Neil sacó la tarjeta de la cartera —le gustaba inmensamente su foto de identificación, la forma en que el fuerte resplandor del estroboscopio había hecho que sus ojos negros brillasen y su cara angelical pareciera angular y austera—, y lanzó el rectángulo laminado en una caja de zapatos enganchada a la pared debajo de un póster que decía ENVÍELO EN UN BARCO AMERICANO: NO CUESTA MÁS. Tras meter la mano en la caja, le echó un vistazo a sus rivales. Malas noticias. Un rastafari con diecinueve días más en tierra que Neil. Otro judío como él llamado Daniel Rosenberg con once. Una china, An-mei Jong, con seis. Maldita sea.
Se sentó debajo de una ventana abierta, que tenía una capa gruesa de mugre de Jersey extendida por el cristal como mantequilla de cacahuete sobre una galleta salada. Claro que nunca se sabía. A veces ocurren milagros. Un petrolero de servicio irregular podría llegar del golfo Pérsico. El expedidor podría anunciar un trabajo de relevo en el puerto o uno de esos viajes cortos Hudson arriba que nadie quería a menos que estuviera tan arruinado como Neil. Una tripulación de neptunianos que respirasen metano podría aterrizar en Journal Square, el timonel muerto por una sobredosis de oxígeno, y contratarle en el acto.
—¿Alguna vez te has salvado por los pelos? —una voz tensa, ligeramente laríngea. Neil se dio la vuelta. Fuera de la ventana, un marinero estaba apoyado en la escalera de incendios, un joven musculoso, pecoso, de pelo castaño, que llevaba un polo rojo y una boina negra hecha jirones, y usaba el petate como almohada—. O sea, ¿por los pelos de verdad?
—No, yo no. Una vez, en Filadelfia, vi a un marinero preferente entrar con una tarjeta que tenía trescientos sesenta y cuatro días.
—¿Sudaba?
—Como un fogonero. Cuando pusieron la hoja, el tío se meó en los pantalones y todo.
—¿Consiguió una litera?
Neil asintió.
—Doce minutos y medio antes de que su tarjeta hubiera caducado.
—El Señor había salido en su defensa —el marinero pecoso se sacó una cadena de oro diminuta de debajo del polo y le echó un vistazo a la cruz que colgaba, como el Conejo Blanco consultando su reloj de bolsillo.
Neil se estremeció. No era la primera vez que se topaba con un apasionado admirador de Jesús. Por lo general, no le importaban. Una vez embarcados, solían ser tan diligentes como el que más, limpiando váteres y descascarillando herrumbre sin rechistar, pero su orden del día le ponía nervioso. La mitad de las veces, la conversación llegaba a la precaria posición del alma inmortal de Neil. En el Stella, por ejemplo, un adventista del Séptimo Día le había informado con gravedad de que se podía ahorrar «el problema del Armagedón» aceptando a Jesús en ese mismo momento.
—¿Qué haces en la escalera de incendios?
—Aquí se está más fresco —respondió el marinero pecoso, desenvolviendo un paquete de chicle Bazooka. Recorrió con la vista la tira cómica y se rió con satisfacción, luego se metió la pastilla rosa en la boca.
—Soy Neil Weisinger.
—Leo Zook.
Tras sacar su fiambrera de plástico de Bugs Bunny del petate, Neil salió por la ventana. Desde niño había sido un gran admirador de Bugs. El conejo era un solitario y eso le gustaba. Ningún amigo. Nada de familia. Listo, con recursos, rechazado por un mundo exterior. Bugs Bunny tenía algo un poco judío.
—Eh, Leo, he visto tres tarjetas ganadoras en la caja y ninguna te pertenece. —La escalera de incendios no parecía más fresca que la sala, pero la vista era espectacular, un panorama claro que se extendía desde el centro de la ciudad hasta la estatua de la Libertad—. ¿Por qué no te vas?
—El Señor me ha dicho que hoy conseguiría un barco. —Del compartimiento con cremallera de su petate, Zook recuperó un folleto destrozado titulado Encuentros con Jesucristo, cuyo autor era un tipo llamado Hyman Levkowitz—. Tal vez te parezca interesante —dijo, poniendo el folleto en la mano de Neil—. Es de un solista del coro de una sinagoga que encontró la salvación.
Neil abrió su fiambrera, sacó una manzana verde y empezó a pegarle mordiscos. Se guardó para sí un comentario despectivo. Dios era una idea muy buena.
En efecto, antes de darse cuenta de que su sitio estaba en los barcos, Neil había pasado dos años al otro lado del río en la Universidad Yeshiva, estudiando historia judía y jugando con la idea de convertirse en rabino. Sin embargo, el Dios de Neil no era la deidad paciente, accesible, de llamada directa en quien Leo Zook evidentemente basaba su vida. El de Neil era un Dios que había encontrado haciéndose a la mar, el radiante En Sof que estaba en alguna parte debajo de la dorsal más profunda de en medio del Atlántico y más allá de la estrella de navegación más alta, el Dios de la guardia de las cuatro de la madrugada.
—Hazte un favor: léelo —dijo Zook—. Te recomiendo la vida eterna sin ninguna reserva.
En aquel momento, Neil hubiera preferido la compañía de casi cualquier otra persona. La de un vendedor a domicilio de enciclopedias o la de un árabe, porque fueran cuales fueran sus otros defectos, sus compañeros árabes nunca intentaban convertirle a su religión. Por lo general, se limitaban a ignorarle, aunque a veces incluso llegaban a hacerse amigos suyos, especialmente cuando, durante las oraciones, les ayudaba a seguir en dirección a la Meca mientras el barco viraba. Al embarcarse, Neil siempre llevaba una brújula expresamente con esa intención.
Una mujer con forma de pera y con el porte de una verdulera salió de la oficina caminando como un pato y se dirigió al tablero.
—¡La sopa está lista! —gritó la mujer que se encargaba de las ofertas de empleo, mientras Neil y Zook volvían como podían a la sala. Se sacó dos chinchetas de la boca como si fueran dientes sueltos y clavó una hoja de puestos de trabajo en el corcho.
• PUESTOS DE MARINEROS EN ALTA MAR •
COMPAÑÍA: Argo Lykes
UBICADO EN: Muelle 86
ZARPA: Vapor Lykes Brothers
BARCO: 1500 viernes
TRAYECTO: Costa oeste Sudamérica
PUESTOS: Marineros preferentes: 2
HORARIO: 120 días en rotación
RELEVO DE: J. Pierce, F. Pellegrino
RAZÓN: Fin de contrato
—De acuerdo —dijo la expedidora—, ¿para quién son?
—Aquí no hay nadie que gane a diez meses más quince días, ¿eh? —comentó el rastafari.
—El otro es mío —apuntó Daniel Rosenberg.
La expedidora se miró el reloj.
—Suponiendo que no aparezca ninguna tarjeta ganadora en los próximos seis segundos —le guiñó el ojo a los vencedores—, son todos vuestros. Entrad en la oficina, chicos.
Poco a poco, la muchedumbre se dispersó, cuarenta hombres y mujeres decepcionados volviendo sin ninguna prisa y con aire taciturno a sus asientos. Ocho marineros recogieron sus tarjetas y, admitiendo la derrota, se marcharon. Los soñadores y los desesperados se sentaron a esperar.
—El Señor no nos fallará —dijo Zook.
Neil se dejó caer en la silla plegable más cercana. Por qué no lo reconocía: no tenía ninguna carrera, era un fracaso. De algún modo su abuelo se había forjado una vida honrosa y rodeada de glamour en el mar. Sin embargo, aquella época se había acabado. El sistema se estaba muriendo. Aconsejar a un joven que se incorporase a la Marina Mercante de los Estados Unidos era como aconsejarle que fuera a formar parte de un vodevil.
De niño, Neil nunca se había cansado de escuchar al abuelo Moshe contar sus aventuras marítimas, relatos maravillosos sobre cómo había luchado contra piratas en los ríos ecuatorianos, transportado hipopótamos a zoológicos franceses, jugando al gato y al ratón con submarinos nazis en el Atlántico Norte y, lo más impresionante de todo, cómo había ayudado a pasar clandestinamente a mil quinientos judíos desplazados por delante del bloqueo británico hasta Palestina en el Hatikvah, uno de los varios barcos mercantes de servicio irregular que Aliyah Bet había arrendado en secreto. Cuatro décadas después, el primer oficial Moshe Weisinger había abierto la correspondencia para encontrar un obsequio como muestra del agradecimiento del gobierno israelí: una medalla de bronce que llevaba la cara de David Ben-Gurion en bajorrelieve. Cuando el abuelo Moshe murió, Neil heredó la medalla. Siempre la llevaba en el bolsillo derecho de su pantalón, algo que agarrar en los momentos de tensión.