puerta.
Era Alis.
El pasillo que se extendía tras ella estaba oscuro, pero sus cabellos, recogidos en un moño, captaban la luz de alguna parte. Parecía cansada, como si acabara de ensayar. Todavía llevaba puesta la bata. Pude ver medias blancas y una faldita plisada debajo, y unos dos centímetros de arrugas rosa. Me pregunté qué habría estado haciendo, ¿el número «Abba-Dabba Honeymoon» de Dos semanas de amor? ¿O algo de A la luz plateada de la luna?
Ella rebuscó en el bolsillo de la bata y tendió el opdisk que yo le había dado.
—He venido a devolverte esto.
—Puedes quedártelo.
Ella lo miró un instante y luego se lo guardó en el bolsillo.
—Gracias —dijo, y volvió a sacarlo—. Me sorprende que se grabaran tantos pasos. No era muy buena cuando empecé —comentó, dándole la vuelta—. Sigo sin serlo.
—Eres tan buena como Ruby Keeler.
Ella sonrió.
—Ésa era la ñaqui de alguien.
—Eres tan buena como Vera-Ellen. Y Debbie Reynolds. Y Virginia Gibson.
Ella frunció el ceño; miró de nuevo el disco y luego a mí, como intentando decidir si debía decirme algo.
—Heada me habló de su trabajo —dijo, pero no era eso—. Ayudante de localización. Es magnífico. —Contempló las pantallas, donde Bogart brindaba con Ingrid—. Me comentó que estabas volviendo a dejar las películas tal como estaban.
—No todas —dije, señalando el disco en su mano—. Algunos remakes son mejores que el original.
—¿No te despedirán por devolver todas las SA?
—Casi seguro. Pero es mu-mucho mejor que lo que ha-ha-cía antes. Es…
—Historia de dos ciudades, Ronald Colman —dijo ella, mirando las pantallas donde Bogart se despedía de Ingrid, al disco, a las pantallas otra vez, tratando de pensar una frase que decirme.
Lo dije por ella.
—Te marchas.
Ella asintió, todavía sin mirarme.
—¿Adónde vas? ¿De vuelta a River City?
—Eso es de El músico —dijo, pero no sonrió—. No puedo continuar sola. Necesito a alguien que me enseñe los pasos de Eleanor Powell. Y también necesito un compañero.
Sólo por un instante, no, ni siquiera un instante, el parpadeo de un fotograma, pensé en cómo habría sido si yo no hubiera pasado los largos semestres colocado desmantelando bebidas alcohólicas, si los hubiera pasado en cambio en Burbank, practicando pasos de baile.
—Después de lo que dijiste la otra noche, se me ocurrió que podría usar una armadura de posición y un arnés de datos para los saltos, y lo intenté. Funcionó, supongo. Quiero decir que… Su voz se apagó torpemente, como si quisiera decir algo más, y me pregunté qué sería, y qué le contestaría. ¿Que Fred podría salir de juicio?