La imagen de Fred y Eleanor empujó de nuevo, los dos de blanco, bailando tranquilamente, sin esfuerzo, por el suelo estrellado…
—E hizo que parezca tan fácil que pensaste que podrías venir a Hollywood y hacerlo también —señalé.
—Sé que no será fácil —respondió ella en voz baja—. Sé que no hay muchas vivacciones…
—Ninguna —apunté—. No se hace ninguna. A menos que estés en Bogotá. O en Beijing. Todo son GO. No se precisan actores. Ni bailarines tampoco, pensé, pero no lo dije. Seguía esperando poder conseguir un ñaca de todo aquello, si podía agarrarme a ella hasta el siguiente destello. Tenía un dolor de cabeza mortal, cosa que se suponía no era un efecto secundario.
—Pero si todo son gráficos de ordenador —decía Alis ansiosamente—, entonces pueden hacer todo lo que quieran. Incluso musicales.
—¿Y qué te hace pensar que quieran? No han rodado un musical desde 1996.
—Van a registrar a Fred Astaire —dijo, señalando la pantalla—. Deben quererlo para algo.
Para algo, sí, pensé. La secuela de El coloso en llamas. O películas snuffporno.
—Ya sé que no será fácil —repitió ella, a la defensiva—. ¿Sabes lo que dijeron sobre Fred Astaire la primera vez que llegó a Hollywood? Todo el mundo dijo que estaba acabado, que su hermana era la que tenía todo el talento, que era un segundón de vodevil que nunca conseguiría triunfar en el cine. En su prueba de imagen alguien escribió: «Treinta años, calvete, sabe bailar un poco.» Ellos tampoco creían que pudiera conseguirlo, y mira qué sucedió.
Entonces había películas en las que podía bailar, pensé, pero ella debió notármelo en la cara porque dijo:
—Estaba dispuesto a trabajar bien duro, y yo también. ¿Sabías que solía ensayar sus números durante semanas antes de que la película empezara siquiera a rodarse? Gastó seis pares de zapatos ensayando Descuidada. Estoy dispuesta a practicar tanto como él. Sé que debo perfeccionarme. Necesito aprender ballet, también. Lo único que sé es jazz y claque. Y no conozco demasiadas rutinas todavía. Tendré que buscar a alguien que me enseñe bailes de salón.
¿Dónde?, pensé. No ha habido ni un profesor de danza en Hollywood desde hace veinte años. Ni un coreógrafo. Ni un musical. Los GO pueden haber matado la vivacción, pero no al musical. Se murió él sólito allá por los sesenta.
—También necesitaré un trabajo para pagarme las lecciones de baile —proseguía ella—. La chica con la que hablabas en la fiesta… la que se parece a Marilyn Monroe… dijo que tal vez podría conseguir un trabajo como cara. ¿Qué es lo que hacen? Ir a fiestas, mariposear por todas partes intentando llamar la atención de alguien que cambie un revolcón por un pastiche, tragar chooch, pensé, deseando tener algo que tragar.
—Sonríen y hablan y ponen cara triste mientras algún hackólito las escanea.
—¿Como una prueba de pantalla?
—Como una prueba de pantalla. Luego el hackólito digitaliza el escaneo de tu cara y la mete en un remake de Ha nacido una estrella y puedes ser la próxima Judy Garland. Sólo que, ¿por qué hacer eso cuando el estudio ya tiene a Judy Garland?
Y a Barbra Streisand. Y a Janet Gaynor. Y todas tienen copyrights, todas son estrellas, así que, ¿por qué iban los estudios a correr riesgos con una cara nueva? ¿Y por qué correr riesgos con una película nueva cuando pueden hacer una secuela o una copia o un remake de algo que ya poseen? Y ya que estamos en ello, ¿por qué no remakes con un elenco de estrellas? ¡Hollywood, el reciclador definitivo!
Indiqué con la mano la pantalla donde ILMGM anunciaba los próximos estrenos.
—El fantasma de la Ópera —decía la voz—. Protagonizada por Anthony Hopkins y Meg Ryan.
—Mira eso —me burlé—. El último esfuerzo de Hollywood… ¡un remake de un remake de una película muda!
El trailer terminó, y el bucle empezó de nuevo. El león digitalizado emitió su rugido digitalizado, y sobre él un láser digitalizado marcó en dorado: «¡Todo es posible!»
—Todo es posible —convine—, si tienes los digitalizadores y los Crays y la memoria y el enlace de fibra-op para enviarlo.
Y los copyrights.
Las letras doradas se difumaron, y Escarlata se abrió paso hacia nosotros, sujetándose primorosamente la falda.
—Todo es posible, pero sólo para los estudios. Lo poseen todo, lo controlan todo, lo…
Me interrumpí, pensando, ahora no habrá manera de pegar un ñaca después de este estallido. ¿Por qué no le dices directamente que su sueño es imposible?
Pero ella no escuchaba. Miraba la pantalla, donde los casos de copyrights eran expuestos para su inspección. Esperaba a que apareciera Fred Astaire.
—La primera vez que lo vi, supe lo que quería —dijo, los ojos fijos en la pared—. Sólo que «querer» no es la palabra adecuada. No es como querer un vestido nuevo…
—O algo de chooch.
—Ni siquiera es esa clase de deseo. Es… hay una escena en Sombrero de copa donde Fred Astaire está bailando en la habitación de su hotel y Ginger Rogers tiene la habitación de debajo. Sube a quejarse del ruido y él le dice que a veces se sorprende a sí mismo bailando, y ella responde…
—«Supongo que es una especie de enfermedad» —la interrumpí.
Esperaba que ella sonriera, como había hecho ante mis otras citas cinematográficas, pero esta vez no fue así.
—Una enfermedad —asintió, seriamente—. Sólo que tampoco es eso exactamente. Es… cuando él baila, no es sólo que haga que parezca fácil. Es como si todos los pasos y ensayos y la música sean sólo prácticas, y lo que él hace sea lo único verdadero. Es como si fuera más allá del ritmo y los pasos y los giros a otro lugar… Si pudiera llegar allí, hacer eso…
Se detuvo. Fred Astaire surgía de la niebla con su sombrero de copa y su frac, ladeando su sombrero con el extremo del bastón. Miré a Alis.
Le observaba con aquella expresión perdida y arrobada que tenía en mi habitación, cuando contemplaba a Fred y a Eleanor, los dos juntitos, vestidos de blanco, girando y a la vez inmóviles, en silencio, más allá del movimiento, más allá…
—Vamos —dije, y le tiré de la mano—. Nos bajamos aquí.
Y seguimos las flechas verdes hacia la salida.
ESCENA: Noche de estreno en el Teatro Chino de Grauman, en Hollywood. Reflectores perforando el cielo nocturno, palmeras, fans gritando, limusinas, esmóquines, pieles, flashes destellando.
Salimos en Hollywood Boulevard, en la esquina de Caos y Sobrecarga Sensorial, el peor lugar posible para destellar.
Era una escena de De Mille, como de costumbre. Caras y turatas y liberadas y delirantes y miles de extras, revoloteando entre los puntos de venta de vids y las cuevas RV. Y entre las pantallas: gotas y librepantallas y diamantes y holos, todos mostrando avances montados al estilo Psicosis de Vincent.
El Teatro Chino de Trump tenía dos grandes gotapantallas delante, mostrando avances del último remake de Ben-Hur. En uno de ellos, Sylvester Stallone con faldita color bronce y sudor digitalizado se inclinaba sobre su cuadriga, flagelando a los caballos.
No se podía ver la otra. Había un cartel de vid-neón delante que decía Finales Felices y una holopantalla mostraba a Escarlata O'Hara en la niebla, diciendo:
—Pero, Rhett, yo te quiero.
—Francamente, cariño… yo también te quiero —decía Clark Gable, y la aplastaba entre sus brazos—. ¡Siempre te he querido!
—El pavimento tiene estrellas —le dije a Alis, señalando hacia abajo. Había demasiada gente para ver la acera, mucho menos las estrellas. La conduje a la calle, que estaba igual de abarrotada, pero al menos se movía, y nos dirigimos a las tiendas de vids.