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—Pero el equilibrio no es igual que con una persona real —suspiró—. Y necesito experimentar rutinas de aprendizaje, no sólo copiarlas de la pantalla.

Pensaba ir a algún sitio donde todavía hacían vivacciones.

—¿Dónde? —pregunté—. ¿Buenos Aires?

—No —contestó—. China. China.

—Hacen diez vivacciones al año —dije. Y veinte purgas. Por no mencionar las insurrecciones provinciales. Y los disturbios antiextranjeros.

—Sus vivacciones no son muy buenas. En realidad, son horribles. La mayoría son películas de propaganda o de artes marciales, pero el año pasado un par de ellas fueron musicales. —Sonrió tristemente—. Les gusta Gene Kelly.

Gene Kelly. Pero serían coreografías de verdad. Y el brazo de un hombre alrededor de su cintura en vez de un arnés de datos, y la mano de un hombre alzando la suya. Lo verdadero.

—Me marcho mañana por la mañana. Estaba haciendo las maletas, encontré el disco y pensé que tal vez querrías recuperarlo.

—No —dije, y luego pregunté, para no tener que decirle adiós—: ¿Desde dónde vas a volar?

—San Francisco. Tomaré los deslizadores esta noche. Y aún no he terminado de hacer las maletas. —Me miró, esperando que yo dijera mi línea de diálogo.

En realidad tenía bastantes donde elegir. Si hay algo que abunda en las películas, son las despedidas. Desde «¡Cuídate, querida!» a «No pidas la luna cuando tenemos las estrellas», a «¡Vuelve, Shane!». Incluso «Sayonara, baby».

Pero no dije nada. Me quedé allí de pie y la miré, contemplé su hermoso pelo a contraluz y su inolvidable rostro. Observé lo que deseaba y no podía tener, ni siquiera durante unos pocos minutos.

¿Y si le decía: «Quédate»? ¿Y si le prometía buscarle un profesor, conseguirle un papel, ponerla en un espectáculo? Sí. Con un Cray que tuviera unos diez minutos de memoria, un Cray que no tendría en cuanto Mayer descubriera lo que había estado haciendo.

Tras de mí, en la pantalla, Bogart decía «Aquí no hay sitio para ti», y miraba a Ingrid, tratando de hacer que el momento durara para siempre. Al fondo, las hélices del avión empezaban a girar, y al cabo de un minuto aparecerían los nazis.

Permanecieron allí, mirándose, y los ojos de Ingrid se llenaron de lágrimas, y Vincent podría pasarse la vida trabajando con su programa de lágrimas, nunca lo conseguiría. O tal vez sí. Habían hecho Casablanca con hielo seco y cartón. Y era de verdad.

—Tengo que irme —dijo Alis.

—Lo sé —contesté, y sonreí—. Siempre nos quedará París.

Y según el guión se suponía que ella debía dirigirme una última mirada de anhelo y subir al avión con Paul Henreid, ¿y por qué no he aprendido todavía que Heada siempre tiene razón?

—Adiós —dijo Alis, y de pronto estuvo en mis brazos, y yo la besaba, la besaba, y ella se desabrochaba la bata, se soltaba el pelo, el vestido de fantasía rosa, y una parte de mí pensaba «Esto es importante», pero ella se quitó el vestido, y los pantalones, y la tendí en la cama, y ella no se difuminó, no se morfeó en Heada, yo estaba sobre ella y dentro de ella, y nos movíamos juntos, con facilidad, sin esfuerzo, nuestras manos extendidas pero sin llegar a tocarse sobre las sábanas enmarañadas.

No dejé de mirarle las manos, flexionadas y extendidas en la pasión, sabiendo que sí la miraba a la cara sus facciones quedarían grabadas a fuego en mi cerebro para siempre, como un fotograma congelado, con klieg o sin klieg; temeroso de que si lo hacía ella me mirara con expresión condescendiente, o peor aún, que no me estuviera mirando. Que mirara más allá de mí, a dos bailarines sobre un suelo estrellado.

—¡Tom! —exclamó al correrse, y yo la miré. Sus cabellos estaban esparcidos sobre la almohada, a contraluz y hermosos, y su expresión era intensa, como lo había sido aquella noche en la fiesta, cuando contemplaba a Fred y Ginger en la librepantalla, embelesada y hermosa y triste.

Enfocada, finalmente, en mí.

TÓPICO CINEMATOGRÁFICO N°. 1: El final feliz. Conclusión.

VER: Oficial y caballero, Tú y yo, Algo para recordar, El milagro de Morgan Creek, Ritmo loco, Cadenas rotas.

Han pasado tres años. Durante ese tiempo China ha sufrido cuatro insurrecciones provinciales y seis revueltas estudiantiles, y Mayer ha pasado por tres opas y ocho jefes, el penúltimo de los cuales lo ascendió a vicepresidente ejecutivo.

Mayer no reaccionó a mi restauración de las SA durante casi tres meses, y para entonces yo había terminado ya toda la serie de El hombre delgado, El halcón maltés y todos los westerns, y Arthurton iba a la calle.

Heada, todavía en su papel de Joan Blondell, convenció a Mayer de que no me matara y redactara un vibrante discurso sobre la Censura y el Profundo Amor por el Cine, y que se hiciera despedir espectacularmente justo a tiempo de que el nuevo jefe volviera a contratarlo como «la única persona moral en toda esta ciudad colocada».

Heada fue ascendida a directora de decorados y luego (con su antepenúltimo jefe) a ayudante de producción a cargo de nuevos proyectos, y rápidamente me contrató para dirigir un remake. Un final feliz para todos.

Mientras tanto, programé finales felices para Felices Para Siempre Jamás, me gradué y busqué a Alis. La encontré en Dinero caído del cielo y En los bosques, el último musical realizado, y en Una chica de provincias. Pensaba que ya las había encontrado todas. Hasta esta noche.

Contemplé la escena en la película de Indy otra vez, mirando los zapatos plateados y la peluca platino, y pensando en los musicales. Indiana Jones y el Templo maldito no es uno de ellos. «Anything Goes» es el único número que aparece, y sólo porque una de las escenas se desarrolla en un club nocturno y las chicas son la atracción.

Y tal vez es así como debe ser. El remake en el que estoy trabajando tampoco es un musical (es un dramón sobre una pareja de amantes separados), pero podría cambiar la escena del comedor del hotel por un club nocturno. Y luego, dentro de dos jefes, hacer un remake que se desarrolle en un club nocturno, y poner a Fred (que a esas alturas ya habrá salido del litigio) como número secundario. Es lo que hacía en Volando hacia Río de Janeiro, un número secundario, treinta años, calvete, sabía bailar un poco. Y mira lo que pasó.

Y antes de que te des cuenta, Mayer le estará diciendo a todo el mundo que el musical ha vuelto, y me asignaría el remake de La calle 42 y descubriría dónde está Alis y haría una reserva en los deslizadores y montaríamos un espectáculo. Todo es posible.

Incluso viajar en el tiempo.

Accedí a Vincent el otro día para pedirle prestado su programa de montaje, y me dijo que el viaje temporal era un cuento chino.

—Estábamos así de cerca —dijo, aproximando el pulgar y el índice—. Teóricamente, el efecto Cachemira debería funcionar tanto para el tiempo como para el espacio, pero han enviado imagen tras imagen a una región de materia negativa, y nada. Ninguna superposición. Supongo que algunas cosas no son posibles.

Se equivoca. La noche en que Alis se marchó, me dijo:

—Después de lo que dijiste la otra noche, pensé que tal vez podría usar un arnés de datos para los saltos.

Y yo me pregunté qué era lo que había dicho, y cuando le mostré el opdisk, ella dijo:

¿Siete novias para siete hermanos? ¿Estás seguro? —No está en el disco —dije yo—. Está en litigio.