—¿Qué te pasa? —dijo, levantándose de la cama y cogiéndome del brazo—. ¿Te encuentras bien?
—Estoy bien —aseguré. Bien. Ella tenía el mando a distancia. Se lo quité y apagué el comp. La pantalla se volvió plateada, blanca excepto el reflejo de nosotros dos ante la puerta. Y superpuesto sobre el reflejo otro reflejo: la cara de Alis, embelesada, absorta, contemplando a Fred y Eleanor de blanco, bailando sobre el suelo estrellado.
—Vamos —dije, y cogí a Alis de la mano.
—¿Adónde?
A alguna parte. A cualquier parte. Un cine donde pasaran cualquier película.
—A Hollywood —dije, sacándola al pasillo—. A bailar en las películas.
Travelling hasta plano medio: cartel de estación LATL Pantalla diamante, «Los Ángeles Intransit» en grandes letras rosa, «Westwood Station» en verde brillante.
Cogimos los deslizadores. Error. La sección trasera había cerrado pero estaban prácticamente vacíos: unos cuantos turatas que volvían de los Estudios Universal se agrupaban en el centro de la sala, un par de drogatas dormían contra la pared del fondo, había otros tres junto a la otra pared colocando montículos de cartas en la franja amarilla de advertencia, una Marilyn solitaria.
Los turatas contemplaban ansiosamente el cartel de la estación, como si tuvieran miedo de saltarse la parada. Cosa difícil. El tiempo entre las estaciones Intransit puede ser inst, pero los deslizadores tardan unos buenos diez minutos en generar la región de materia-negativa que produce el tránsito, y otros cinco antes de que enciendan las flechas de salida, y durante ese tiempo nadie va a ninguna parte.
Los turatas bien podían relajarse y disfrutar del espectáculo. Lo que quedaba de él. Sólo una de las paredes laterales funcionaba, y la mitad ofrecía un bucle continuo de anuncios de ILMGM, que al parecer no sabía todavía que le habían hecho una opa. En el centro de la pared, un león digitalizado rugía bajo la marca registrada del estudio en amarillo brillante: «¡Todo es posible!» La pantalla se difuminó y se convirtió en una bruma que giraba, mientras una voz decía: «¡ILMGM! ¡Más estrellas que en el firmamento!», y entonces anunciaba nombres mientras dichas estrellas surgían de la niebla. Vivien Leigh corría hacia nosotros con una gran falda de polisón; Arnold Schwarzenegger montaba en una moto; Charlie Chaplin hacía girar su bastón.
«Trabajamos día y noche para ofrecerle las estrellas más brillantes del firmamento», decía la voz, lo que significaba las estrellas que actualmente estaban en litigio por sus derechos. Marlene Dietrich, Macaulay Culkin a los diez años, Fred Astaire con sombrero de copa y frac, avanzaban sin esfuerzo, con naturalidad, hacia nosotros.
Yo había arrancado a Alis del dormitorio para librarla de los espejos, del Beguine y de Fred, que bailaba claque en mi lóbulo frontal, para encontrar algo distinto que mirar si destellaba de nuevo, pero lo único que había hecho era cambiar mi pantalla por otra mayor.
La otra pared era aún peor. Al parecer, era más tarde de lo que creía. Habían desconectado los anuncios para la noche y no era más que un largo espejo. Como el suelo pulido sobre el que habían bailado Fred Astaire y Eleanor Powell, los dos juntitos, las manos casi…
Me concentré en los reflejos. Los drogatas parecían muertos. Probablemente habían tomado unas cápsulas que Heada les había anunciado como chooch. La Marilyn practicaba su puchero en el espejo, avanzando con una boquiabierta expresión de sorpresa, y sujetaba su blanca falda plisada con la mano para impedir que revoloteara. La escena de la rejilla de vapor de La tentación vive arriba.
Los turatas seguían contemplando el cartel de la estación, que decía La Brea Tar Pits. Alis también lo observaba, con expresión concentrada, e incluso a la luz fluorescente y titilante de los próximos remakes de ILMGM, su pelo tenía aquel curioso aspecto de contraluz. Mantenía los pies separados y extendió las manos, preparada para el movimiento súbito del arranque.
—No hay deslizadores en Riverwood, ¿eh?
Ella sonrió.
—Riverwood. Ésa es la ciudad natal de Mickey Rooney en Armonías de juventud —dijo—. Sólo había uno pequeño en Galesburg. Y tenía asientos.
—Durante la hora punta cabe más gente si no hay asientos. No es necesario que te pongas así.
—Lo sé —dijo, uniendo los pies—. Es que sigo esperando que nos movamos.
—Ya lo hemos hecho —contesté, mirando el cartel de la estación. Había cambiado a Pasadena—. Ha durado más o menos un nanosegundo. De estación a estación y sin nada intermedio. Todo se hace con espejos.
Me planté en la señal amarilla de advertencia y extendí la mano hacia la pared lateral.
—Sólo que no son espejos. Son una cortina de materia negativa que se puede atravesar con la mano. Un ejeco de los estudios sabría explicártelo.
—¿No es peligroso? —dijo ella, mirando la línea amarilla.
—No, a menos que la atravieses, cosa que a veces intentan hacer los delirantes. Antes había barreras, pero los estudios ordenaron quitarlas. Entorpecían la imagen de sus promociones.
Ella se volvió y miró la pared del fondo.
—¡Es tan grande!
—Tendrías que verlo durante el día. De noche cierran la parte trasera. Para que los drogatas no se meen en el suelo. Hay otra sala allá —señalé la pared trasera—, es el doble que ésta.
—Es como una sala de ensayos —dijo Alis—. Como el estudio de baile de Al compás de la música. Casi se podría bailar aquí.
—«No bailaré» —dije—. «No me lo pidas.»
—Película equivocada —sonrió ella—. Eso es de Robería.
Se volvió hacia la pared de espejo, la falda aleteando, y su reflejo convocó la imagen de Eleanor Powell junto a Fred Astaire en el suelo oscuro y pulido, su mano…
Me obligué a mirar decididamente la otra pared, donde destellaba un avance de la nueva película de Star Trek, hasta que remitió, y luego me volví hacia Alis.
Ella observaba el cartel de la estación. Pasadena destellaba. Una línea de flechas verdes conducía al frente, y los turatas las seguían a través de la puerta de salida de la izquierda y se marchaban a Disneylandia.
—¿Adónde vamos?—preguntó Alis.
—A ver las vistas. Las casas de las estrellas. Lo que debería ser Forrest Lawn, sólo que ya no las hay. Han vuelto a la pantalla plateada, trabajando gratis.
Indiqué con la mano la pared cercana, donde aparecía un anuncio del remake de Pretty Woman, protagonizada, cómo no, por Marilyn Monroe.
Marilyn hizo una entrada con un vestido rojo, y la Marilyn dejó de practicar su puchero y se acercó a mirar. Marilyn agitó una escarola ante un camarero, fue a Rodeo Drive a comprar un vestido blanco sin mangas, se difuminó en un beso de pasión con Clark Gable.
—Aparecerá pronto como Lena Lamont en Cantando bajo la lluvia —dije—. Así que dime por qué odias a Gene Kelly.
—No es eso —respondió ella, considerándolo—. Un americano en París me parece horrible, y también esa parte fantástica de Cantando bajo la lluvia, pero cuando baila con Donald O'Connor y Frank Sinatra, es un buen bailarín. Es sólo que hace que resulte tan difícil. —¿Y no lo es?
—Pues claro. De eso de trata. —Frunció el ceño—. Cuando hace saltos o pasos complicados, agita los brazos, jadea y resopla. Es como si quisiera que sepas lo difícil que es. Fred Astaire no hace eso. Sus pasos son muchísimo más complejos que los de Gene Kelly, pueden llegar a ser endemoniados, pero no ves nada de eso en la pantalla. Cuando baila, no parece que se esté esforzando en lo más mínimo. Parece fácil, como si lo hubiera improvisado en ese momento…