James Morrow
Remolcando a Jehová
Hemos dejado tierra y nos hemos embarcado. Hemos quemado los puentes que dejábamos atrás; no sólo eso, hemos ido aún más lejos y hemos destruido la tierra que dejábamos atrás. ¡Ahora, barquito, ten cuidado! A tu lado está el océano: no siempre ruge, por supuesto, y a veces se extiende como seda y oro y ensueños elegantes. ¡Pero llegarán las horas en que te des cuenta de que es infinito y de que no hay nada más impresionante que el infinito! ¡Oh, el pobre pájaro que se sentía libre y que ahora golpea la pared de su jaula! Ay de ti, cuando sientas nostalgia por la tierra, como si ésta hubiera ofrecido más libertad, y no haya ninguna «tierra».
Y añadió Yavé: «He aquí… retiraré mi mano, y me verás las espaldas, pero mi faz no la verás».
A la memoria de mi suegro, Albert L. Pierce
AGRADECIMIENTOS
Tengo una deuda especial con mi amigo marinero preferente Gigi Marino, un escritor espléndido que me ha enseñado todo lo que quería saber sobre los petroleros. La perspicacia de mi editor, John Radziewicz, fue igual de valiosa, como lo fue el apoyo de mi agente, Merrilee Heifetz. A lo largo de todo el proceso de composición, he mantenido contacto directo con muchos amigos, colegas y familiares mientras trataba de descubrir sus reacciones a escenas determinadas además de su opinión general sobre la teotanatología. Cada una de las siguientes personas sabrá cuáles son las razones especiales por las que les estoy agradecido: Joe Adamson, Linda Barnes, Deborah Beale, Lynn Crosson, Shira Daemon, Sean Develin, Travis DiNicola, Daniel Dubner, Margaret Duda, Gregory Feeley, Justin Fielding, Robert Hatten, Michael Kandel, Glenn Morrow, Jean Morrow, Elisabeth Rose, Joe Schall, Peter Schneeman, el Dr. Alexander Smith, Kathryn Smith, James Stevens-Arce y Judith Van Herik. Y, por último, un agradecimiento caluroso al Congreso de Escritores de Sycamore Hill por mejorar la Eucaristía.
PRIMERA PARTE
Ángel
La extrañeza irreducible del universo se le puso de manifiesto por primera vez a Anthony Van Horne el día en que cumplió cincuenta años, cuando un ángel abatido llamado Rafael, un ser con alas blancas y luminosas y un halo que se encendía y se apagaba como un aro de neón, apareció y le habló de los días venideros.
Aquel año, 1992, los domingos de Anthony eran siempre iguales. A las cuatro de la tarde bajaba a la red del metro de Nueva York, cogía el tren A en dirección al norte hasta la calle 190, caminaba por las colinas rocosas del parque Fort Tryon y, tras mezclarse con los turistas, entraba en el simulacro de monasterio europeo conocido como el Claustro y se escondía detrás del altar de la capilla Fuentidueña. Allí esperaba, aguantándose la respiración y soportando la migraña, hasta que la muchedumbre se iba a casa.
El vigilante del primer turno, un jamaicano larguirucho que cojeaba, siempre hacía las rondas religiosamente, pero por norma general otro guardia empezaba el turno a medianoche: un estudiante escuálido de la Universidad de Nueva York que no hacía ninguna ronda, sino que entraba en la Sala de los Tapices del Unicornio con una mochila de nailon de color aguamarina repleta de libros de texto. Después de sentarse en el frío suelo de piedra, el estudiante encendía su linterna y se ponía a estudiar minuciosamente la Anatomía de Gray, repitiendo sin parar las partes del cuerpo humano.
—Gluteus medius, gluteus medius, gluteus medius —salmodiaba en el recinto sagrado—. Rectus femoris, rectus femoris, rectus femoris.
Aquella medianoche en concreto, Anthony siguió su procedimiento habitual. Salió sigilosamente de detrás del altar de Fuentidueña, comprobó lo que hacía el estudiante (concentrado en su trabajo, estudiando las fisuras y los surcos del hemisferio cerebral izquierdo), luego avanzó por una arcada de columnas románicas coronadas por gárgolas que gruñían y bajó por un camino enlosado hasta la fuente de mármol que manaba agua a borbotones y que dominaba el claustro descubierto de Saint-Michel-de-Cuxa. Tras meter la mano en sus chinos recién lavados, Anthony sacó una caja de plástico translúcido y la puso en el suelo. Se quitó los pantalones, luego se sacó el jersey de algodón blanco, la camiseta inmaculada, los calzoncillos impecables, los zapatos lustrados y los calcetines limpios. Al final se quedó desnudo en la noche caliente, la piel bruñida por una luna naranja que flotaba por el cielo como una enorme calabaza en órbita.
—Sulcus frontalis superior, sulcus frontalis superior, sulcus frontalis superior —decía el estudiante.
Anthony recogió la caja de plástico, la destapó y sacó una pastilla de jabón con forma de huevo. Con el jabón apretado contra el pecho, se inclinó hacia la fuente de Cuxa. En el estanque dorado se vio: la nariz rota, los ojos cansados y hundidos en ciénagas de carne, la frente alta erosionada por la espuma del mar y endurecida por el sol ecuatorial, la barba gris enmarañada que se extendía por la mandíbula alargada. Se enjabonó, dejó que la pastilla se le deslizara por los brazos y por el pecho como un trineo y la atrapó antes de que alcanzara las losas.
—Sulcus praecentralis, sulcus praecentralis, sulcus praecentralis…
«Jabón de marfil», pensó Anthony mientras se enjuagaba, Procter and Gamble en su forma más pura. En ese momento exacto se sintió limpio, aunque sabía que el petróleo volvería a aparecer al día siguiente. El petróleo siempre volvía. Pues ¿qué jabón podía quitar la infinidad de litros negros que se habían vertido del casco agrietado del vapor Carpco Valparaíso, qué calibre de pureza podía borrar aquella mancha en particular?
Durante los meses fríos, Anthony había tenido una toalla de baño turco a mano, pero ahora estaban a mediados de junio —el primer día del verano, de hecho—, y le bastaría correr un poco por el museo para secarse. De modo que se puso los calzoncillos y empezó a correr. Pasó junto a la Sala Capitular Pontaut… la Sala de los Tapices de los Nueve Héroes… el Salón Robert Campin con su Anunciación hogareña: el ángel Gabriel informando a la virgen María de las intenciones de Dios, mientras ella está sentada en el salón burgués de los mecenas del artista, rodeada de pruebas de su inocencia (azucenas frescas, vela blanca, tetera de cobre reluciente).
En la entrada de la Capilla Langon, debajo de un arco redondeado, situado sobre dinteles tallados con acantos en flor, un hombre de unos sesenta años con una túnica blanca suelta lloraba.
—No —gemía, sus sollozos débiles y líquidos resonaban contra la piedra caliza—. No…
Si no fuera por las alas del hombre, Anthony podría haber supuesto que el intruso era un penitente como él. Sin embargo, ahí estaban, enormes y fosforescentes, surgían de los omóplatos con toda su improbabilidad emplumada.
—No…
El hombre resplandeciente levantó la vista. Un halo flotaba sobre su cabello blanco como la nieve, destellando con una luz rojo brillante: se encendía y se apagaba, se encendía y se apagaba. Tenía los ojos legañosos e hinchados. Gotitas plateadas le caían de los conductos lacrimales como gotas de mercurio líquido.
—Buenas noches —dijo el intruso, que respiraba convulsivamente. Se puso la mano en la mejilla y, como un papel secante apretado sobre una carta de una tristeza infinita, la palma absorbió las lágrimas—. Buenas noches y feliz cumpleaños, capitán Van Horne.