—He oído a la guarda costera mencionar un huracán —dijo Rafferty.
—Olvídate del maldito huracán. Esto es el Carpco Valparaíso, no el velero de un proctólogo. Si se pone a llover, pondremos los limpiaparabrisas en marcha.
—¿O’Connor puede darnos dieciocho nudos constantes? —preguntó Spicer.
—Eso espero.
—Entonces estaremos en el golfo de Guinea antes del diez. —El segundo oficial movió las palancas de mando hacia adelante, punto a punto—. ¿Avante a toda máquina?
El capitán miró hacia el sur, escudriñando las filas del oleaje gris y vítreo, el terreno eternamente cambiante del mar. «Y así empieza —pensó—, la gran carrera, Anthony Van Horne contra la muerte cerebral, la descomposición y los tiburones del mismo demonio.»
—¡Avante a toda máquina!
2 de julio.
Latitud: 37°7’N. Longitud: 58°10’O. Rumbo: 094. Velocidad: 18 nudos. Distancia recorrida desde Nueva York: 810 millas náuticas. Una brisa suave, n° 3 en la escala de Beaufort, sopla a través de la cubierta de barlovento.
Yo quería un diario de verdad, pero no tenía tiempo para ir a una papelería, así que corrí hasta la tienda Thrift Drug y te compré a ti. Según tu portada, eres una «Libreta de espiral oficial de Popeye el marino, copyright © 1959 King Features Syndicate». Cuando te miro la cara arrugada, Popeye, sé que eres un hombre en el que puedo confiar.
En este día, en 1816, la fragata francesa Medusa encalló junto a la costa oeste de África, dice mi Compañero de bolsillo del navegante. «De los 147 que se escaparon en una balsa, casi todos fueron asesinados por sus compañeros, que los lanzaron por la borda o se los comieron. Sólo 15 sobrevivieron.»
Creo que nosotros podemos hacerlo mejor. Para ser una compañía improvisada en el último minuto, parece un grupo bastante listo. Big Joe Spicer se trajo su sextante a bordo, siempre una buena señal en un oficial de derrota. Dolores Haycox, la tercera oficial, una mujer rellenita y curvilínea, pasó la prueba sorpresa que le hice sin ninguna dificultad. (Le hice calcular la distancia desde una hipotética costa escarpada basada en el intervalo entre el toque de la sirena de niebla de un barco y el eco.) Marbles Rafferty, el fúnebre primer oficial, es una elección especialmente poética para esta misión: su bisabuelo pertenecía a una familia de patrones de salvamento de los Cayos de Florida, aquellos marinos vanagloriosos del siglo XIX que fueron, Ockham me informa, «inmortalizados por John Wayne y Raymond Massey en Piratas del mar Caribe».
Ya sabía que Sam Follingsbee era un cocinero genial, pero era imposible distinguir el pollo frito de esta noche del de las recetas secretas del coronel Sanders, tanto el Original como el Extra Crujiente. Un talento extraño, este genio para la mediocridad. Crock O’Connor, el jefe de máquinas, es el tipo de inventor de historias afable de Alabama que asegura que inventó el tapón de media rosca de botella pero que no recibe derechos de autor por culpa de la bellaquería de un abogado sin escrúpulos especialista en patentes. Nos ha estado dando los 18 nudos, así que ¿quién soy yo para llamarle mentiroso? Lou Chickering, el rubio y guapo primer maquinista auxiliar —nuestro propio Billy Budd— es un actor de teatro de Filadelfia que una vez intentó alcanzar el éxito en Broadway y que ahora pasa sus horas libres organizando demostraciones de talento en la sala de juegos de los marineros. Su especialidad es Shakespeare e incluso a nuestros analfabetos les cautivó su representación de anoche de la canción de Ariel de La tempestad («Yace tu padre a cinco brazas…»). Bud Ramsey, el segundo maquinista, es un coleccionista de pornografía, un connaisseur de cerveza y un fanático del stud-poker con siete cartas. Es alentador, creo, cuando un hombre expone sus vicios. Además nos respaldan: 38 marineros contratados con gratitud —23 hombres y 15 mujeres— esparcidos por nuestras cubiertas, cocinas, salas de máquinas y estaciones de control de carga. Me gusta hojear sus currículums. A bordo tenemos un exterior centro de las ligas menores (Albany Bullets), un antiguo payaso (Circo de los hermanos Hunt), un ex convicto (atraco a mano armada), un soldador por puntos, un trabajador de una cadena de montaje de coches, una vendedora de Revlon, un cabo del ejército, un entrenador de perros, una profesora china de matemáticas (primeros años de enseñanza secundaria), un taxista, tres veteranos de la Tormenta del Desierto y un siux lakota de pura cepa llamado James Echohawk.
Una gran masa de petróleo vertido —uno de esos «residuos flotantes de petróleo particulado»—, ha cuajado junto a la costa de Camerún: ésa es la historia que le he estado dando a todo el que pregunta. Cuando Carpco se dio cuenta de que el Vaticano se había enterado del desastre, le ofreció un trato al Papa: quitadnos a Greenpeace y a la ONU de encima y nosotros quitaremos el asfalto inmediatamente. Además, no nos limitaremos a hundirlo. Lo llevaremos a tierra, lo cortaremos en trocitos y refinaremos los fragmentos convirtiéndolos en aceite gratis para las pujantes industrias africanas. Excelente, dijo Roma, pero enviaremos al padre Ockham para supervisar.
Es decir: una operación secreta, ¿lo captáis, tíos? Shh, shh, ¿entendéis? Por eso no les hacemos señales a los barcos que pasan ni encendemos las luces de navegación ni dejamos que nadie llame a casa.
—Vale, pero ¿por qué a esta velocidad de mil demonios? —quiere saber Crock O’Connor—. ¿Estamos practicando para ser el primer superpetrolero que gane la Copa América?
—El asfalto es una amenaza para la navegación —explico—. Cuanto antes lleguemos, mejor.
—Anoche dejé el vaso de zumo de naranja vacío en la mesa —insiste el hombre—, y la maldita cosa salió pitando hasta el borde y se cayó, sin dejar de cantar ni un instante. Estamos vibrando, capitán. Vamos a partir el puto casco.
La verdad es que tiene razón. Lleva tu transportador de crudo ultra grande en línea recta a 18 nudos con los compartimientos de carga vacíos y poco después empezarás a romperte a sacudidas como un Chevrolet del 57.
Hay formas de calmar un barco tembloroso sin perder demasiado tiempo. Estoy usando todos los trucos del libro: cambiando brevemente de velocidad, alterando ligeramente el rumbo, parando las máquinas por completo durante uno o dos minutos y bordeando la costa —cualquier cosa que rompa el ritmo de las olas golpeando la proa—. Hasta ahora funciona. Hasta ahora seguimos de una pieza.
Al amanecer vinieron las tortugas marinas.
Cientos de ellas, Popeye, nadando a través de mis sueños, con los caparazones brillando por el crudo de Texas. Luego llegaron las garcetas niveas, negras como cuervos, luego las espátulas rosadas, las garzas azules…
Me desperté sudando. Me duché, me sequé, leí el primer acto de La tempestad: Próspero invocando la tormenta y atrayendo el barco real a su isla encantada, Miranda enamorándose desesperadamente del príncipe náufrago Ferdinand. Y bebí un vaso de leche caliente. A las 0800 por fin volví a dormirme.
Las ganas de rezar eran intensas, pero Cassie Fowler, que a los cuarenta y un años sabía que no se debía creer en Dios, había logrado resistir hasta el momento. En las trincheras no hay ateos; le pareció que era una máxima inteligente: hábil, irónica y atractiva. Y estaba dispuesta a demostrar que no era cierta.
Durante unas quince horas calurosas, desdichadas y sedientas, Cassie había soportado su trinchera acuática, un bote neumático a la deriva en el Atlántico Norte, y en todo ese tiempo había sido consecuente consigo misma y nunca había pedido ayuda a Dios. Cassie era una mujer íntegra —una mujer que había pasado la primera década de su edad adulta escribiendo obras antirreligiosas, que perdían dinero y que se estrenaban fuera de Broadway (el tipo de sátiras que los críticos calificaban de «mordaces» cuando el autor era un hombre y de «estridentes» cuando era una mujer)—, una mujer que, habiendo dedicado la mayor parte de la treintena a adquirir un doctorado en biología, había optado por enseñar en el aburrido y retrógrado colegio universitario de Tarrytown, un sitio donde podía llevar a cabo pequeños experimentos descabellados (siendo su conclusión inicial que, si tiene la oportunidad, la rata macho de Noruega exhibe instintos de crianza hacia sus crías tan fuertes como la hembra), sin sentirse presionada por ganar una subvención o publicar sus resultados.