—Son carmelitas.
—¿Qué?
—Monjas carmelitas.
En el centro de la cocina estaba el corpulento Sam Follingsbee, con un delantal blanco y supervisando el caos como un policía dirigiendo el tráfico. Al ver a sus visitantes, el cocinero se acercó, caminando como un pato, y les saludó levantándose el sombrero grande y flexible con pinta de bollo de nata.
—Gracias por la recomendación, señor —Follingsbee agarró firmemente la mano de su capitán—. Necesitaba este barco, en serio —balanceando el vientre imponente hacia el sacerdote, preguntó—, ¿padre Ockham, verdad? —Ockham asintió con la cabeza—. Padre, estoy confuso, ¿cómo es que un viaje horrible de Carpco se merece los servicios de todas estas hermanas encantadoras, por no decir nada de usted?
—Éste no es un viaje de Carpco —dijo Ockham.
—Entonces, ¿qué pasa?
—Cuando estemos en alta mar, las cosas quedarán más claras. —El sacerdote tamborileó con los dedos huesudos sobre la lista de control—. Ahora yo haré una pregunta. El viernes presenté una solicitud para mil hostias de comulgar. Se parecen un poco a fichas de póquer…
Follingsbee se rió.
—Sé qué aspecto tienen, padre, está hablando con un ex monaguillo. No se preocupe. Tenemos todas esas hostias en el congelador número seis, no podrían estar más seguras. ¿Celebrará la misa cada día?
—Naturalmente.
—Yo estaré allí —dijo Follingsbee, regresando al centro del barullo—. Bueno, quizá cada día no. —Se fijó en una carmelita que empujaba una rueda de queso cheddar por el suelo como un niño jugando con un aro—. ¡Eh, hermana, llévelo en brazos, no lo haga rodar, joder!
El montacargas de horquilla se detuvo y una monja rellenita y rubicunda bajó de detrás del volante, con una ristra de salchichas ahumadas colgándole del cuello como un yugo. Su paso le pareció a Anthony sorprendentemente enérgico, como si se pavoneara, en realidad, si es que las monjas se pavoneaban. Al parecer, se movía al ritmo de cualquiera que fuera el concierto privado que estaba saliendo del walkman Sony que llevaba sujeto a la cintura con una correa.
—¡Tom! —la monja se arrancó los auriculares—. ¡Tom Ockham!
—¡Miriam, querida! ¡Qué maravilla! ¡No sabía que te hubiesen reclutado! —El sacerdote abrazó a la monja y le plantó un beso enérgico en la mejilla—. ¿Recibiste mi carta?
—Sí, Thomas. Las palabras más raras que he leído jamás. Y, aun así, no sé por qué, intuí que eran ciertas.
—Todo es cierto —afirmó el sacerdote—. Roma, Gabriel, las diapositivas, el electrocardiograma…
—Un asunto malo.
—El peor.
—¿No hay esperanzas?
—Ya me conoces, el eterno pesimista.
Anthony se mesó la barba. Las bromas entre Ockham y la hermana Miriam le desconcertaban. Parecía menos una conversación entre un sacerdote y una monja que entre dos actores de cine pasados de moda al toparse uno con otro en un plató de Hollywood veinte años después de su divorcio amistoso.
—Querida, te presento a Anthony Van Horne, el mejor marino vivo del planeta, o eso creían los ángeles —dijo Ockham—. Miriam y yo nos conocemos desde hace mucho —le dijo al capitán—. En Loyola todavía usan el libro de texto que escribimos a principios de los años setenta, Introducción a la teodicea.
—¿Qué es la teodicea? —preguntó Anthony.
—Es difícil de explicar.
—Suena a idiocia.
—Lo es en gran parte.
—La teodicea significa reconciliar la bondad de Dios con los males del mundo. —La hermana Miriam arrancó una salchicha ahumada y le dio un mordisco—. La cena —explicó, masticando despacio—. Capitán, quiero ir.
—¿Adónde?
—De viaje.
—Mala idea.
—Es una idea espléndida —dijo el sacerdote. Señaló hacia las salchichas—. ¿Te importaría? No he comido en todo el día.
—Una PAT es suficiente —aseguró Anthony.
Miriam arrancó otra salchicha y se la pasó a Ockham.
—Deje que se lo diga de otro modo —el sacerdote le dio un toque suave a Anthony con la tablilla—. El Santo Padre no se quedó del todo convencido con usted. No es demasiado tarde para que contrate a otro capitán.
Anthony empezó a sentir los primeros indicios insidiosos de una migraña en el cerebro. Se frotó las sienes.
—De acuerdo, padre. Muy bien. Pero no le gustará el trabajo. No se hace más que rascar herrumbre y pintar lo que hay debajo.
—Suena horrible —dijo la monja—. Acepto.
—¿Nos vemos en misa mañana? —preguntó Ockham, apretándole la mano a Miriam—. La catedral de Saint Patrick, a las 0800 horas, como decimos en la Marina Mercante.
—Faltaría más.
La hermana Miriam se puso los auriculares y volvió a su montacargas.
—Vale, nuestra cocina está en buenas condiciones —dijo Anthony, cuando él y Ockham se acercaban al ascensor—, pero ¿qué hay de lo demás? ¿Los pertrechos antidepredadores?
—Esta mañana hemos cargado seis cajas de repelente de tiburones Dupont —apuntó Ockham, devorando la salchicha—, además de quince bazocas T-62 —le echó un vistazo a la lista de control—, y veinte cañones lanzaarpones explosivos WP-17 Toshiba.
—¿La turbina de refuerzo?
—Llega mañana.
Subieron a la séptima planta, el puente. El lugar parecía intacto, helado, como si alguna sociedad histórica estuviera conservando el Carpco Valparaíso para el turismo, la pieza más nueva del Museo de Desastres Ecológicos. Incluso los prismáticos Bushnell ocupaban el sitio de costumbre en el compartimiento de lona junto a la pantalla del radar de doce millas.
—¿Baos de refuerzo de los tabiques de contención?
—En la bodega del castillo de proa —respondió Ockham.
—¿Hélice de emergencia?
—Mire hacia abajo, la verá amarrada a la cubierta de barlovento.
—No me ha gustado que me viniera con esa mierda de antes, amenazándome…
—A mí tampoco me ha gustado. Intentemos ser amigos, ¿vale?
Sin decir nada, Anthony agarró el timón, rodeando el disco de acero frío con las manos. Sonrió. En su pasado había una madre muerta, un padre voluble, un compromiso roto y cuarenta y un millones de litros de petróleo vertido. Su futuro no prometía mucho, aparte de vejez, migrañas crónicas, duchas inútiles y un viaje que olía a locura.
No obstante, en ese preciso momento, de pie en el puente de su barco y contemplando la hélice de emergencia, Anthony Van Horne era un hombre feliz.
En el centro saturado y sofocante de Jersey City, un huérfano de veintiséis años llamado Neil Weisinger se echó el petate al hombro, subió ocho tramos de escalera hasta el último piso del edificio Nimrod y entró en la Sala de Nueva York del Sindicato Marítimo Nacional. Unos treinta y cinco marineros y marineros preferentes abarrotaban la sala polvorienta, sentados nerviosos en sillas plegables, con sus bártulos metidos entre las piernas, la mitad dándole caladas a un cigarrillo, cada uno de ellos con la esperanza de obtener una litera en el único barco que tenía previsto atracar ese mes, el vapor Argo Lykes. Neil gruñó. Tanta competencia.
El instante en que acabó su último viaje (una excursión con una carga seca en el Stella Lykes, en un viaje de ida y vuelta hasta Auckland a través del canal), había hecho lo que hacen todos los marineros preferentes al desembarcar: correr inmediatamente a la sala del sindicato más cercana para que le sellaran su tarjeta de navegación con la fecha y la hora exactas. Nueve meses y catorce días después, la tarjeta había adquirido una antigüedad considerable, pero seguía sin ser una ganadora.