Mayer pareció paciente.
—Sabes por qué son necesarios los códigos de autorización.
Por supuesto. Para que nadie pueda cambiar un píxel de todas esas películas registradas, o dañar un pelo de la cabeza de todas esas estrellas compradas y pagadas. Excepto los estudios.
—Lo siento, Mayer. No me interesa —dije, y empecé a retirarme.
—Vale, vale —me interrumpió él, retorciéndose—. Cincuenta por cada y acceso de ejeco pleno. No puedo hacer nada respecto a los cerrojos-ID del enlace de fibra-op y los registros de la Sociedad de Conservación Cinematográfica. Pero puedes tener completa libertad en los cambios. Nada de aprobación previa. A tu aire.
—Sí —bufé—. A mi aire.
—¿Trato hecho?
Heada pasaba ante la pantalla, observando a Fred y Ginger. Estaban en primer plano, mirándose a los ojos.
Al menos el trabajo me daría pasta suficiente para mis clases y mis propias SA, en vez de pedir a Heada que mendigara por mí, en vez de tomar klieg por error y tener que preocuparme por destellar con Mayer y llevar una imagen indeleble de él grabada en mi cabeza para siempre. Y todos son trabajos de chulo, dentro o fuera. Aunque sean oficiales.
—¿Por qué no? —Me encogí de hombros.
Heada se acercó. Me cogió la mano y me deslizó un lude.
—Magnífico —dijo Mayer—. Te daré una lista. Puedes hacerlo en el orden que quieras, pero ten listo un mínimo de doce por semana.
Asentí.
—Me pondré ahora mismo —asentí, y me dirigí hacia las escaleras, tragándome el lude por el camino.
Heada me persiguió hasta el pie de las escaleras.
—¿Conseguiste el trabajo?
—Sí.
—¿Es un remake?
No tenía tiempo de escuchar lo que diría cuando descubriera que era un trabajo de barrido y quema.
—Sí —contesté, y corrí escaleras arriba.
En realidad no había ninguna prisa. El lude me daría al menos media hora y Alis estaba ya en la cama. Si estaba todavía allí. Si no se había hartado de Fred y Ginger y se había marchado.
La puerta estaba entornada, tal como yo la había dejado, cosa que podía ser buena o mala señal. Me asomé. Vi las pantallas más cercanas. Apagadas. Gracias, Mayer. Se ha ido, y todo lo que tengo a cambio es una lista de la Oficina Hays. Con un poco de suerte llegaré a destellar con Walter Brennan dando un sorbo de whisky matarratas.
Empecé a abrir la puerta y me detuve. Ella estaba allí, después de todo. Descubrí su reflejo en las pantallas plateadas. Estaba sentada en la cama, inclinada hacia delante, observando algo. Abrí más la puerta para ver de qué se trataba. Contemplaba la pantalla central. Era la única que seguía encendida. No debía de haber podido comprender las otras pantallas a partir de mis apresuradas instrucciones, o a lo mejor en Bedford Falls sólo estaban acostumbrados a una única pantalla.
Observaba con la misma expresión concentrada que tenía abajo, pero no era el Continental. No era ni siquiera Ginger Rogers bailando codo con codo con Fred. Era Eleanor Powell. Fred y ella bailaban claqué sobre un oscuro suelo pulido. Había luces al fondo, haciendo de estrellas, y el suelo las reflejaba en largos y titilantes senderos de luz.
Fred y Eleanor vestían de blanco: él con un traje de calle, nada de frac, ni sombrero de copa esta vez; ella con un vestido blanco con falda hasta la rodilla que giraba cuando ella lo hacía. Sus cabellos castaño claro eran igual de largos que los de Alis y estaban recogidos con un pasador blanco que destellaba, capturando la luz de los reflejos.
Fred y Eleanor bailaban uno al lado de la otra, casualmente, los brazos apenas despegados para conservar el equilibrio, las manos sin tocarse siquiera, emparejados paso a paso.
Alis había quitado el sonido, pero no necesité oír los pasos o la música para saber qué era. Melodías de Broadway 1940, la segunda mitad del número «Begin the Beguine». La primera mitad era un tango, chaqueta formal y vestido largo blanco, el tipo de cosa que Fred hacía con todas sus compañeras, excepto que en el caso de Eleanor Powell no tenía que cubrirla o maniobrar alrededor de ella con pasitos elegantes. Su compañera sabía bailar igual de bien que él.
Y la segunda mitad era esto: nada de trajes de fantasía, ni alboroto, los dos bailando el uno junto al otro, plano general y una sola toma continua, sin cortar. El zapateó una combinación, ella la repitió, marcando los pasos con total precisión, él hizo otra, ella respondió, sin que ninguno mirara a su pareja, concentrados en la música.
—Concentrados, no. Error. No había concentración en ellos, ningún esfuerzo; podrían haber inventado toda la coreografía mientras pisaban el suelo pulido, improvisando sobre la marcha.
Me quedé en la puerta, viendo cómo Alis los contemplaba allí sentada en el borde de la cama, y parecía que el sexo era lo último que le preocupaba. Heada tenía razón: había sido una mala idea. Debería regresar a la fiesta y buscar alguna cara que no tuviera las rodillas apretadas, cuya gran ambición fuera trabajar como cuerpo presente para Columbia Tri-Star. El lude que acababa de tomar retendría cualquier destello el tiempo suficiente para que convenciera a una de las Marilyns para que me acompañara.
Por otra parte, Ruby Keeler no me echaría de menos: estaba ajena a todo menos a Fred Astaire y Eleanor Powell, que hacían una serie de zapateados rápidos. Probablemente ni siquiera se daría cuenta si me llevaba a la Marilyn a la cama para ñaquear. Que es lo que debería hacer, mientras aún tenía tiempo.
Pero no lo hice. Me apoyé contra la puerta, contemplando a Fred, Eleanor y Alis, contemplando el reflejo de Alis en las pantallas apagadas de la derecha. Fred y Eleanor se reflejaban también, sus imágenes superpuestas sobre la cara concentrada de Alis en las pantallas plateadas.
Concentración tampoco era la palabra para ella. Había perdido aquella expresión alerta y absorta que tenía mientras veía el Continental, contando los pasos, tratando de memorizar las combinaciones. Había ido más allá de eso, al ver a Fred y Eleanor bailar uno a lado del otro sin tocarse siquiera. Tampoco ellos contaban, estaban perdidos en los pasos sin esfuerzo, en los giros sencillos, perdidos en el baile, igual que Alis. Su rostro estaba absolutamente inmóvil contemplándolos, como un fotograma fijo, y Fred Astaire y Eleanor Powell estaban de algún modo también inmóviles, incluso mientras bailaban.
Zapateaban, giraban, y Eleanor hizo retroceder ahora a Fred, frente a él pero sin mirarlo, sus pasos reflejando los de él, y luego se pusieron de nuevo a la par, adoptaron una cadencia de zapateados, los pies y la falda girando y las estrellas falsas reflejadas en el suelo pulido, en las pantallas, en el rostro absorto de Alis.
Eleanor dio una vuelta, sin mirar a Fred, sin tener que hacerlo, el giro perfectamente compenetrado con el suyo, y volvieron a bailar uno al lado del otro, zapateando en contrapunto, sus manos casi tocándose, la cara de Eleanor tan inmóvil como la de Alis, intensa, ajena. Fred zapateó velozmente y Eleanor repitió los pasos; miró de lado por encima del hombro y sonrió, una sonrisa consciente y cómplice y totalmente alegre.
Destellé.
El klieg suele darte al menos unos pocos segundos de advertencia, tiempo suficiente para hacer algo que lo repela o al menos cerrar los ojos, pero esta vez no ocurrió así. Ninguna advertencia, ningún desenfoque indicativo, nada.
En un instante estaba apoyado contra la puerta, viendo a Alis contemplar a Fred y Eleanor bailando, y al siguiente: congelar imagen, ¡corten!, revelar y enviar, como un flash que te estalla en la cara, sólo que la imagen posterior es tan clara como la foto, y no se desvanece, no se marcha.
Me llevé la mano a los ojos, como si intentara protegerme de un estallido nuclear, pero era demasiado tarde. La imagen ya había prendido en mi neurocórtex.
Debí de retroceder y chocar con la puerta, y tal vez incluso grité, porque cuando abrí los ojos, ella me miraba, alarmada, preocupada.