—Avante poca —dijo Kolby—, veinte revoluciones.
—Avante poca. —El primer oficial Marbles Rafferty, un marino negro lúgubre de cuarenta y pocos años, delgado y muy encorvado, una especie de pierna de cordero humana, movió las dos palancas de mando hacia adelante con cuidado.
Suave y cautelosamente, como un banco de atunes lazarillo guiando a una ballena ciega a casa, los remolcadores empezaron la operación burda y a la vez tan elegante como un ballet de transportar el Valparaíso por el río y encararlo hacia la bahía alta de Nueva York.
—Diez grados a la derecha —dijo Kolby.
—Diez a la derecha —repitió el marinero preferente al timón, Karl Jaworski, un marinero barrigón que llevaba la designación de marinero preferente hasta los límites más profundos del eufemismo[1]. Con la mirada fija en el indicador, Jaworski le dio al timón un giro letárgico.
—Avante a velocidad media —ordenó Kolby.
—Avante a velocidad media —repitió Rafferty, adelantando los reguladores.
El Valparaíso bordeó la costa suavemente sobre trescientos conductores que se dirigían al oeste y que estaban atrapados en el embotellamiento habitual de las seis del túnel Holland.
—¿Es verdad que papá y su mujer están en España? —le preguntó Anthony al práctico.
—Sí —contestó Kolby—. En una ciudad llamada Valladolid.
—No había oído hablar nunca de ella.
—Cristóbal Colón murió allí.
Anthony reprimió una sonrisita. Pero, claro, ¿a qué otro sitio se arrastraría el viejo al final de su vida sino al lugar del fallecimiento de su ídolo?
—¿Sabes cómo puedo ponerme en contacto con él?
Mientras el práctico se sacaba una agenda electrónica Sanyo del chaleco, Anthony revivió en un instante aquel día de Acción de Gracias previo: Kolby comiéndose una porción de puré de patatas empapado en salsa de menudillos y fluido de mechero.
—Tengo su número de fax.
Anthony cogió un bolígrafo Chevron y un Navegante práctico americano de encima del ordenador Marisat.
—Dispara —dijo, abriendo el libro.
¿Por qué se identificaba su padre tan extremadamente con Colón? ¿Reencarnación? Si así fuera, entonces seguro que el espíritu que ocupaba a Christopher Van Horne no era el Colón visionario e inspirado que había descubierto el Nuevo Mundo. Era el Colón demente y artrítico de los viajes posteriores, el Colón que había tenido una horca instalada permanentemente en el coronamiento del barco para poder ahorcar a amotinados, a desertores, a rezongones y a todos aquellos que dudaban públicamente que hubieran llegado a las Indias.
—Marca el 011-34-28…
Anthony transcribió el número a lo largo del diagrama de la Osa Menor, llenando el carro con los dígitos.
—¡Fuera los remolcadores! —bramó Kolby.
A medida que el World Trade Center se erguía imponente, sus promontorios alzándose al anochecer como norays hechos para amarrar un barco inconcebiblemente colosal, un pensamiento inquietante se apoderó de Anthony. Este scout marino de setenta años, este gilipollas amigo del carámbano de su padre, estaba a doscientos metros de embarrancarles en los bancos de arena.
—¡A la derecha diez grados! —gritó Anthony.
—Estaba a punto de decirlo —soltó Kolby bruscamente.
—Diez a la derecha —repitió Jaworski.
—¡Lentísimo! —dijo Anthony.
—Y eso —dijo Kolby.
—Lentísimo —repitió Rafferty.
—Remolcadores de popa fuera —llegó el informe del contramaestre, saliendo con voz áspera del walkie-talkie.
—Tienes que estar un poco más despierto, Frank. —Anthony le hizo un guiño condescendiente al práctico—. Cuando el Val navega así de ligero, se toma su tiempecito en virar.
—Remolcadores de proa fuera —ordenó el contramaestre.
—Rumbo franco —dijo Anthony.
—Rumbo franco —repitió Jaworski.
Los remolcadores viraron hacia el norte, soltaron una sucesión alta y cachonda de pitidos de despedida y regresaron a toda máquina Hudson arriba como un conjunto de órganos de vapor marineros.
—Despierta a la sala de bombeo —dijo Kolby, arrancando el micro del interfono de la consola y pasándoselo al primer oficial—. Es hora de cargar un poco de lastre.
—No lo hagas, Marbles —dijo Anthony.
—Necesito lastre para navegar —protestó Kolby.
—Mira el sondímetro, por el amor de Dios. Si hasta los bálanos del casco se pueden enganchar al fondo con la polla.
—Éste es mi puerto, Anthony. Sé qué profundidad tiene.
—Nada de lastre, Frank.
El práctico enrojeció y bufó.
—Parece ser que ya no me necesitáis aquí arriba, ¿no?
—Eso parece.
—¿Quién es tu sastre, Frank? —preguntó Rafferty, con cara de póquer—. Me gustaría que me enterraran con un traje como ése.
—Que te jodan —espetó el práctico—. Que os jodan a todos.
Anthony le arrancó el walkie-talkie de la mano a Kolby.
—Bajad la escala real de estribor —ordenó al contramaestre—. Vamos a dejar al práctico dentro de diez minutos.
—Cuando la guarda costera se entere —gruñó Kolby, temblando de rabia mientras se volvía a poner los pantalones impermeables—, no pasará ni una semana antes de que vuelvas a perder la licencia de capitán.
—Presenta tu queja en portugués —dijo el capitán. La estatua de la Libertad pasó deslizándose junto al barco, alzando su antorcha infatigablemente—. Mi licencia es de Brasil.
—¿Brasil?
—Está en Sudamérica, Frank —dijo Anthony, sacando al práctico de la timonera a empujones—. Tú allá no llegarás nunca.
A las 1835 Kolby estaba en la lancha portuaria, regresando a toda velocidad al muelle 88.
A las 1845 el Valparaíso empezó a beberse la bahía alta de Nueva York, aspirando las mareas y metiéndolas en sus tanques de lastre.
A las 1910 la oficial de radiotelegrafía entró en el puente: era Lianne Bliss —“Chispas”, según la sagrada tradición marítima—, la hippy vegetariana, huesuda y pequeña que Ockham había descubierto el miércoles en la Organización Internacional de Capitanes, Oficiales y Prácticos.
—La isla Jay al teléfono. —Para alguien tan menuda, Chispas tenía una voz que retumbaba de manera asombrosa, como si estuviera hablando desde el fondo de un compartimiento de carga vacío—. Quieren saber qué nos proponemos.
Anthony entró agachándose en el cuarto de radiotelegrafía y encendió el micro transmisor receptor con el pulgar.
—Llamando a la estación de la guarda costera de la isla Jay…
—Adelante. Corto.
—Aquí el Carpco Valparaíso, con rumbo en lastre a Lagos, Nigeria, para cargar doscientos mil barriles de petróleo crudo. Corto.
—Roger, Valparaíso. Le informamos de que la borrasca tropical número seis, el huracán Beatrice, está soplando actualmente hacia el oeste desde Cabo Verde.
—Captado, isla Jay. Fuera.
A las 1934 el Valparaíso cruzó la línea etérea que separaba la bahía baja de Nueva York del océano Atlántico Norte. Veinte minutos después, el segundo oficial Spicer —Big Joe Spicer, el único marino a bordo que parecía hecho a la escala del petrolero—, entró en la timonera para relevar a Rafferty.
—Pon rumbo a Santo Tomé —le ordenó Anthony a Spicer. El capitán cogió el termo de café Exxon y su taza de cerámica Carpco y se sirvió la primera de las que esperaba serían unas quinientas tazas de café de Jamaica negro y espeso—. Quiero que estemos allí en dos semanas.
1
Marinero preferente en inglés corresponde a «able-bodied seaman», cuya traducción literal sería «marinero sano».