Con las últimas fuerzas que le quedaban ahuyentó a los pájaros, luego se agachó, como Job, entre el guano. Irónicamente, entre las obras de teatro que había escrito, su favorita, Historias bíblicas para adultos, n° 46: El culebrón, era una continuación audaz de Job. Dos mil años después de que Dios le torturara, intimidara y sobornara, el héroe regresa al estercolero para la revancha.
Su lengua era una piedra. Cassie estaba demasiado seca para llorar. No sucumbiré a la fe, juró, mirando fijamente al otro lado del mar vasto y anónimo.
En las trincheras no hay ateos. «Socorro», dijo Cassie con voz áspera, girando la manivela del transmisor receptor. «Por favor. Ayúdenme. El Beagle era un nombre estúpido para un barco», refunfuñó. «Los beagles son sabuesos, no barcos. Socorro. Por favor, Dios, soy yo», murmuró la darwinista que había dejado de practicar. «Soy Cassie Fowler. Las Rocas de Saint Paul. Los beagles son sabuesos. Por favor, Dios, ayúdame.»
4 de julio.
El cumpleaños de nuestra hermosa república. Latitud: 20°9’N. Longitud: 37°15’O. Rumbo: 170. Velocidad: 18 nudos. Distancia recorrida desde Nueva York: 1.106 millas náuticas.
Si no supiera que no es así, diría que Jehová mismo había enviado aquel huracán. No sólo sobrevivimos, sino que nos llevó 184 millas a 40 nudos y ahora llevamos casi un día de adelanto según lo previsto.
Probablemente un petrolero cargado podría haber partido esas olas grandes, pero nosotros tuvimos que dejarnos llevar por ellas, avante a toda máquina en los senos, lentísimo en las crestas. Había tanta espuma que las olas se volvieron de un blanco puro, como si el mar mismo hubiera muerto.
Teníamos a un buen hombre al timón, un chico de Jersey de cara redonda llamado Neil Weisinger y, de algún modo, nos abrimos camino con insolencia, pero sólo después de que un domo del Marisat se partiera en dos y un pendolón de estribor fuera arrancado de raíz. Sin mencionar 4 botes salvavidas que volaron al agua, 15 ventanas rotas en la camareta alta, 2 brazos rotos, 1 tobillo torcido.
En un viaje normal, siempre que la tripulación se emborracha y alborota, normalmente hago que recuperen la sobriedad de un susto agitando una pistola de bengalas. Sin embargo, si las cosas van como espero, al final acabaremos armando a los marineros con esas malditas armas antidepredadores. Estoy nervioso, Popeye. Un marinero cocido y una bazuca T-62 son una mala combinación.
No importa que las bebidas alcohólicas estén prohibidas en la Marina Mercante de los Estados Unidos. No somos un barco sin alcohol, lo sé. A juzgar por mi experiencia, calcularía que dejamos el puerto con unas 30 cajas de cerveza de contrabando y 65 botellas de licor escondido. Con los años he notado que el ron es especialmente popular. Fantasías de piratas, creo. Yo mismo tengo 4 botellas de mescal en la sala de navegación, recluidas debajo de Madagascar.
Hasta la fecha sólo hemos tenido un contratiempo sin importancia. Se suponía que el Vaticano nos iba a enviar la flor y nata de su colección de cine, pero o bien los rollos nunca llegaron o bien aquellas carmelitas se olvidaron de cargarlos y la única película que llegó a bordo es una copia en panorámica de 16 mm de Los diez mandamientos. Así que tenemos un cine de lujo y sólo una película para pasar en él. Es una peli bastante pésima y sospecho que estaremos tirando tomates a la pantalla mucho antes del décimo pase.
Hay cuatro o cinco vídeos por ahí y miles de cintas con títulos como Babs se come a Boston. Incluso tenemos la célebre Calígula. Pero un repertorio como ése tiende a dejar fríos a un tercio de los hombres y a casi todas las mujeres.
Siempre que saco la pluma de Rafael del arcón y la miro, me vienen a la mente las mismas preguntas. ¿Mi ángel dijo la verdad? ¿Papá es de verdad el único que me puede quitar el petróleo? ¿O Rafael estaba asegurándose del todo de que aceptaría la misión?
En cualquier caso, estoy calculando volver del Ártico pasando por España. Atracaré en Cádiz, le daré permiso a la tripulación para bajar a tierra y me subiré al primer autobús que vaya a Valladolid.
«Lo he hecho —le diré—. He acabado el trabajo.»
Aunque cero por cero grados seguía a medio océano de allí, Thomas Ockham se encontraba lidiando noche y día con las implicaciones escatológicas de un Corpus Dei. Aparte de toda la información que Roma solicitaba explícitamente —rumbo, velocidad, posición, fecha estimada del encuentro—, sus faxes diarios contenían toda la teología especulativa que creía que los cardenales podían soportar.
«A primera vista, Eminencia —le escribió a Di Luca el cuatro de julio—, la muerte de Dios es una noción escandalosa y debilitante. Pero ¿se acuerda de las riquezas que algunos pensadores extrajeron de este filón a finales de los cincuenta y principios de los sesenta? Estoy pensando en concreto en Post Mortem Dei de Roger Milton, en Cultura de la era poscristiana de Gabriel Vahanian y en Eclipse de Dios de Martin Buber. Es cierto, estos hombres no tenían un cuerpo real en las manos (ni nosotros, de momento). Me da la sensación, sin embargo, de que si miramos más allá de nuestra angustia inmediata, tal vez encontremos algunas sorpresas. De una forma extraña, todo este asunto es una confirmación categórica del judeocristianismo (si me permite usar ese oxímoron híbrido), una prueba de que sí que nos habíamos enterado de algo todos estos siglos. Me atrevería a decir que de una teotanatología sólida podrían emerger algunas ideas espirituales sorprendentes.»
A decir verdad, Thomas no creía en esas palabras valientes. A decir verdad, la idea de una teotanatología sólida le deprimía hasta el punto de la parálisis. El viejo sacerdote creía en el fondo del corazón que un país oscuro y violento se encontraba más allá del Corpus Dei, una arribada hacia la cual los transportadores de crudo ultra grandes navegaban solamente por su cuenta y riesgo.
«Estimado profesor Ockham —Di Luca le escribió el cinco de julio—, en estos momentos no nos interesa Martin Buber ni ningún otro cerebro ateo. Nos interesa Anthony Van Horne. ¿Escogieron los ángeles al hombre adecuado? ¿Le respeta la tripulación? ¿Fue su decisión de meterse de lleno en el huracán Beatrice sabia o fue precipitada?»
Al redactar el borrador de su respuesta, Thomas trató los asuntos que le preocupaban a Di Luca con toda la franqueza que pudo: «Nuestro capitán conoce bien su trabajo, pero a veces temo que su celo pondrá la misión en peligro. Está obsesionado con la fecha límite del OMNIVAC. Ayer entramos en un huso horario nuevo y, sólo con la mayor renuencia, ordenó adelantar los relojes…»
Thomas escribió la respuesta en la Smith-Corona portáticlass="underline" la misma antigualla en la que había escrito La mecánica de la gracia de Dios. Firmó con una pluma de ángel mojada en tinta china, luego llevó la carta a la timonera.
Eran las 1700, una hora desde que el segundo oficial había empezado su guardia. Desde el principio, Big Joe Spicer le había parecido a Thomas el oficial más listo a bordo del Valparaíso, excluyendo a Van Horne. Desde luego era el único oficial que se traía libros al puente, libros de verdad, no colecciones de historietas compradas por catálogo o libros de bolsillo sobre niños con poderes telequinéticos.
—Buenas tardes, Joe.
—Hola, padre —girando noventa grados en su silla giratoria, el oficial descomunal le enseñó un ejemplar de Historia del tiempo de Stephen Hawking—. ¿Lo ha leído?